El Señor ha vencido la tempestad al cruzar el lago de Galilea, mostrando su poder sobre los fenómenos naturales, devuelve la calma a sus Apóstoles atemorizados. Al llegar a tierra en Cafarnaúm, las personas necesitadas acuden a aquel profeta del que tanto se habla para escuchar su Palabra y para remediar sus males. En el Evangelio de hoy nos encontramos con dos milagros que nos dejan una gran enseñanza. El Evangelista desea dejar en claro dos aspectos: El poder de Jesús y la fe de los beneficiados. Entran en escena dos mujeres: Una anciana que lleva enferma 12 años de flujo de sangre (por las costumbres judías, la hacían impura, no podía participar en las acciones del templo y era marginada) y una jovencita de 12 años que ha perdido la vida; en los dos casos es la fe en Jesús la que logra las acciones milagrosas; esa fe capaz de dar vida y salvación. “No temas, basta que tengas fe”, le dice a Jairo; y a la mujer, “Hija, tu fe te ha salvado”.
Veamos los dos milagros:
1°. ¿Quién es Jairo?: Es un judío importante, jefe de la sinagoga; es una persona pudiente, tiene criados a su servicio. El amor a su hija es tan grande que después de acudir a los médicos locales y no ver mejoría, su última esperanza está en aquel profeta que está llegando a su pueblo. El sufrimiento por su hija es tanto que acude él mismo a Jesús como última esperanza, ya que su hija agoniza. A Jairo lo había movido una fe suficiente para buscar a Jesús. Pero esa fe, sufrirá una dura sacudida.
Jesús acepta la invitación y lo sigue sin decir palabra. Jairo camina aprisa guiando a aquellos que acompañan al Maestro. Debió sentir molestia al ver que éste se detenía a platicar con aquella mujer impura que se le había acercado; el tiempo era importante y Jesús le sonreía dándole la paz a aquella mujer que tanto la necesitaba. En ese momento le dicen a Jairo: “Ya se murió tu hija, ¿para qué sigues molestando al Maestro?”. Su fe es sacudida, pero se mantiene ante la noticia de la muerte.
El dolor ante la muerte de su hija debió tensar todos sus músculos, las esperanzas quedaron hechas pedazos, ya que la muerte destruye todo, menos la fe. Escuchó la voz de Jesús que le decía: “No temas, basta que tengas fe”. Aquellas palabras además de ser aliento, debieron confundir a Jairo, porque ante la muerte ¿hay alguna esperanza?; no entendía del todo, pero Jesús seguía siendo su última esperanza. Era la hora decisiva de la fe, debía seguir creyendo. La fe que trata con Jesús sólo de negocios posibles, no es fe. La verdadera fe es la que es capaz de esperar de Jesús resultados humanamente imposibles.
En casa de Jairo, ya preparada para los ritos de la muerte, se festeja el milagro de la vida. Jesús echa fuera a los cantores de la muerte y celebra los ritos de la vida… les mandó que le dieran de comer a la niña.
Gracias a la fe de Jairo, Jesús le devuelve la vida a su niña; la reincorpora a su vida ordinaria, se levantó y se puso a caminar.
2°. El segundo milagro nos habla de una mujer estigmatizada por su enfermedad: Nos encontramos con una mujer que padece una herida interna que la obliga a vivir en un estado de impureza ritual y de discriminación. 12 años buscando la cura y la enfermedad sólo empeora; pero allí está el profeta del que tanto se habla y aunque la ley le obliga a no tener contacto con él ni con nadie, se da cuenta que precisamente ese contacto es lo que la sanará. Su fe es tan grande que: “le tocó el manto, pensando que, con solo tacarle el manto, se curaría”. La curación es al instante: “Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada”.
Aunque a Jesús lo empujan, lo aprietan, lo jalonean, Él se da cuenta de aquella curación; busca con sus ojos y pregunta, no para reprochar o para recibir las gracias, sino para mostrar de lo que es capaz la fe. La mujer marcada por las costumbre y leyes, debió acercarse con la mirada baja y llena de temor, aceptando que Ella era la beneficiada de aquel milagro. Y Jesús con una sonrisa en los labios le dice: “Tu fe te ha curado”. La mujer se ha acercado a Jesús con tanta fe que le arranca un milagro. Aquella que ha sido marginada, es alabada por su fe; aquella que es orillada a no tener contacto con los demás, es acogida con los gestos de aquel profeta; siente y experimenta que le han devuelto su dignidad; Jesús la reintegra a la vida comunitaria.
Los dos milagros que hoy escuchamos, se realizan gracias a la fe de dos personas que no seguían a Jesús, dos personas que habían luchado a nivel humano para conseguir lo que necesitaban y no lo habían logrado, Jesús es su última esperanza. El poder de Jesús no lo negamos, pero sí debemos cuestionar nuestra fe en Jesús, nuestro modo de creer y de relacionarnos con Él. Debemos repensar el ¿cómo creo? ¿cómo me dirijo a Jesús? En estos tiempos difíciles, de incredulidad e indiferencia religiosa, ¿cómo expreso mi fe? Recordemos que Jairo creyó a pesar de que su hija estaba muerta. La mujer hemorroísa creía sanar con sólo tocar el manto.
Al ver tanta violencia, tanta muerte, en mi Diócesis, en mi País, y meditar este Evangelio, se me viene a la mente que, la Iglesia que formamos todos los bautizados, y pienso muy en concreto en esta Iglesia Particular, mi querida Diócesis de Apatzingán, que no obstante tanto crimen que se comete, no está llamada a ser un tanatorio o funeraria donde se reciba cuando se muere, y nuestra fe no es un vestido que se utiliza cuando morimos, o dicho de otra manera, ser cristianos no es hacer ‘pompa fúnebre’, sino hacer un ‘hola’ a la vida. Y ¿dónde está la vida? Sólo en Jesús, quien es Resurrección y Vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, nos dice.
Nuestra fe está en Jesús, por eso: ¿Cómo muestro mi fe en Él? Recordemos lo que dice John Henry Newman: “La fe es adhesión a la persona de Jesús y a su Palabra; es una adhesión de mente y voluntad”. Quiere decir que no basta que digamos que tenemos fe, que practiquemos algunos actos de piedad, que realicemos algunas obras de caridad, debemos mostrar nuestra fe en nuestros actos siendo sembradores permanentes de vida como Jesús, con nuestros gestos, con nuestras palabras, con nuestras acciones, con nuestra fe.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!