En la luna de valencia.

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal

Lo paradójico de las distracciones es que se deben a cosas que reclaman con insistencia nuestra atención. Que alguien se haya olvidado su auto estacionado en tal o cual lugar y haya regresado caminando a su casa, se debe a que su mente estaba demasiado entretenida en algo, y no en que no estaba pensando en nada. Cuando un maestro le dice en queja a una mamá “su hijo no presta atención”, más bien debería decir “su hijo no presta atención a lo que estoy diciendo”, porque, en verdad, “su hijo está prestando mucha atención a otra cosa distinta de la que me interesa que atienda”.

Para ganar la atención de un distraído es más conveniente ir a buscarlo cordialmente a su mundo -lo cual implica tener alguna idea sobre el mismo-, y no echarlo de él a patadas. Difícilmente la sola advertencia de “chh…chh… prestá atención aquí” logre el efecto deseado, y eso por la sencilla razón de que se ha preferido, consciente o inconscientemente, poner la atención en otro lado. Es casi seguro que quien está en la luna de Valencia pensando en su amada, no querrá abandonar así nomás esa estadía para así hacer caso a una advertencia seca que le recuerde que debe disponerse prontamente a resolver la complejidad de un problema químico. Parece que los regresos de los viajes a la luna son costosos… y costosos para todos los implicados.

El distraído parece no controlar un foco de atención, el obsesivo lo controla en exceso, y por eso este último es quien corre riesgo de enfermarse. Es al distraído a quien una medida realidad controla, en cambio es a la realidad a quien quiere controlar desmedidamente el obsesivo.  Por eso también la muerte de un distraído puede ser cómica o tragicómica, mas la muerte de un obsesivo siempre es trágica; eso se debe a que a un distraído lo puede pasar un tren por encima, mientras que un obsesivo morirá en el intento de pasar por encima a un tren.

Puede que el distraído no sea en algo responsable, pero es casi seguro que el obsesivo es excesivamente responsable. Ambos entonces fallan en la responsabilidad: el primero, por no darle la atención necesaria a una actividad que debe ser atendida, el segundo, por darle una atención desmedida a una actividad sobreatendida. El remedio para ambos está en una atención justa.

Al distraído, a veces, se lo puede encontrar indiferente; al obsesivo, en cambio, se lo puede hallar desequilibrado. Es este último y no el primero el que puede tornarse insoportable en el campo de las relaciones humanas.

Si bien las distracciones pueden tener por objeto las más variadas razones, incluyendo tristezas, se las vincula con frecuencia con cuestiones que no producen agobio, y quizá algo de eso tenga que ver con el hecho de que un sinónimo de diversión es “distracción”.

Tiende el obsesivo a jerarquizar las cosas conforme a lo que él tiene por prioridad, no coincidiendo muchas veces esas prioridades con jerarquías naturales.

El distraído, entre otras cosas, puede perder el tiempo y las oportunidades; el obsesivo está más pronto a perder la salud y a seres cercanos, y se amarga prontamente cuando no controla lo que desea controlar, pudiente esa amargura ser casi habitual, si lo que tiene frente a su voluntad como un descontrol que no logra cambiar conforme querría, se extiende en el tiempo.

Una cosa es estar con los pies en la tierra, otra muy distinta es estar con tierra en los pies. De modo que una cosa es estar atento a lo que se debe estar atento, y otra es vivir abrumado con actividades que acaban asfixiando. Seguramente el distraído deberá trabajar más por tener los pies en la tierra, pero estoy casi seguro que no tendrá tierra en sus pies. Sea como fuere, lo recomendable es alcanzar una atención oportuna y aplicarse equilibradamente a lo que corresponda.

(Si quiere hacer donaciones:

Internacionales: paypal.me/tomasgonzalezpondal

Mercado Pago Argentina: [email protected])

Comparte: