En el Evangelio de este domingo nos encontramos a Jesús que le queda poco tiempo con sus discípulos y se está despidiendo, les habla con una ternura especial, los llama “hijitos”. Aquella comunidad que ha nacido en torno a Jesús es pequeña y frágil, de allí que Él se cuestione ¿qué será de ellos si se quedan sin su Maestro? Por eso les deja un regalo, una especie de testamento y lo quiere dejar grabado en sus corazones para siempre: “que se amen los unos a los otros”. El amor estaba estipulado ya en el Antiguo Testamento, pero Jesús habla de un amor distinto: “como yo los he amado”; se pone de ejemplo, es un amor distinto, será el distintivo de la nueva comunidad; “y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos”. La comunidad tiene sólo el código del amor. Jesús no pide nada para él o para Dios, sino solamente para el hombre “ámense”, les dice.
Al amor a los demás Jesús le da la novedad, que consiste en amar incluso a los enemigos, ese amor debe caracterizar al discípulo de Jesús, ese amor semejante al del maestro que consiste en amar hasta el sacrificio. Es un amor creativo que debe llegar hasta dar la vida (Jesús muere por todos); es un amor que se traduce en servicio (Jesús lava los pies a sus discípulos). Es un amor que elige la debilidad, está en contra de toda clase de violencia, es un amor que respeta la libertad.
Jesús no deja una doctrina nueva o ritos nuevos, Él deja una actitud que debe caracterizar a sus seguidores en torno a los demás, que es el amor y en eso conocerán que forman parte de su comunidad de discípulos en “que se aman unos a otros”. Ese amor que existe debe ser visible y debe ser reconocido por cualquier hombre, por tanto, se debe manifestar con obras semejantes a las de Jesús.
El amor que Jesús nos ha dejado y quiere que vivamos es un amor sin interés, es amor que es entrega total, un amor que no tiene límites. Un amor que no se queda en lazos familiares, en personas que nos aman, un amor que desborda ritos religiosos, doctrinas, ideologías…
Recuerdo las palabras de un teólogo francés Joseph Moingt, que hacía esta afirmación “La gran novedad de Jesús consiste en haber abierto a los hombres otra vía de acceso a Dios distinta de la de lo sagrado, la vía profana de la relación con el prójimo, la relación vivida como servicio al prójimo”. Su eje central radica en aquella parábola del fin del mundo “vengan benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estuve desnudo y me vistieron, etc. Este teólogo nos hace ver y nos invita a reflexionar que la salvación no pasa solamente por los templos o en la práctica de los ritos, no se queda en aprender doctrinas y recitarlas de memoria; la salvación no es simplemente centrarnos en la relación individual con Dios. La salvación apunta hacia el necesitado, ¿con qué ojos veo al que sufre? ¿Qué hago con el que me necesita?
Este mandamiento que Jesús nos ha dejado nos sigue interpelando como cristianos. Pensemos, ¿cómo y qué tanto amamos? En un mundo como el nuestro, donde los campos de exterminio están al orden del día, donde la deshumanización se muestras con diferentes colores, donde el marcado individualismo está por encima del bien común, esto nos lleva a pensar ¿qué ha sido de nuestro cristianismo? ¿podemos considerarnos cristianos? ¿podemos decir que seguimos los mandatos de Jesús?
Más que una crítica debemos reflexionar ¿qué nos falta por hacer que nos vuelva al amor que Jesús nos pide? Como comunidades cristianas tenemos una gran responsabilidad o compromiso ante este mundo. Como miembros de una sociedad que se degrada de manera estrepitosa, ¿qué podemos hacer? Todos sabemos que nos falta amar, a Dios, amar al prójimo y amar el mundo, pero quizá hemos perdido el rumbo. Como católicos en este Siglo XXI tenemos un gran compromiso y es mostrar nuestro cristianismo no en conocimientos o prácticas, es asunto de vivencia del amor.
Hermanos, estamos ante una exigencia de fe, como Diócesis o presbiterios, como comunidades religiosas, debemos vivir de acuerdo al mandamiento del amor, como comunidades parroquiales o grupos apostólicos, debemos cuestionarnos
¿cómo vivimos el mandamiento de Jesús? Sólo así daremos testimonio de que somos verdaderos discípulos suyos, de lo contrario serán palabras carentes de sentido.
Hermanos, pensemos, en la comunidad de Jesús no hay enemigos, porque los miembros de su comunidad, se aman los unos a los otros. La comunidad de discípulos construye el reino de Dios, amándose los unos a los otros, como Jesús ama. Recordemos, la gloria de Jesús, el mejor signo de su vida y el mejor eco de su verdad es, que nosotros sus discípulos nos amemos los unos a los otros, tomando como referencia, el amor con que Jesús ama a todos.
Hermanos, el amor no se pierde, no se pierde el amor que damos y el dolor con que en ocasiones se reviste el amor, para ofrecerlo a otros. No se pierde el amor. Como el trigo enterrado que, pudriéndose da vida, toda pisca de amor ofrecida, engendra bien, aporta bien, abre futuro; porque creemos que el amor da sentido y plenitud a lo humano. Sigamos anunciando el Evangelio, porque es lo que Jesús nos pidió. El Resucitado nos anima y nos acompaña, anunciemos a todos la Buena Nueva.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
¡Felices Pascuas de Resurrección! para todos.