María es representante de la humanidad en apuros

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

La tradición de la Iglesia se detiene con recogimiento y devoción delante de las siete últimas palabras que Jesucristo pronunció antes de su muerte. De la misma forma se fija en las contadas palabras que pronunció la Virgen María a lo largo de su vida, en las que encuentra incontables enseñanzas.

María habló poco en los evangelios, pero lo que alcanzó a decir está lleno de una profundidad que sigue iluminando y enamorando la vida de los fieles. Además de sus palabras, también el silencio de María es sumamente elocuente para referirse a la fe y al misterio de Dios.

No se puede decir nada más grande de María que llamarla madre de Dios, como insisten los santos. José María Cabodevilla lo expresa con asombro: “Decimos madre de Dios y lo decimos tranquilamente, con la misma naturalidad con que decimos la madre de Carlos o de Carlota. Sin embargo, esa expresión está reclamando nuestro estupor, incluso cierta resistencia, cierto escándalo. Madre de Dios. En el límite del lenguaje y al borde mismo del absurdo, hemos tenido que hablar así: Dios, que es incapaz de hacer otro Dios, hizo lo más que podía hacer, una madre de Dios”.

Dentro de esta admiración que suscita la madre de Dios, incluso Martín Lutero, en su comentario al Magnificat (1520-1521), llega a afirmar: “La humanidad ha resumido toda su gloria en una sola frase: la Madre Dios. Nadie puede decir algo más grande de ella, aunque hablara tantas lenguas como hojas hay en los árboles”.

El cardenal Francis George, refiriéndose al cardenal Newman que relacionó el misterio de la encarnación con la devoción a María, afirma: “La devoción protege a la doctrina; sin una devoción apropiada, una doctrina disminuye en su influencia en la vida cristiana. En concreto, relacionó la doctrina de la Encarnación del Hijo Eterno de Dios en Jesús de Nazaret a la devoción a María como la Madre de Dios. Debido a que Jesús tuvo una madre humana, Él es verdaderamente hombre; debido a que Jesús es Dios, María es la Madre de Dios. La devoción a María como Madre de Dios protege nuestra creencia en Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre. La misión de María en la historia de la salvación es fortalecer nuestra fe en la doctrina de la Encarnación”.

Los evangelios recogen siete palabras de María, aunque la última se la dedica Jesús: “¿Cómo será esto puesto que yo permanezco virgen?” (Lc 1, 34); “He aquí la esclava del Señor. Cúmplase en mí lo que me has dicho” (Lc 1, 38); “Mi alma glorifica al Señor…” (Lc 1, 46-55); “Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia” (Lc 2, 48); “Ya no tienen vino” (Jn 2, 3); “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 5); “Mujer, he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre” (Jn 19, 26-27).

Estas palabras de María, infinitas en su significado, se dieron en el contexto de la anunciación del ángel, en la visita a su prima Santa Isabel, en el templo de Jerusalén, cuando se perdió su hijo Jesús a los 12 años, y en las bodas de Caná. Delante del ángel pronuncia su primera palabra y en Caná pronuncia sus últimas palabras.

En Caná de Galilea interviene, primero hablando con Jesús: “Ya no tienen vino”; y, después, dando indicaciones a los sirvientes: “Hagan lo que él les diga”. Podemos destacar dos aspectos en la vida de María.

En primer lugar, la Virgen es una madre que toma la iniciativa y se adelanta a las dificultades. María es una madre preocupada de lo que no tengo y se da cuenta de lo que no soy. Nos hace ver que podemos tener todo, pero nos falta lo esencial, cuya carencia puede arruinar la gran fiesta de la vida.

En efecto, María es la representante de la humanidad en apuros, de todos aquellos que están perdiendo la alegría y la esperanza. Como una verdadera madre, que es capaz de interceder y de rogar por sus hijos, María apresura la hora de la intervención de Jesús.

Si en Caná María, por su corazón de madre, intervino sin que nadie se lo pidiera, imagínense qué no hará por nosotros si se lo pedimos con fe y devoción. San Alfonso María de Ligorio decía: “Ante Dios, los ruegos de los santos son ruegos de amigos, pero los ruegos de María son ruegos de Madre”.

María estaba ahí, justamente, como estará también más adelante al pie de la cruz de su hijo. Como María, un cristiano debe aprender a estar allí, en el momento exacto, a la hora del dolor, de la angustia y de la necesidad. Tanto en el Calvario como en Caná, Jesús no la llamará “madre”, sino “mujer”, para constituirla como la nueva Eva que está al lado del nuevo Adán en la obra de la redención.

Su segunda intervención en Caná es para decir a los sirvientes y para decirnos a nosotros, casi en un tono de testamento espiritual: “Hagan lo que él les diga”. Lo que cambia la vida y devuelve la alegría, lo que nos asegura un rumbo cierto es escuchar a Jesús y estar dispuestos a realizar lo que él nos pide.

El milagro de Jesús siempre va más allá de lo que se le pide. Jesús no solo salva la fiesta, sino que al convertir copiosamente el vino (600 litros de vino), anuncia el esplendor y la alegría de las bodas mesiánicas a las que nosotros estamos invitados.

Las palabras de María nos conectan inmediatamente con las palabras de Jesús en la última cena y que volvemos a escuchar con devoción y solemnidad en el momento de la consagración durante la santa misa. María dijo: “Hagan lo que él les diga”. Y Jesús nos dice, a través de los apóstoles: “Hagan esto en conmemoración mía”. Las palabras de María, como las de Jesús, tienen que ver con el vino, con su sangre derramada por nosotros, y con la alegría y la fiesta que trae a nuestra vida, cuando el Señor nos alimenta con su cuerpo y con su sangre.

¡Cómo recordaría Jesús las palabras de su madre en la última cena! Jesús seguramente también recordó las palabras de su madre en la anunciación: “Cúmplase en mí lo que me has dicho”, cuando en la sinagoga de Nazaret dijo: “Hoy se cumple en mi persona esto que acaban de escuchar”.

Por intercesión de María pidamos que no nos falte el vino del amor y con la oración del P. José Luis Martín Descalzo pidamos por las familias y por los matrimonios en crisis:

“Señor, aquí tienes nuestra vida destrozada como una mesa después de un banquete. Hace ya doce años nos casamos amándonos. Tú lo sabes muy bien. Ella era para mí lo mejor de este mundo. Yo era para ella el sueño de su vida. Nos juramos amor y amor eterno. Aquel día me habría parecido imposible este frío de hoy. Mas ya lo ves: ya no tenemos el vino, el amor se fue yendo entre los dedos como un puñado de arena, y hoy estamos vacíos, soportándonos, casi como dos que se odian. ¿Y por culpa de quién? ¿Cómo saberlo? Por culpa de los dos, seguramente. A lo largo del tiempo malgastamos el vino del amor y un oscuro vinagre de egoísmos nos fue llenando el alma. Y ahora estamos aquí y aún tal vez nos queremos, pero también nos odiamos, y se acerca ese día en que el uno y el otro no nos importamos, como dos desconocidos. ¿No podrías volver Tú a nuestra casa lo mismo que estuviste el día de la boda? Si nuestro vino se convirtió en agua ¿no sabrás Tú volver el agua en vino y el hastío en amor? Mira, a la puerta del alma hay seis cántaros llenos de vacío que esperan tu palabra. No te pedimos nada. Tan sólo te decimos lo mismo que tu madre el día de Caná: Señor, ya no tenemos vino, no tenemos amor. ¡Esta es tu hora! Si Tú quisieras, si Tú nos ayudaras, hoy podría empezar para nosotros el vino mejor de nuestro matrimonio”.

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