Los que mueren en Jesús, Dios los llevará con él.

Mons. Rutilo Muñoz Zamora
Mons. Rutilo Muñoz Zamora

Hermanos: no queremos que ignoren lo que pasa con los difuntos, para que no vivan tristes, como los que no tienen esperanza. Pues, si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual manera debemos creer que, a los que mueren en Jesús, Dios los llevará con Él.
(1Tes 4,13-14).

El texto para reflexionar es el inicio de la lectura segunda de este domingo XXXII, Ef 4, 13-14, que nos lleva a replantearnos la experiencia límite de la vida humana como es la muerte, el termino de la etapa terrena de toda persona.

Para la mayoría de nosotros no es tema ordinario de conversación el hablar de la muerte  como experiencia natural o normal de nuestra vida. De ordinario lo evitamos, o quizás lo pensamos cuando ya estamos en la etapa final. ¿Por qué rehuimos hacerlo? Hay varias razones. En las etapas de la niñez, adolescencia y juventud la misma fuerza del desarrollo de nuestra vida nos hace pensar que tenemos mucho camino por recorrer, que hay bastante por vivir. Solo si llega una enfermedad fuerte en este tiempo, entonces, pensamos en la posibilidad de morir. En el ambiente social se habla de muertes, de personas que fallecen diariamente por enfermedades, accidentes, violencia, etc. Y de esto tenemos todos los días noticias del mundo entero. Y más hoy por la pandemia del Covid-19 en que, cada día, se dan las cifras pormenorizadas. Pero realmente poco se aborda como realidad existencial, que tiene un sentido fundamental en el proyecto de nuestra vida, que se debe asumir con serenidad y madurez, sin miedo.

Se puede abordar la realidad y el sentido de la muerte desde diferentes ámbitos: clínico, antropológico, filosófico, teológico-religioso, etc. En el aspecto meramente humano se considera como el último límite antropológico de la existencia humana. La muerte se presenta como ese límite del cual no podemos eludirnos. No podemos saber, conocer, ni mucho menos explicar, que hay después de la muerte. La muerte es el gran proyecto, es el fin totalizador. En la muerte acaba la conciencia del hombre, diluyéndose en lo desconocido.

Es interesante lo que nos dice Rafael E. Aguilera: debemos ver a la muerte en su completa desnudez, descontaminada de nosotros, desenmascarada; tenemos que quitarle esa «personalidad», o más bien, dejarla de concebir como persona (máscara). Mascara construida por la sociedad y el superyó. Hay que dejarla de ver fuera de nosotros, y verla dentro, no como aquel fantasma, doble, espíritu o alma que refleja nuestro propio ser, sino como una realidad, como elemento constituyente de nosotros y nuestro mundo (1). Efectivamente la muerte no es una realidad extrínseca autónoma, aún cuando en algunas culturas aparezca representada así y con un gran poder para dominar a la humanidad.

Para los creyentes ¿qué sentido tiene la muerte? ¿Cómo la debemos considerar? Desde luego que la asumimos desde la fe, que nos da una visión diferente, especial. No es lo último ni definitivo, no trunca nuestra vocación, nuestro proyecto existencial. Es el paso para trascender, para asumir una etapa nueva de vida, después de terminar la terrena, es participar de la vida eterna con Dios.

En el texto de la carta a los Efesios, San Pablo nos impacta con este mensaje esperanzador: no queremos que ignoren lo que pasa con los difuntos, para que no vivan tristes, como los que no tienen esperanza. Por tanto, estamos seguros que creer en Jesucristo ilumina plenamente nuestra existencia, es participar de la vida en plenitud, desde esta etapa terrena hasta la eterna. Pues, si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual manera debemos creer que, a los que mueren en Jesús, Dios los llevará con Él.

En otro texto (Fil 1, 21-24), San Pablo manifiesta una gran inquietud por decidir si seguir viviendo en este mundo para continuar anunciando el mensaje de salvación y sirviendo a sus hermanos; o ir ya al encuentro del Señor Jesús, teminar su vida terrena para ir al cielo. Y resalta muy convencido: En efecto, porque Cristo es para mí la razón de vivir, morir es una ganancia.

El Papa Francisco dice: la fe que profesamos en la resurrección nos lleva a ser hombres de esperanza y no de desesperación, hombres de la vida y no de la muerte, porque nos consuela la promesa de la vida eterna radicada en la unión a Cristo resucitado. Esta esperanza, reavivada en nosotros por la Palabra de Dios, nos ayuda a asumir una actitud de confianza frente a la muerte: de hecho, Jesús nos ha demostrado que la muerte no tiene la última palabra, sino que el amor misericordioso del padre nos transfigura y nos hace vivir la comunión eterna con Él. (2)

Al ir concluyendo un año más de vida como creyentes, el haber estado celebrando semana a semana el misterio de nuestra fe, sobre todo animados por las misas de domingo, es importante el reafirmar nuestra confianza total en Cristo, el Señor, que nos hace participar plenamente de la vida, y la vida eterna. Desde esta etapa terrena se va dando esta transformación por la práctica de la caridad, signo por excelencia de la vida de Dios en nosotros. Esta fe en Cristo Resucitado nos da una visión totalmente nueva y llena de esperanza para el presente y el futuro de la vida humana y de hijos de Dios. Para el que vive el amor de Dios y lo comparte a manos llenas con los demás, el termino de esta etapa terrena, la muerte, es un paso para unirse más profundamente con Cristo Resucitado, que incluye que al final de los tiempos, en la parusía, se realizará la misma resurrecciòn de nuestros cuerpos.

(1) Rafael E. Aguilera Portales. La muerte como límite antropológico. El problema del sentido de la existencia humana. En Gaceta de Antropología, 209, 25 (2), pag. 3.

(2) Homilía del 3 noviembre de 2017.

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Obispo de la Diócesis de Coatzacoalcos