A cualquier persona que no esté infestada por la vileza, la renuncia del obispo Novell debería producirle una inmensa tristeza. Tristeza ante el espectáculo de una vida quebrada en su misma médula, tristeza ante esa herida abismal que empuja a un hombre a defraudar su compromiso. No hay espectáculo más sobrecogedor que el de un hombre que defrauda un compromiso libremente asumido: la traición a un amigo, la deslealtad a un cónyuge, el repudio de una vocación. Detrás de estas decisiones hay siempre –salvo que quien las adopta sea un pobre tarado o un impostor– mucha agonía secreta, mucho dolor supurante, mucha noche oscura del alma. Y, antes que para la chanza o la execración, deberían servir para la meditación humilde y piadosa. Pues lo que le ha ocurrido al obispo Novell nos puede ocurrir mañana a nosotros, salvo que seamos esas «corazas sin defectos» a las que se refería Péguy:
«No presentan esa puerta a la Gracia que es esencialmente el pecado. […] El amor de Dios no besa aquello que no tiene llagas. El que no está caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado«.
Novell, al menos, tiene la suerte de estar caído y sucio; y, por lo tanto, podrá ser recogido y limpiado. Algo que tal vez no puedan decir quienes lo dejaron caer, después de encumbrarlo. Pues, aparte de la tristeza del caso, debemos señalar la burocracia ciega e impersonal de una sociedad eclesiástica que descuida el discernimiento en las vocaciones, que renuncia a la corrección fraterna (y Novell llevaba muchos años pidiéndola a gritos) y que, en fin, deja de ser Verónica y Cirineo para quienes viven un Calvario. ¿Cómo es posible que los fieles y sacerdotes de Solsona no repararan en la deriva de su obispo? ¿Cómo es posible que sus hermanos mitrados no se agacharan para limpiarle el rostro o cargar con su cruz, viéndolo postrado en tierra? Esta Iglesia sin celo ni amor, rutinizada, desvinculada, enferma de solipsismo, que ha perdido la perspicacia para corregir y consolar, que deja enfermar a un hermano sin advertir que está enfermo, nos recuerda aquel brutal diagnóstico de Voltaire:
«Entran sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse«.
En estos días se ha especulado truculentamente con la posibilidad de que el obispo Novell estuviese poseído diabólicamente. Pero no debemos olvidar que, cuando toma posesión de sus víctimas, el demonio ni siquiera logra conquistar su voluntad (conformándose con privarlas de ella); por lo que no puede decirse que el poseso peque ni, por lo tanto, condene su alma. ¿Qué propósito tendría entonces la posesión diabólica? El objetivo del demonio no es nunca el poseso, sino nosotros, los observadores. Quiere que desesperemos por no ser «corazas sin defectos», quiere que rechacemos nuestra humanidad frágil, quiere que nos veamos como bestias, como seres viles e inmundos, horribles e indignos de ser amados por Dios. Pero Dios, que ve en lo oscuro de nuestras llagas, está dispuesto a besarlas. También las del obispo Novell.
Publicado en ABC.