Durante décadas, el arzobispo Charles Chaput ha sido una gran voz profética para la Iglesia de Estados Unidos. Ha sido el guardián sobre los muros de Jerusalén, discerniendo y proclamando la verdad al pueblo de Dios. Si bien hace más de un año que se ha retirado, sigue llevando a cabo ese trabajo. Su libro, Things Worth Dying For: Thoughts on a Life Worth Living [Cosas por las que vale la pena morir. Reflexiones sobre una vida que vale la pena vivir], es la voz del guardián. Se trata de una amplia reflexión que aborda cuestiones como: de dónde venimos, dónde estamos ahora y dónde deberíamos querer ir si queremos que la vida tenga un significado.
Al principio del libro, el arzobispo utiliza la frase «recuerdos de cosas por las que vale la pena morir». Es una expresión curiosa para la mente moderna. Memoria y muerte no significan mucho para nosotros. No sabemos qué hacer con el pasado e intentamos engañar constantemente a la muerte. Es difícil pensar en una cultura que esté más desvinculada del propio pasado y que tenga más miedo de la muerte que la nuestra. Sin embargo, estas dos cosas -memoria y muerte- dan forma y contexto al libro del arzobispo emérito. Naturalmente, la tentación es considerarlos temas previsibles para un hombre retirado. Tal vez lo sean, pero esto no implica que sean menos importantes. Y deberíamos recordar la sabiduría de estos hombres. Porque la memoria no es mera nostalgia y la muerte no es solo muerte, sino que son, más bien, lo que dan sentido a la vida.
Uno de los vicios más evidentes de nuestra cultura es la impiedad, el desprecio y el abandono de nuestro «patrimonio». Es una amnesia deseada, un olvido deliberado. Es este rechazo del pasado lo que ha hecho de nosotros lo que somos y que paraliza, por tanto, nuestra capacidad de conocernos a nosotros mismos. Contra este olvido, los profetas de Israel gritaban: «¡Recordad!». Así, ahora, el arzobispo nos pone en guardia contra la destrucción del pasado, que tiene efectos muy graves en el presente y el futuro. Sus reflexiones sobre la memoria arrojan luz sobre la situación actual. Mons. Chaput observa que «la característica más elocuente de nuestra era es que debilita los vínculos». Este debilitamiento inicia con olvidarse de dónde venimos y, en consecuencia, de quienes somos. Debilitando nuestros vínculos con el pasado, se debilitan más fácilmente nuestros lazos con el presente. La consideración de esos vínculos -con Dios, el país, la familia, la Iglesia-, ocupa la mayor parte del libro. En cada capítulo, el arzobispo Chaput aborda un vínculo particular y proporciona un análisis de cómo hemos llegado a este punto y un consejo para salir de él. Lo asombroso es que mons. Chaput da un diagnóstico de nuestros males sociales, políticos y eclesiales sin reproches y prescribe una medicina fuerte, pero sin moralizar.
Hay otro tema. El arzobispo dedica dos capítulos enteros -uno al inicio y otro al final- al tema de la muerte. O, más concretamente, al tema de cómo morir. «En el final está mi inicio», escribe T.S. Eliot. Si no tenemos una idea clara de nuestro fin último, no sabremos cómo empezar a vivir. Si no sabemos cómo morir, entonces no sabemos cómo vivir. El enfoque que una cultura tenga de la muerte determinará y revelará su modo de vivir. Y una de las grandes impiedades de nuestra cultura es la banalización de la muerte. Los funerales no son más que algo que hay que hacer para que las personas puedan seguir adelante con su vida. El cuerpo es eliminado sin muchas ceremonias, como un mero residuo. Por desgracia, también dentro de la Iglesia, como cualquier párroco podrá afirmar, nuestro acercamiento a la muerte es a menudo superficial.
Como cultura esperamos que, al domesticar la muerte, podamos evitar las exigencias que esta hace a los vivos. Y sin embargo, como observa el arzobispo Chaput, «negar [la muerte], negarse a afrontarla o vaciarla de su significado elimina de la vida algo que es profundamente humano». Pensamos que hemos engañado a la muerte pero, en realidad, solo nos hemos desprendido de su significado.
«Demasiado a menudo, muchos de nosotros no sabemos cómo morir. El sentido sagrado del pasaje que, en nuestra cultura, antes estaba vinculado a la muerte ya no existe, pero nuestro miedo y ansiedad nunca han sido más fuertes». La pobreza espiritual más grande del hombre es la de no saber cómo morir. Los seguidores de Cristo, dice Chaput, deberían ser faros en la sociedad para trazar la ruta correcta a través de la muerte hasta la vida eterna. Así, la Iglesia le daría al mundo la valoración justa de su valor.
Il Timone