“¡Es un padrecito, ya lo torcimos!” El obispo mártir José Soledad de Jesús Torres Castañeda

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En la historia contemporánea del México violento, jamás había suscitado tanta indignación como el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en mayo de 1993. A la fecha, aún muchas dudas flotan y la bruma del tiempo que oculta la verdad para saber qué fue lo que realmente pasó esa tarde del 24 de mayo y los motivos para atacar directamente y privar de la vida al arzobispo de Guadalajara.

Antes de Posadas Ocampo, la sociedad mexicana de los sesenta se enteró, con profundo estupor, del cruel asesinato del primer obispo de Ciudad Obregón,  José Soledad de Jesús Torres Castañeda.

Nacido en 1918, fue ordenado en 1943, su celo pastoral fue el sello de su ministerio que rápidamente lo proyectó a vuelos más altos. La formación de la diócesis de Ciudad Obregón en junio de 1959 hizo que el Papa Juan XXIII lo elevara al episcopado para llevar las riendas de la recién nacida diócesis.

Vicario parroquial de Gómez Palacio y de su pueblo Río Grande, Zacatecas, fue párroco de Tepehuanes y de Nuestra Señora de Guadalupe en Gómez Palacio. Sin embargo, el ministerio del padre Torres no fue acomodaticio ni políticamente correcto.  Acumuló el resentimiento de no pocos enemigos a quienes sus sermones resultaron incómodos y molestos. Se dice que por eso su cuñado, Arturo Moreno, casado con su hermana Teresa, le dio un revolver Smith and Wesson calibre .38 especial para defensa propia debido a un ataque al templo de una turba enardecida de parroquianos ofendidos por la prédica del clérigo al condenar las golpizas de los esposos a sus mujeres y las fiestas y vicios del pueblo.

Torres llegó a la diócesis de Ciudad Obregón a picar piedra. Su obra predilecta sería la construcción del edificio del Seminario Conciliar de Ciudad Obregón que quería inaugurar en ocasión de sus bodas de plata sacerdotales en abril de 1968, pero el destino o la providencia tenía otros planes.

El 26 de febrero de 1967 el flamante obispo dejó Sonora en un Ford Galaxie 500, modelo 1966, hacia Durango, para asistir a la primera misa del padre Rafael Gaytán Corral. La visita al terruño se prolongó hasta los primeros días de marzo, pero algo salió mal. La última vez que fue visto fue el día 4. La ausencia del obispo cobró notoriedad y los medios comenzaron a seguir el asunto. El corresponsal del diario La Prensa, Rafael Montaño Anaya, reportó la desaparición del prelado el 14 de marzo. De inmediato, brigadas de búsqueda fueron organizadas para localizar al desaparecido obispo. Según ese diario en una “operación denominada Pinzas, 2500 personas rastreaban el enorme territorio desde Mazatlán a Durango y otros tantos individuos en sentido contrario. Se ordenó su búsqueda con helicópteros, avionetas, jeeps, autos y camionetas particulares. Cientos de soldados, policías, sacerdotes, seminaristas, monjas, campesinos, hombres y mujeres de todas las clases sociales, se sumaron al operativo en apoyo de las brigadas de salvamento en la sierra conocida como “El Espinazo del Diablo”, famosa por sus impresionantes abismos. El Vaticano enviaba radiogramas en busca de información actualizada y precisa y el Papa Paulo VI aconsejaba no desmayar en la localización, ni reparar en gastos”.

Finalmente Torres fue localizado en un paraje de la sierra hoy conocido como La Ermita en el Espinazo del Diablo. El cadáver estaba en el hueco de un árbol con notables huellas de violencia reflejando el sadismo con el que fue asesinado. Era el 25 de marzo de 1967 y se dice que su cuerpo estaba incorrupto debido a las bajas temperaturas serranas. Según las crónicas, la causa última de la muerte fue un tiro en la nuca, además de los golpes en diferentes partes del cuerpo. El Ford Galaxy 1966 fue encontrado en otro paraje. Según La Prensa, el obispo Torres estaba en la mira de Pascual Nájera, Felipe Medrano, Arturo Santos, Jesús Castillo, Roberto Antuna y Baldomero García. Eran parte de una banda que tenía por objeto el terror, asaltos y levantones.

La Prensa recoge a detalle cómo los verdugos dieron cruel muerte al prelado. La banda planeaba el atraco de una camioneta de valores en la carretera Durango-Mazatlán. Necesitaban un vehículo más grande y veloz y, según la confesión de los delincuentes, el Ford Galaxy fue el blanco preciso. Torres Castañeda fue seguido por varios días. El momento del asalto se dio cuando Arturo Santos, disfrazado de policía, interceptó al obispo Torres en los solitarios parajes de la carretera del Espinazo del Diablo. El prelado se dio cuenta de la intención de los hampones, se identificó como sacerdote, opuso resistencia, pero inútiles fueron los intentos. La crónica es desgarradora.

“Con gran frialdad los hampones reconstruyeron esos momentos. Dijeron que Baldomero García y Felipe Medrano sacaron sus pistolas mientras Antuna intentó estrangular con una soga al prelado y Castillo lo golpeaba enfurecido en pecho y estómago.  Nájera no estaba en el lugar. El robusto religioso derribó a Antuna, se quitó la soga e iba a golpear a otro cuando, a traición, Felipe Medrano le disparó en la nuca, relataron los maleantes y dijeron que al desplomarse el obispo, Santos sacó su arma y disparó varias veces contra la chapa de la cajuela donde encontraron cajas con chorizos, quesos, botellas con chiles en vinagre, bolsas de pinole dulce y botellas de vino.

“Recordaron cínicamente: “¡Es un padrecito, ya lo torcimos!” -dijo Castillo, al descubrir entre las cajas de comida las sotanas y joyas sagradas del obispo.

“Ni modo, el plan era matar al dueño del auto”, lo atajó Arturo Santos Estevané con la mayor serenidad y sangre fría. Y el jefe se quedó con la cruz pectoral, una cadena de oro y el anillo pastoral. Le regalaría la cruz a su esposa Alicia Herrera y la sortija a su amante Irene Pérez. A ambas advirtió: “no abran la boca, si no quieren que les pase lo mismo que al obispo”.

Los asesinos confesos fueron condenados a 30 años de prisión; sin embargo, según la biografía de la obispo publicada en el sitio de la diócesis de Ciudad Obregón, “salieron libres luego de seis y siete años después”. El conveniente relato dice que José Soledad de Jesús Torres Castañeda fue víctima de las circunstancias, curiosa coincidencia que se repetiría con otra hipótesis similar, 26 años después en el aeropuerto de Guadalajara.

Hoy en ese lugar se levanta una ermita y una cruz es el testigo silencioso del homicidio. Para muchos, Torres Castañeda, es un mártir. Y así lo consigna la sencilla placa, puesta por piadosas manos, deteriorada por el paso del tiempo como una ofrenda a quien cayó víctima de este México violento: “A 260 metros se encuentra una ermita dedicada a Nuestra Señora María, Reina de los mártires, en el lugar donde fue martirizado en marzo de 1967, el Sr. Don José de la Soledad Torres Castañeda, obispo de Ciudad Obregón”.

Por: Guillermo Gazanini Espinoza

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