No ofendan más a Dios, pues ya está muy ofendido

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

No han faltado, por la gracia de Dios, expresiones de cariño y reconocimiento a las mamás, así como a los maestros y maestras, conforme a nuestras tradiciones durante este mes de mayo. Dirijo esta reflexión, especialmente a los que tenemos la responsabilidad de apoyar en el crecimiento humano y espiritual de las personas.

         El encuentro con Cristo consolida y consagra el deseo natural de hacer bien las cosas y de conducirnos de acuerdo a los parámetros de la paz y la justicia. Sin dejar de exigirnos y de mejorar como personas, asumimos esta misión de velar por la felicidad y el crecimiento integral de los demás.

Sin embargo, en la experiencia de todos los días vamos sintiendo el cansancio y la frustración cuando las cosas no cambian y cuando las personas no mejoran. Solemos cuestionarnos sobre el sentido de todos los esfuerzos y sacrificios, al grado de preguntarnos para qué ha servido todo eso, si no se ve un cambio.

Esta constatación provoca desánimo y frustración cuando las personas no cambian, ni agradecen, ni reconocen lo que se hace. En la familia, en la Iglesia y en otros sectores se asoma la tentación de claudicar o abandonar la misión, para dejar las cosas y las personas a su suerte.

Cuando se llega a un extremo como este, los cristianos no podemos olvidar que somos enviados. Además de que comulgamos con el bien, la paz y la justicia debemos reafirmar la conciencia de que somos enviados por Dios. No es únicamente mi iniciativa personal, ni mi palabra la que comparto, sino la obra que Dios me confía.

Para no desmoralizarse ni claudicar en la misión que realizamos en la familia, en la Iglesia y en la sociedad es fundamental sentirnos enviados. Considero, sobre todo, la labor de los padres de familia cuando a veces no hay buenos resultados o se complican las situaciones familiares. A pesar de que no se note el cambio ni se vean los resultados, no hay que dejar de hacer el bien e insistir porque uno hace las cosas en el nombre de Dios. Si los demás no lo reconocen ni lo agradecen, Dios bendice todo lo que se hace por amor.

         En segundo lugar, hay que seguir haciendo el bien porque Dios va a pasar a donde realizamos esta labor. Hay que hacer las cosas, aunque las personas no cambien ni agradezcan, porque el Señor va a pasar. Nos envía porque él va pasar a esos lugares y hogares donde construimos la vida con su palabra. Él va completar esta obra que iniciamos en su nombre. Nos envía, pues, por delante porque quiere pasar.

         A pesar de las rivalidades históricas entre judíos y samaritanos, Jesús se atrevió a entrar en Samaria y conversar con la Samaritana a quien le cambió la vida. Años después los apóstoles regresaron y lograron la conversión de Samaria, a través de la predicación de Felipe.

Hay que hacer lo que nos corresponde, aunque no cambien las personas, porque Jesús va a pasar, se va hacer presente y lo que nosotros no logramos él lo va lograr. Hasta los lugares más difíciles son transformados por la acción del Espíritu Santo, como sucedió en Samaria.

         También la santísima Virgen María regresa sobre los lugares donde se anunció al Señor. Fátima, como el evangelio, nos hace el llamado a la conversión. Esta invitación, en Fátima, adquiere un tono maternal y de ternura que nos conmueve: “Es preciso que los hombres se enmienden, que pidan perdón de sus pecados… Que no ofendan más a Nuestro Señor, que ya es demasiado ofendido”.

Muchos ofenden y desprecian a Dios. Por lo menos que no sea así entre nosotros. La Virgen de Fátima no viene con amenazas ni anunciando castigos, sino con un corazón de madre a decirnos que Dios ha sido muy ofendido, que no lo ofendamos más.

         Lo que pasa en el mundo no solo nos afecta a nosotros, sino también afecta al Señor. Dios es el Todopoderoso y lo buscamos por consuelo y protección, pero caemos en la cuenta que él también necesita de nuestro consuelo ante los asesinatos, secuestros, desapariciones, violencia y corrupción. Si muchos hombres lo ofenden y desprecian, por lo menos nosotros consolemos a Dios y dejemos de ofenderlo, pues como dice el cardenal Robert Sarah:

         “Dios no quiere el mal. Y, sin embargo, permanece asombrosamente silencioso ante nuestras pruebas. A pesar de todo, el sufrimiento, lejos de cuestionar la Omnipotencia de Dios, nos la revela. Oigo aún la voz de ese niño que, llorando, preguntaba: ‘¿Por qué Dios no ha evitado que maten a papá?’. En su silencio misterioso, Dios se manifiesta en las lágrimas derramadas por ese niño y no en el orden del mundo que justificaría esas lágrimas. Dios tiene un modo misterioso de estar cerca de nosotros en nuestras pruebas, está intensamente presente en ellas y en nuestro sufrimiento. Su fuerza se hace silenciosa porque revela su infinita delicadeza, su amorosa ternura por los que sufren. Las manifestaciones externas no son, obligatoriamente, la mejor prueba de cercanía. El silencio revela compasión, la participación de Dios en nuestro sufrimiento. Dios no quiere el mal. Y cuanto más monstruoso es el mal, más evidente resulta que Dios es, en nosotros, la primera víctima”.

La Virgen se apareció a los niños y les encargó transmitir este mensaje, porque los niños no cambian ni retuercen las cosas, sino que transmiten con emoción y fidelidad lo que reciben de la Virgen.

         Al escuchar el tono maternal del mensaje de Fátima no dejo de pensar en las palabras de Jesús a Santa Margarita María Alacoque: “He aquí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que no se ha reservado nada hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y en respuesta no recibo de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sus sacrilegios, ya por su frialdad y desprecio con que, me tratan en este Sacramento de Amor”. Y al final le dice estas palabras llenas de ternura: “Al menos tu ámame”.

         La belleza, la ternura y el amor triunfarán. Así lo hizo saber la Virgen en Fátima: “Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará”. Este mensaje de María me recuerda la visión de Juliana de Norwich:

“En una ocasión, nuestro buen Señor me dijo: «Todas las cosas acabarán bien»; en otra ocasión: «Y tú misma verás que todo acabará bien» … Hay una obra que la Santísima Trinidad realizará el último día, según yo vi. Pero qué será esta obra y cómo será realizada es algo desconocido para toda criatura inferior a Cristo, y así será hasta que la obra se lleve a cabo… Y quiere que lo sepamos porque quiere que nuestras almas estén sosegadas y en paz en el amor, sin hacer caso de ninguna preocupación que pudiera impedir nuestra verdadera alegría en él”.

Al final, triunfará el Inmaculado Corazón de María y todo estará bien, como se le reveló a Juliana de Norwich; a lo que añadió Oscar Wilde: “Y si no está bien, entonces es que aún no ha llegado el fin”.

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