Un Dios débil más que un misterio a comprender es una revelación a celebrar

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Acompañar al que sufre, en la fe cristiana, requiere mucho más que el sentimiento que genera la situación por la que pasan muchas personas. No solo nos lamentamos y conmovemos por la situación de los hermanos que sufren, sino que tratamos de reaccionar y comprometernos a partir de la forma como Dios lo ha hecho a lo largo de la historia.

Delante de los sufrimientos que padecemos de manera personal y de los sufrimientos que constatamos en este mundo herido, donde cada vez crece la maldad podemos considerar las luces que arroja la experiencia de Moisés, ante la zarza ardiente, y la vulnerabilidad de Dios que se muestra, ante todo, en su Hijo Jesucristo.

De manera personal, al acudir a la Biblia por un poco de refugio y de consuelo ante el dolor de tantos hermanos, no tuve oportunidad de escoger un texto específico que arrojara luces y calor, pues fui transportado directamente al Horeb. Aquí me situó el Señor para hacer la experiencia de Moisés: Ex 3, 1-22.

Sentí la necesidad de descalzarme al entrar en el ámbito de Dios, al pisar tierra sagrada. Porque el sufrimiento es tierra sagrada que necesita una verdadera disposición para verlo y tratar de responder. En la sociedad vemos, lamentablemente, a gente que lucra con el sufrimiento de los demás para potenciar su imagen pública o para desconocer sistemáticamente la realidad lacerante que viven muchas personas.

El dolor es un misterio y hay que acercarse a él como uno se acerca a la zarza ardiente: con los pies descalzos, con respeto y pudor. Nada realmente más grave que acercarse al dolor con sentimentalismos, con ánimo justiciero y no digamos con frivolidad. Al dolor hay que acercarse de puntillas y sabiendo que, después de muchas explicaciones, el misterio seguirá estando ahí hasta la consumación de los tiempos.

Moisés debe descalzarse no solo para contemplar la gloria de Dios, sino también para percibir el dolor del Señor por la situación de su pueblo. Dios se revela y revela su dolor por el sufrimiento de su pueblo, por el sufrimiento de sus hijos. Es el Dios de los patriarcas, pero también del pueblo oprimido; el Dios de los que sufren, de los que han sido ultrajados, el Dios de los que solo cuentan con él para salir adelante. “Tú hablarás así a los israelitas: el Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob es el que me envía” (Ex 3, 15), se le indica a Moisés.

Sentimos que también se nos dice: descálzate porque estás en la presencia de Dios. Pero también por lo que se te pide, por el envío que se hace. La tierra como la misión son sagradas. La grandeza de Moisés debe ser nuestra grandeza: estar disponibles para servir a los que más están sufriendo. Dios nos envía una vez que nos hemos descalzado, palpando el carácter sagrado de la misión. Dios no puede ver sufrir a su pueblo y por eso nos envía.

En segundo lugar, para no ser arrastrados a la lógica de la maldad y responder de la misma manera, debemos reaccionar a la manera de Dios, no desde el poder sino desde la debilidad, desde la vulnerabilidad. Desde este punto de partida se asoma el dolor de Dios y se irá mostrando su debilidad en la revelación bíblica. Considerando la irrupción del mal en el mundo y en la Iglesia, podríamos decir que Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda.

En el evangelio de San Mateo se indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos. El evangelista aplica a Jesús las palabras del profeta Isaías: “Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades” (Mt 8, 17).

Esta es la diferencia decisiva con respecto a todas las demás religiones. La religiosidad humana remite al hombre, en su necesidad, al poder de Dios en el mundo. Pero la fe cristiana lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios: sólo el Dios sufriente puede ayudarnos.

En la Carta apostólica Salvifici doloris Juan Pablo II señala que lo que expresamos con la palabra sufrimiento parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre. “El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre. Es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido «destinado» a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo” (n. 2).

Al mostrarse en su debilidad, Dios no se revela como “todopoderoso” sino como aquél que, en su relación con nosotros, renuncia a su poder para identificarse con la debilidad que somos y con las víctimas que producimos. Así es como el ser humano es liberado: el sufrimiento no desaparece ni cambia, pero la persona sí, está liberada. El misterio pascual calma la sed más profunda del ser humano, la del sentido, porque al sentirse amparado es eliminado el absurdo que conlleva.

En el mundo y en nuestros ambientes puede resultar escandalosa esta concepción divina, pues se busca muchas veces en la religión una manera contundente de superar el sufrimiento. Cirilo de Alejandría, por ejemplo, no mira la paradoja de un Dios débil como un misterio a comprender, sino como una revelación a celebrar.

En Jesucristo Dios se manifestó como un Padre que nos libera del sufrimiento, pero esta liberación o salvación no acontece negándolo o evitándolo desde fuera, sino asumiéndolo y dejándose afectar de alguna manera por él. Es decir, que el amor y el poder del Dios de Jesús no son incompatibles con el sufrimiento de sus criaturas. Así, desde el mismo sufrimiento, se descubre este Dios que no es el Todopoderoso que nos salva desde el poder, sino el Amor que nos salva desde su sufrir solidario con nosotros.

Decía el poeta y escritor francés Paul Claudel que: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia”.

Solemos ver a Dios como aquel al que le pedimos cosas: el Dios que nos ayuda, salvador de la muerte, de las incapacidades y del dolor. Pero resulta que el Dios revelado en Jesucristo es un Dios que quiere que le ayudemos. Como a Moisés o a San José, se nos pide hacernos cargo del otro, entregarnos a aquello que quizá no hemos elegido, pero para lo que somos enviados.

Este aspecto lo descubrimos de una manera impactante en el testimonio de Etty Hillesum que fue asesinada en los campos de concentración. Su fe parte de la convicción de que somos nosotros los que debemos ayudar a Dios.

“Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros… Y con cada latido del corazón tengo más claro que tú no nos puedes ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti y que tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior… Pero, créeme, seguiré trabajando por ti y te seré fiel y no te echaré de mi interior”.

A la luz de esta reflexión parece que el axioma ético tradicional “hacer el bien y evitar el mal” se torna insuficiente, transformándose en “hacer el bien y resistir el mal”. No podemos fingir que no pasa nada, que el mal no está ahí, debemos enfrentarnos a él en toda su amplitud, a pesar de nuestra impotencia, y comprometernos en su transformación.

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