Libertad, Igualdad, Fraternidad.

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Todas las ideologías de todos los partidos políticos del arco parlamentario – y la mayoría de los que están fuera de las instituciones, lo mismo – se fundan en el lema de la Revolución Francesa y de la masonería: libertad, igualdad y fraternidad. Casi nadie cuestiona ya estos tres principios, que son las tres columnas que sustentan los modernos “Estados de Derecho”.

Los únicos contrarrevolucionarios que quedamos somos los católicos que, por pura gracia de Dios, hemos visto lo que se esconde detrás de esas palabras tan bonitas y seductoras (y no se engañen: no se puede ser católico y liberal. El liberalismo es pecado).

 

LIBERTAD

 

La Libertad liberal significa rebelión contra la soberanía de Dios y su santa ley[1]. Significa que el hombre es un fin en sí mismo: no solo porque no pueda o no deba ser “instrumentalizado” o utilizado por otras personas para sus propios fines (obviamente, el hombre no es ni debe ser considerado como un “recurso humano” para obtener beneficios); sino porque la finalidad del hombre – su fin último – es el propio hombre: y no Dios. Que el hombre no ha sido creado por Dios y para Dios. Que el fin del hombre no es sobrenatural, no es el cielo; sino que el fin para el que ha sido creado el hombre es para sí mismo. El mundo moderno liberal rechaza el Reino de Dios y lo combate para establecer el “Reino de los Fines” kantiano. Dios no es soberano, no es Rey: lo es el hombre. No hay que santificar el nombre de Dios, no queremos que venga su Reino, no hay que hacer su Voluntad en la tierra como en el cielo. El hombre quiere que se haga su voluntad de hombre. Por eso, el hombre sin Dios odia a Dios y a quienes queremos a Dios como Señor. El mundo moderno es el “Anticristo”, el “Contra Dios”, el “Anti Padre Nuestro”. Nada hay más contrarrevolucionario hoy que rezar el Padre Nuestro.

Podemos rastrear esta idea, de largo recorrido, hasta llegar a Pico della Mirandola:

“Cuando Dios terminó la creación del mundo, empieza a contemplar la posibilidad de crear al hombre, cuya función será meditar, admirar y amar la grandeza de la creación de Dios. Pero Dios no encontraba un modelo para hacerlo. Por lo tanto se dirige al primer ejemplar de su criatura, y le dice: “No te he dado una forma, ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no tendrás límitesTú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la Tierra, ni del Cielo. De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos.”

Siglo XV: Renacimiento. Italia. El hombre es el centro del universo y su fin no es Dios, sino amar la grandeza de la creación de Dios; es decir, este mundo: no el cielo. Serás lo que quieras, sin límites: tú establecerás tus propios límites según tu libre albedrío, según tu propia voluntad. Podrás transformarte a ti mismo en lo que quieras. Las leyes “trans” no podrían tener mejor justificación filosófica ¡Absolutamente actual Pico della Mirandola! Un verdadero adelantado que anticipa hace seiscientos años el liberalismo y  la ideología de género. Es el llamado “humanismo” renacentista: el tan alabado “antropocentrismo” que termina con siglos de “oscurantismo medieval”: todo mentiras que se inyectan en vena a nuestros niños y adolescentes para apartarlos de Dios e imbuirlos desde pequeñitos en los incuestionables dogmas liberales. Paradójicamente, quienes combaten los dogmas del cristianismos son expertos en establecer los suyos propios hasta el punto de condenar al ostracismo, a la muerte social, a cualquiera que se atreva a cuestionarlos o a criticarlos.

Claro está que ese concepto de libertad de la Revolución Francesa, hija de “las Luces” (de Lucifer), anticipada por el “humanismo antropocéntrico” del Renacimiento, se puede seguir rastreando hasta el principio de la historia: hasta nuestros primeros padres que, engañados por la Serpiente, desobedecieron la ley de Dios porque ellos no se querían someter a la voluntad de Dios, sino hacer su propia voluntad. Adán y Eva querían ser como Dios y establecer ellos sus propias leyes, levantándose contra su Creador y desobedeciéndolo.

La libertad liberal moderna – antropocéntrica, humanista, personalista – es la libertad luciferina que proclama el non serviam! Yo no serviré a Dios: me serviré solo a mí mismo. Seré autónomo: no heterónomo ni mucho menos teónomo. No será Dios el Señor de mi vida, sino que yo me enseñorearé a mí mismo, me daré el poder a mí mismo (empoderar o empoderarse, dicen los modernos). Yo me autodetermino, me autoposeo y nada ni nadie – ni siquiera Dios – puede imponerme mandamientos ni leyes ni verdades. Yo seré mi causa primera, seré mi propio creador y no admito ninguna causa primera por encima de mí. La criatura (creatura) se rebela contra su Creador, porque quiere ser dios. La soberbia es el origen de todos los males: la humildad, el principio de la santidad.

Y si la finalidad del hombre es el propio hombre, su fin último será la muerte, el polvo y la nada. Y si su fin es la nada, la felicidad no puede ser otra cosa que la fornicación y la satisfacción de los placeres: gozar, disfrutar de la vida, de esta vida terrena, porque no hay otra, no hay nada más allá y si lo hay, resulta irrelevante. Cuenta el aquí y el ahora. Y no hay otra felicidad que el orgasmo, la masturbación, la orgía, la fiesta, el botellón, las experiencias y la adrenalina. Y luego la nada. Por eso los modernos promueven la prostitución y la pornografía y quieren pervertir a los niños desde su más tierna infancia para que descubran su propio cuerpo y “sean felices” tocándose a sí mismos y a los otros; o peor aún, dejándose tocar por pederastas asquerosos. Por eso promueven la legalización de la pederastia como una opción de género más, como cualquier otra. La felicidad es un desfile del orgullo LGTBI con degenerados follando por la calle y blasfemando contra Dios. De los hijos de Lucifer no se puede esperar otra cosa que depravación, blasfemias y sacrilegios. “Dios ha muerto y los Mandamientos han sido abrogados. Nada es pecado. Todo vale. Hay licencia para todo.” La modernidad supone el triunfo del libertinaje: de la libertad sin freno moral alguno.

Escribe Juan Manuel de Prada[2] en un artículo antológico publicado recientemente:

“Cuentan que, cada vez que algún colaborador llegaba diciéndole: «Yo haré esto de aquí a quince días, o de aquí a ocho días», san Ignacio de Loyola se mostraba perplejo y decía: «¡Cómo! ¿Y tanto pensáis vivir?». Esto ocurría porque san Ignacio concebía la vida como un viaje que tenía un fin (un término, pero también una finalidad, una razón de ser), conformándose con realizarlo cada día; pero el progresista no concibe la vida como un viaje con un fin, sino como un viaje sin fin o un peregrinaje sin meta, delirio que le exige estar progresando siempre (hacia un horizonte imaginario o hacia un abismo cierto).”

El abismo ya lo tenemos delante y lo llaman “el gran reseteo”: el reinado del Anticristo.

Pero para quienes tenemos a Cristo como Señor, nuestro viaje, nuestra vida, tiene un fin, una razón de ser y una meta: el cielo, Dios mismo, que es Principio y Fin.

 

IGUALDAD

 

La Igualdad, coloca a todas las personas en el mismo nivel – el más bajo – negando las diferencias y la individualidad de cada uno y, sobre todo, anulando la distinción fundamental entre quienes reconocen a Cristo como único Dios y Señor y quienes lo rechazan.[3]

La modernidad liberal no concibe que haya hombres y mujeres que se salven y otros que no. Porque eso va contra el principio de igualdad de la Revolución. Los liberales establecen el derecho universal a la salvación y “nada ni nadie puede negarles la entrada al cielo”[4]. Nada desquicia más a un liberal que el concepto católico de predestinación. No le cabe en la cabeza a un moderno que Dios pueda elegir a unos y condenar a otros: “A los que de antemano eligió también predestinó” (Rom. 8, 29).

Escribe Wanderer en su artículo “Derecho universal a la salvación que para los modernos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, “Dios cometería un flagrante acto de discriminación si negara la felicidad eterna a un hombre por no estar bautizado, o por llevar una vida sexualmente desordenada, o por no participar del culto de la Iglesia, o por infringir cualquiera de los Diez Mandamientos.”

Pero Wanderer pone el dedo en la llaga: “aunque el Sembrador siembra para todos, no toda la semilla cae en tierra firme y fértil. Muchas son las semillas, pero pocas las elegidas para que den fruto, y lo den en abundancia.

Y sigue Wanderer:

Nuestro Señor en su Evangelio y toda la Revelación divina señalan una realidad que resultó difícil de entender desde siempre, y mucho más en los momentos actuales: la Salvación se ofrece a todos, pero no todos la reciben. La Sangre de Cristo se derramó por muchos, pero no por todos los hombres, porque los elegidos son pocos, apenas un grupo pequeño de entre todos los llamados. Y nos gusten más o menos estas palabras; nos suenen más o menos inapropiadas para los oídos contemporáneos, lo cierto es que están allí, y ni una iota puede ser quitada de ellas.

No todos se salvan. No todos van al cielo. Hay cielo, hay infierno y hay purgatorio: es de fe. No hay salvación fuera de la Iglesia:

“El que crea y se bautice se salvará. El que no crea se condenará” (Marcos, 16, 16)

Los santos, los justos, se salvan. Los hijos de la ira se condenarán. Y al final de los tiempos, el Señor separará el trigo de la cizaña y podrán a los santos a su derecha y a los condenados a su izquierda y unos irán a la vida eterna y los otros al suplicio eterno[5].

Los hijos de Dios y los hijos de Lucifer no somos iguales. Los que proclamamos que Jesús es el Señor de nuestra vida y de la historia y del universo no somos iguales que los “fines en sí mismos”. No es igual poner a Cristo en el centro de la vida que ponerte a ti mismo. Por eso debemos pedir con temor y temblor que el Señor nos cuente entre sus elegidos y nos libre del mal y del pecado; que Dios nos perdone nuestros pecados y nos libre de la tentación para que no nos perdamos en el camino hacia el cielo. Que el Señor nos santifique por su gracia: Cristo es el Pan de Vida y quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna. Estemos listos como las vírgenes sabias que tenían el aceite de las lámparas preparado para cuando llegara el Esposo y no seamos como los necios que piensan que van a vivir para siempre y que la muerte no va con ellos. El viaje tiene un fin (y una finalidad). Y el día y la hora en que venga el Amado a llamar a nuestra puerta sólo Dios lo sabe.

 

FRATERNIDAD

 

“Finalmente, la fraternidad busca establecer una sociedad en la que los hombres puedan ser hermanos sin ninguna referencia a la paternidad divina de Dios o pertenencia a la familia de los redimidos en Cristo.”[6]

Señala Mons. Viganò:

Pero si se rechaza la paternidad de Dios, ya no queda paternidad ni en el orden natural, ya que la natural refleja la de Dios. De ahí la aversión teológica a la familia natural y al niño por nacer. Si Dios no murió por nosotros en la Cruz, no puede haber más sufrimiento, dolor y muerte, porque el dolor nos ayuda a entender el sentido del sacrificio y aceptarlo por amor a Aquel que derramó su Sangre por nosotros. Si Dios no es amor, ya no puede haber amor entre los hombres, sino mera fornicación y satisfacción carnal, porque si deseamos el bien ajeno tenderemos a transmitir al prójimo el don más valioso que hemos recibido: la Fe, y no podremos abandonarlo dejando que se despeñe en el abismo en nombre de un concepto pervertido de la libertad. No son ateos; no niegan la existencia de Dios; en realidad lo odian, al igual que lo odia Lucifer.

El Cardenal Raymond L. Burke da en el clavo en un artículo publicado en La Brújula Cotidiana, el 16 de febrero de 2021, titulado “Todos tiene el deber de luchar contra la mentira en la Iglesia” (subrayados míos):

“Una manifestación alarmante de la actual cultura de la mentira y la confusión en la Iglesia es la confusión sobre la propia naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo. Hoy escuchamos cada vez más a menudo que todos los hombres son hijos de Dios y que los católicos tienen que relacionarse con las personas de otras religiones y de ninguna religión como si fueran hijos de Dios. Ésta es una mentira fundamental y fuente de una de las confusiones más graves.

Todos los hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero desde la caída de nuestros primeros padres, con la consiguiente herencia del pecado original, los hombres sólo pueden llegar a ser hijos de Dios en Jesucristo, Dios Hijo, a quien Dios Padre envió al mundo para que los hombres volvieran a ser sus hijos por medio de la fe y el Bautismo. Sólo a través del sacramento del Bautismo nos convertimos en hijos de Dios, en hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito. En nuestras relaciones con las personas de otras religiones o sin religión ninguna debemos mostrarles el respeto que merecen quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero, al mismo tiempo, debemos dar testimonio de la verdad del pecado original y de la justificación por el Bautismo. De lo contrario, la misión de Cristo, su encarnación redentora y la continuación de su misión en la Iglesia carecen de sentido.

No es cierto que Dios quiera una pluralidad de religiones. Envió a su único Hijo al mundo para salvar al mundo. Jesucristo, Dios Hijo Encarnado, es el único Salvador del mundo. En nuestras relaciones con los demás, debemos dar siempre testimonio de la verdad sobre Cristo y la Iglesia, para que los que siguen una religión falsa o no tienen religión alguna reciban el don de la fe y busquen el Sacramento del Bautismo.

La única fraternidad es la de los hijos de Dios por el bautismo, miembros de la única Iglesia verdadera. Y todos están llamados a bautizarse, a salvarse por el único que nos puede salvar de la esclavitud del pecado: el Cordero de Dios, el Mesías, Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

 

CONCLUSIÓN

 

Nada sin Dios. Soy un inadaptado, antimoderno, antiguo, antikantiano, teocéntrico; siervo de Cristo, que es mi Señor; hijo de Dios y de María Santísima, por la gracia de Dios.

La Revolución es rebelión contra Dios y contra sus Mandamientos y combatirla es una obligación de cualquiera que proclame que Cristo es el Señor. Bajo el aparente ropaje de honorabilidad, moderación y modernidad del Liberalismo ya saben ustedes quién se esconde: el Enemigo.

(Sí, no se engañen: no se puede ser católico y liberal. El liberalismo es pecado: creo haber dejado claro por qué).

 


[1] Entrevista de Mike Hickson a Mons. Carlo María Viganò en Life Site New, replicada por Maco Tosatti en Stilum Curiae.

[2] JUAN MANUEL DEL PRADA, 2050, publicado en el diario ABC del sábado 22 de mayo de 2021.

[3] Entrevista de Mike Hickson a Mons. Carlo María Viganò en Life Site New, replicada por Maco Tosatti en Stilum Curiae.

[5] E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna. (Mateo 25, 46)

[6] Entrevista de Mike Hickson a Mons. Carlo María Viganò en Life Site New, replicada por Maco Tosatti en Stilum Curiae.

çPEDRO LUIS LLERA.

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