En vísperas de Pentecostés valdría la pena que nos apropiáramos las palabras que Jesús dirige a la Samaritana junto al pozo de Sicar: “Si conocieras el don de Dios…” Así introduce Jesús su diálogo con esta mujer para llevarla de su sed material a su sed de infinito, y para aumentar en ella su deseo de recibir a Dios, después de una historia marcada por el pecado.
“Si conocieras el don de Dios…” también nos dice Jesús. Si conociéramos los dones del Espíritu Santo, si conociéramos todos los beneficios que traen a nuestra vida estos sagrados dones, si de verdad buscáramos a Dios con todo nuestro corazón para suplicarle que nos conceda estos dones. ¡Cuántas cosas lograríamos! ¡Cuántas situaciones mejorarían! ¡Cómo crecería nuestro amor a Dios!
Sintiéndonos provocados por las palabras de Jesús a la samaritana estamos aquí para colmar este deseo, para aplacar la sed que tenemos de Dios, para aprender a vivir la fe cristiana y para no pasar por alto la promesa de Jesucristo que envía el Espíritu Santo a toda la Iglesia.
Todos los dones son necesarios y esenciales para consolidar la vida cristiana y para ir cimentando el camino de la santidad. En esta ocasión me explayaré en lo que respecta al don de fortaleza.
Partimos del hecho de que la vida cristiana es un combate espiritual en el que es importante la confianza en Dios, el esfuerzo que hacemos y la gracia de Dios que siempre se nos concede. No bastan los buenos sentimientos, sino asumir el combate espiritual, entrenarnos en la lucha contra el espíritu del mal y suplicar en todo momento la gracia de Dios para salir airosos frente a los ataques del enemigo.
Toda “la vida del hombre sobre la tierra es un combate” (Job 7, 1): lucha contra sí mismo -la propia malicia y debilidad del hombre carnal-, lucha contra el mundo, lucha contra el demonio. Es un combate continuo, incesante, agotador, en el que necesitamos ser asistidos por la fuerza que viene de lo alto.
La fortaleza que viene del Espíritu Santo no asume formas de dureza y rigidez. No se entiende como una actitud temeraria e imprudente que nos lleve a enfrentar irresponsablemente todos los peligros. La fortaleza de la que hablamos no nos lanza a la vida desafiando todo y minimizando los peligros, como si fuéramos indestructibles y todopoderosos.
El punto de partida no está en el arrojo o en la bravura, sino en la humildad, al reconocer sinceramente que necesitamos de Dios para llevar a cabo este combate espiritual. De ahí que San Pablo llegue a decir: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Filip 4, 13).
¡No hay que cortar su afirmación! En estos tiempos las personas se quieren empoderar y a nivel mental intentan convencerse de que no hay obstáculos que se interpongan en sus metas y que todo lo pueden lograr. Llegan a decir: “Todo lo puedo…” Y ahí se quedan las cosas.
Pero nosotros, a ejemplo de San Pablo, y convencidos del poder de la gracia llegamos a decir: “Todo lo puedo, sí, por supuesto que lo puedo, pero asistido, bendecido e impulsado por aquel que me conforta”. Todo lo puedo no por mis propias fuerzas, no por mis lavados mentales, no por mis slogans y frases buenistas, refinadas y optimistas, no por la energía, sino por el auxilio de la gracia y por los dones del Espíritu Santo.
Así que no estamos hablando de alzar la voz, de tener músculo, o de llegar a ser temerario y bravucón. La fortaleza que concede el Espíritu es interior, no se trata de tener carácter áspero, dominante, fuerte, aguerrido, luchador y violento, sino de tener una serena convicción de que somos defendidos por el Señor, y esta convicción se recibe como una gracia del Espíritu Santo.
El que es fuerte en el Espíritu no se arredra ante las dificultades, ni se echa para atrás ante los problemas; sabe esperar, tiene paciencia, su seguridad está puesta en el Señor, a quien tiene como roca, fortaleza, escudo, baluarte y refugio; y por eso no teme. Los que poseen el don de fortaleza son al mismo tiempo recios y suaves; tienen carácter, pero son amables; son firmes, pero compasivos; y frente a las dificultades no huyen, sino que saben permanecer serenos, al tiempo que sensibles.
El que es fuerte en el Señor, no alardea, ni se expone de manera imprudente, pero tampoco se amilana ni se echa para atrás, sabe de quién se ha fiado y su fuerza y su poder le vienen del Señor.
Necesitamos el don de fortaleza para no ser pretenciosos ni pusilánimes; para no ser imprudentes ni timoratos; para no ser temerarios ni acomplejados. El que confía en el Señor, en su Espíritu, sabe arriesgar la vida, sin ser por ello inconsciente ni prepotente.
Siguiendo a Juan Pablo II lo podemos definir de esta manera: “El don de fortaleza es un impulso sobrenatural que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos, como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y la honradez”.
Por tanto, la medida del don de fortaleza no son las fuerzas humanas, no son las fuerzas angélicas, es la fuerza de Dios, su fuerza infinita, su fuerza omnipotente.
Retomando la cuestión del combate espiritual podemos decir que el soldado cristiano es más un mártir que un apologeta. En sentido estricto lo es, porque sigue el camino de su capitán. En sentido amplio también. Por eso es más importante dar vida que defenderse de la muerte, más importante generar una cultura cristiana que defenderse de la pagana.
Cuántas personas entre nosotros son fuertes, mantienen la alegría, no pierden el ánimo, no dejan de sonreír, a pesar de las enfermedades, la pobreza, la inseguridad y tantas cosas que enfrentan. Es más, desamparadas e indefensas, sostienen moral y espiritualmente con su testimonio a tantos que tienen todo, pero no tienen a Dios. Humanamente no generan la fuerza, pero como aman y confían en el Señor, se les concede la fuerza que viene de lo alto, tienen la fuerza del Espíritu.
La alegría, el dominio de sí, la entrega, la perseverancia y la fortaleza que descubrimos en estas personas no son las características de un sabio, o de un líder, sino las de alguien que está bajo el imperio del Espíritu Santo, cuando recibe el don de fortaleza.
En los mártires y en tantas personas que viven de manera extraordinaria y hasta heroica su fe podemos confirmar la manera como son asistidos por el Espíritu Santo. Por lo menos quisiera citar el caso de dos mamás que murieron rechazando tratamientos durante su embarazo que pusieran en peligro la vida de sus bebés. La mamá italiana Chiara Corbella murió de 28 años. Enrico Petrillo, su marido, decía: “Chiara no era una mujer valiente, sino tenía la fuerza de Otro”.
Por su parte, Santa Gianna Beretta Molla rechazó someterse a un aborto para salvar su vida. En esa situación llegó a expresar: “Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no duden; elijan -lo exijo- la suya. Sálvenlo”. ¡Impresionante! Es lo que logra el Espíritu Santo en la vida de tantas personas.
El filósofo Soren Kierkegaard decía: “El tirano muere y su reino termina. El mártir muere y su reino comienza”. Por eso, hay que hacer nuestras las palabras del obispo Pedro Casaldáliga para que el ejemplo de los mártires nos motive y nos comprometa a dar un testimonio decidido de nuestro amor a Dios: “¡Que la sangre de los mártires no nos deje en paz!”