Ratzinger, el san Agustín moderno. Cómo leer la historia a la luz de la vida eterna

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En la vida de Joseph Ratzinger hubo muchas similitudes con la de san Agustín, el doctor de la Iglesia a quien él más amó. No por nada en la encíclica “Spe salvi” de 2007, la más inconfundiblemente suya, totalmente escrita a mano, narró de Agustín precisamente lo que le sucedió también a él, al encontrarse inesperadamente llamado a gobernar la Iglesia, en vez de dedicarse a una vida compuesta sólo de estudios.

“Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad”: Benedicto XVI dijo esto en la audiencia general del 9 de enero de 2008, dedicada al “más grande Padre de la Iglesia latina”.

De hecho, también como obispo y luego como Papa, Ratzinger siguió siendo siempre un teólogo. Y la “Spe salvi”, dedicada a la esperanza cristiana, es una de las obras cumbres de su enseñanza: en confrontación directa con la cultura moderna; contra la ilusión de que existe una solución terrenal a las injusticias del mundo, porque en cambio -escribió el Papa- precisamente “la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna”.

En el ensayo que sigue, Roberto Pertici, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Bérgamo, analiza a fondo la visión de la historia que con esa encíclica Joseph Ratzinger nos ha confiado como legado, del cual atesorar en estos tiempos difíciles para la humanidad y para la Iglesia.

El ensayo fue escrito, en su primera redacción, poco después de la publicación de “Spe salvi”. Pero es de extraordinaria actualidad. A continuación, reeditado en Settimo Cielo.

En la ilustración: Benozzo Gozzoli, “Agustín enseña en Roma”, 1464.

Sandro Magister.

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BENEDICTO Y LA HISTORIA

por Roberto Pertici.

1. La “Spe salvi”, publicada por el papa Benedicto XVI el 30 de noviembre de 2007, representa una novedad no pequeña en el género “encíclica”, a la que también pertenece. El estilo fluido y la confrontación precisa y explícita con algunos de los más importantes representantes de la cultura contemporánea, cristiana o no, remiten a la fuerte personalidad del pontífice. Si respecto a las encíclicas de anteriores pontificados se ha podido plantear a veces el problema de quiénes fueron los verdaderos redactores, en este caso estamos frente a un texto evidentemente “del autor”,  meditado y escrito por el Ratzinger teólogo y pastor. En ese texto él intenta volver a proponer con fuerza la esperanza cristiana a un mundo en el que las grandes religiones políticas del siglo XX son “silencio y tinieblas” y en el cual la única alternativa verdadera parece descansar en la del cientificismo, en sus diferentes manifestaciones.

Como estudioso de la historia me limitaré a proponer algunas reflexiones sobre la visión de la historia humana que Benedicto manifiesta en este escrito suyo. Haré esto porque creo que la dimensión histórica y el problema de la “justicia en la historia” son centrales en la encíclica y que el Papa da a ellos una solución que remite a algunas de los que, para él, son los fundamentos del cristianismo.

2. Se pueden identificar dos arquetipos en la concepción cristiana de la historia. Agustín de Hipona la concibe como una lucha eterna entre dos “ciudades”, la divina y la terrenal, que son co-presentes y estarán en conflicto hasta el final de los tiempos: sólo se distinguirán en el momento del juicio final. Esta concepción de Agustín sigue siendo la crítica más radical de todo milenarismo, es decir, de todas esas concepciones que han sostenido reiteradamente que la ciudad divina se impondría, en un futuro más o menos próximo e irrevocablemente, sobre la ciudad terrenal y se realizaría en el mundo. Agustín niega que la humanidad, manchada por el pecado original, pueda conocer en la historia una liberación integral del mal: cada generación debe entonces renovar su batalla para el triunfo del bien, aunque sabiendo que ese triunfo no será definitivo jamás, y que, incluso, podrán abrirse también momentos de “retorno de la barbarie”. Se trata de una visión trágica, no consoladora: “El mundo es como una prensa que aprieta”, dice Agustín. “Si eres lodo, te tiran; si eres aceite, te cosechan. Pero es inevitable que te expriman”.

Existe también otra línea, la de la tradición escatológica de los primeros tiempos del cristianismo, que esperaba una realización histórica del reino de la justicia. Esa línea es retomada – un siglo antes del Dante – por Joaquín de Fiore, quien prevé un desarrollo providencial del proceso histórico hacia una era del Espíritu, en la que la humanidad se habría de realizar plenamente. Se sabe y se conoce muy bien que una serie de estudiosos del siglo XX (desde Karl Löwith a Eric Voegelin) han visto en el joaquinismo un momento decisivo de la historización de la escatología cristiana y, en consecuencia, una premisa de las filosofías de la historia del siglo XIX.

Benedicto XVI se mantiene en el ámbito de una concepción agustiniana de la historia: lo confirma la crítica que él elabora a la idea de progreso, típico producto de la modernidad. El Papa distingue entre el desarrollo material (tecnológico, científico, económico) y el progreso moral. El primero es innegable y ha aportado grandes beneficios al hombre, pero presenta también un rostro ambiguo: “Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal” (n. 22). ¿Pero en el campo moral? ¿Se puede suponer algo parecido a la acumulación de conocimientos que se da en la ciencia, un progreso, como dice Benedicto, “agregable”? ¿Es posible apoyarse en las opciones éticas de las generaciones anteriores, darlas por irrevocablemente realizadas y reducir así progresivamente la posibilidad del mal en el mundo hasta hacerlo desaparecer? ¿El hombre del siglo XXI representa un progreso moral con respecto al del siglo XVIII, porque ha proclamado la moratoria de la pena de muerte, predica el respeto del medio ambiente y la igualdad entre los sexos? De ser así, también el cristianismo sería solamente una etapa en el camino de la humanidad, por importante que sea, pero destinado a ser superado por algo posterior, y la meta del “más allá del hombre”, predicada de diferentes maneras tanto por Marx como por Nietzsche, tendría su propia plausibilidad.

Por el contrario, el pontífice afirma: “En el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio”. De aquí la posibilidad también de retrocesos morales, en cuanto las nuevas generaciones pueden ciertamente “aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales” (n. 24). No se tiene entonces un progreso en la naturaleza humana, ella no puede liberarse progresivamente de los límites que le son consustanciales.

Mucho menos puede esperar el hombre que la solución de su existencia pueda venirle de fuera, del cambio en la sociedad. No es que la lucha por una sociedad mejor sea inútil, al contrario, es deseable y necesaria, y la política puede contribuir en gran medida a “minimizar” el mal: sólo que no puede destruir la raíz y resolver definitivamente el problema de la libertad humana. Dice el Papa: “Nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. […] Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas” (n. 24).

3. La idea del progreso moral indefinido es hija de la modernidad. Entonces, ¿la crítica de Benedicto XVI conlleva, por parte de la Iglesia, el retorno a una actitud polémica hacia el mundo y el pensamiento modernos, el fin de esa atención a los “signos de los tiempos” que fue uno de los frutos del punto de inflexión del Concilio? De hecho, en ningún lugar se ha hablado con tanta amistosa insistencia del “mundo moderno”, del “pensamiento moderno” y de la “modernidad” como en el mundo católico de las últimas décadas.

Pero el pensamiento católico postconciliar tenía sus razones: quería cerrar el tiempo de las contraposiciones, el tiempo en el que a la abstracción “mundo moderno” se había opuesto otra abstracción, la de “cristiandad”: el anhelo de una sociedad orgánica, fuertemente marcada en sus instituciones civiles por la presencia católica, que remitía a una mítica Edad Media que había que restaurar. Durante siglos, el pensamiento católico había hecho suyo – oponiéndose a él – el árbol genealógico que el “pensamiento moderno” había dado de sí mismo: de la Reforma protestante a la Ilustración, a la Revolución francesa, al liberalismo, al socialismo y al comunismo. Lo que la modernidad había considerado como un proceso de emancipación, el pensamiento católico lo consideraba como una secuela de tragedias históricas que estaba precipitando a la humanidad en el abismo. De ello derivaba -es necesario subrayarlo- una toma de distancia también respecto a las instituciones liberales y a los valores que subsisten en ellas: libertad de conciencia, pluralismo religioso, etc.

Ahora no hay ningún rastro de esto en “Spe salvi”. Hay que señalar, en primer lugar, que Benedicto no condena la modernidad, sino que la invita a “una autocrítica […] en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza” (n. 22) y, en este diálogo, afirma también la necesidad de una paralela “autocrítica del cristianismo moderno”. ¡Pero cuidado! La “modernidad” delineada por el pontífice no es la anatematizada por el catolicismo antimoderno. En su reflexión sobre la historia moderna, ni siquiera se menciona la Reforma protestante y a Lutero sólo lo cita una vez, para discutir una interpretación suya de un pasaje de la Carta a los Hebreos.

Para Ratzinger, la “modernidad” tiene otro progenitor: Francis Bacon. Es en su pensamiento – escribe – que “los elementos fundamentales de la época moderna […] se ven con particular claridad”. ¿Cuáles son? 1) El carácter ya no más contemplativo, sino instrumental, del saber, por el cual el hombre -a través del experimento- alcanza a conocer las leyes de la naturaleza y a doblegarla a sus deseos. 2) La transposición de esta conquista sobre el plano teológico: es con la ciencia, no con la fe en Jesucristo, que el hombre vuelve a adquirir ese señorío sobre la naturaleza que el pecado original le ha hecho perder; de hecho, es la ciencia que “redime”. 3) La fe se convierte, por eso, en irrelevante para el mundo y se la relega a lo privado. 4) La esperanza cambia la naturaleza: la ciencia promete un proceso continuo de emancipación de los límites de la vida y un mejoramiento, un “progreso” al infinito de la condición humana. 5) Esta actitud es trasladada al plano político: como la ciencia garantiza la superación progresiva de toda dependencia de la naturaleza, parece entonces cada vez más necesario emanciparse de todo otro condicionamiento social, político y religioso. 6) Emerge la perspectiva de una revolución que establezca el reino definitivo de la razón y de la libertad (nn. 17-18).

4. El Papa tampoco desarrolla el tema de la “negatividad” de la Ilustración (otro rasgo típico del catolicismo anti-moderno): al contrario, señala que la relación de ese pensamiento con la Revolución Francesa fue un tanto problemática. “La Europa de la Ilustración – escribe – en un primer momento, ha contemplado fascinada estos acontecimientos, pero ante su evolución ha tenido que reflexionar después de manera nueva sobre la razón y la libertad”.

Como ejemplos de las “dos fases de la recepción de lo que había acontecido en Francia”, Ratzinger recuerda dos escritos de Kant, en los que el filósofo reflexionó sobre esos acontecimientos. En el primero, de 1792, Kant ve con buenos ojos los sucesos en Francia y las medidas secularizadoras tomadas en dos años por la Asamblea Constituyente: en su opinión, esas medidas señalan la superación de la “fe eclesiástica” que ahora es reemplazada por la “fe religiosa”, es decir, por la simple fe racional. Pero en el ensayo de 1795, su juicio es muy diferente: estamos en las secuelas de la caída de Robespierre, Europa asistió atónita a las políticas de descristianización violenta y al advenimiento de los cultos revolucionarios: la contrapartida política de esta fase fue el Terror. En la mente del filósofo se presenta otra eventualidad: que con el fin violento del cristianismo se pueda verificar “bajo el aspecto moral, el final perverso de todas las cosas” (n. 19). Es inútil agregar cómo de este pensamiento nació el pensamiento liberal de las primeras décadas del siglo XIX.

El camino de importantes sectores del pensamiento moderno es entonces -para Ratzinger- diferente de esa genealogía de la modernidad contra la que ha polemizado durante siglos la cultura católica. Ese camino comienza con la primera aparición del cientificismo moderno en Bacon; se desarrolla en algunos de los sectores más radicales de la Ilustración y en el “constructivismo” antirreligioso del Terror jacobino; desemboca en la “sociedad opulenta” y en sus ideologías: cientificismo, tecnocracia, consumismo y hedonismo de masas.

Es cierto que en este camino está también Karl Marx, pero el acercamiento de Ratzinger al pensamiento del revolucionario alemán no es para nada condenatorio. Para Ratzinger, Marx es -se podría decir- el Bacon del proletariado: “El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo definitivamente bueno, ya no viene simplemente de la ciencia, sino de la política; de una política pensada científicamente, que sabe reconocer la estructura de la historia y de la sociedad, y así indica el camino hacia la revolución, hacia el cambio de todas las cosas” (n. 20).

Pero los resultados de las revoluciones comunistas del siglo XX constituyen también el primer revés real de esta corriente de pensamiento post baconiano, y no un revés accidental. Esto deriva de la lógica interna del pensamiento marxista: al reducir al individuo a una serie de relaciones sociales, Marx estaba convencido que el cambio de la sociedad, “con la expropiación de la clase dominante, con la caída del poder político y con la socialización de los medios de producción”, crearía “ipso facto” al hombre nuevo. Después de una breve fase intermedia de dictadura, nacería la nueva Jerusalén, en la que el hombre sería finalmente él mismo. Los resultados de este pensamiento están a la vista. El fracaso del marxismo no ha sido accidental: ha derivado de su materialismo constitutivo, de no haber comprendido que “el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables” (n. 21).

5. En los dos últimos siglos el ateísmo ha asumido dimensiones masivas. Pero en muchos casos no ha derivado, al menos inicialmente, de un materialismo consciente. Más bien ha sido– escribe Benedicto XVI – “un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia” (n. 42).

En este análisis del ateísmo como moralismo se advierten ecos de cierto progresismo católico de mediados del siglo XX. Así, también para Ratzinger, este ateísmo difundido tiene su origen en determinados límites del cristianismo de los últimos siglos. Se habría erigido en una religión de la salvación individual y habría renunciado a plantear el problema del sentido de la existencia y, por tanto, del sufrimiento humano a nivel histórico universal: “Con esto ha reducido el horizonte de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido” (n. 25, pero también 22 y 42).

He aquí, pues, la autocrítica a la que el Papa invita al cristianismo contemporáneo, y he aquí por qué “Spe salvi” vuelve a plantear la gran cuestión de la “injusticia en la historia”. Y aquí vuelven los temas del agustinismo de Ratzinger: si “el mundo es como una prensa que aprieta”, ¿qué sentido se puede dar a los sufrimientos de los que durante milenios han sido “exprimidos”? Las filosofías de la historia de los siglos pasados han proporcionado el “material” sobre las cuales el progreso construyó su fatigoso camino: el hombre perfeccionado debería haber vuelto la cabeza hacia ellas y haber dicho: “Finalmente hemos llegado a la meta, pero lo logramos también gracias a vuestras tribulaciones”. Esto atribuía un significado meramente instrumental a las innumerables existencias, pero no se trataba de cualquier significado. Ahora, con la crisis irreversible de esas concepciones históricas, con el reconocimiento generalizado de que la historia no tiene “sentido”, esas vidas corren el riesgo de perder definitivamente cualquier significado.

La pregunta que Benedicto plantea al hombre contemporáneo es, por tanto, la siguiente: ¿debemos resignarnos al hecho que la injusticia tenga la última palabra en la historia humana? ¿Que los sufrimientos de los siglos pasados y del presente no tienen redención? Es en esta perspectiva en la que vuelve a hablar con fuerza del “Juicio Final”, no desde una perspectiva apocalíptico-punitiva, sino como elemento de esperanza que restablezca un equilibrio en la economía de la historia del mundo. “Estoy convencido – dice jugándosela en primera persona – de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva” (n. 43).

La perspectiva del juicio final – el Papa insiste también sobre esto – no conlleva la resignación contra las injusticias del presente, al contrario, “cuestiona la responsabilidad” de cada uno (n. 44), nos impulsa a una ética que no es rotundamente eudemonista, sino a “preferir el bien a la comodidad, en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, sabiendo que precisamente así vivimos realmente la vida”. Tal ética “ascética” nos es señalada a veces también por muchos bienhechores contemporáneos: “Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión”, en síntesis, cuando está en juego la vida, “es necesaria la verdadera certeza, la gran esperanza de la que hemos hablado” (n. 39).

En la encíclica de Benedicto XVI, la esperanza cristiana vuelve a asumir así una dimensión también supraindividual, se podría decir cósmico-histórica. Ella se presenta como la única capaz de dar un sentido a la historia universal.

Por SANDRO MAGISTER.

CIUAD DEL VATICANO.

MARTES 17 DE ENERO DE 2023.

SETTIMO CIELO.

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