Se han cumplido veinticinco años del fallecimiento de Josef Pieper (1904-1997), uno de los grandes filósofos católicos del siglo XX, muy admirado por Benedicto XVI y autor de numerosas obras traducidas al español. Luisella Scrosati le ha recordado en el mensual católico italiano de apologética Il Timone (nº 223, diciembre 2022):
Josef Pieper: el ocio es para los espíritus superiores
El 6 de noviembre de 1997 Josef Pieper, profesor de la Universidad de Münster durante casi cincuenta años, extraordinario intérprete del pensamiento de Tomás de Aquino y Platón, fallecía en su domicilio de Münster a la edad de 93 años.
La belleza del pensamiento de Pieper se refleja en su escritura, que muestra una inteligencia nítida, aguda y elevada; sus obras comunican la excelsitud y la armonía entre el intelecto, la razón y la palabra: su extraordinaria capacidad para leer la realidad, su argumentación sólida y fluida y su comunicación clara y llena de significado, eran y son una rareza.
En la inauguración de la Josef Pieper Arbeitsstelle en 2008, Benedicto XVI destacó el hecho de que Pieper «supiera formular preguntas y respuestas sin la rigidez de un lenguaje forzosamente erudito, sino con un lenguaje bello y comprensible». Sus obras son claras y significativamente concisas, nunca sobrecargadas de citas y menos aún de contorsiones lingüísticas y mentales: características que no pocas veces le valieron la crítica de ser un divulgador de la filosofía y no un verdadero filósofo.
Josef Pieper, en sus últimos años. Foto: Fundación Josef Pieper.
De nuevo fue Benedicto XVI quien mostró que esas críticas injustas le llegaban por una razón mucho más fundamental: Pieper «no tenía ningún interés en practicar la filosofía de una manera estrictamente ‘científica’, en el sentido de la actual disciplina universitaria», porque quería que estuviera libre de esa «especie de anestesia hacia la cuestión de la verdad«, de una restricción de la visión que luego conduce, en la práctica, a la exclusión «de la cuestión de la verdad».
La cientificidad académica es deliberadamente sacrificada en favor de un discurso auténticamente alético, es decir, abierto a toda la dimensión de la verdad. Por esta razón, Pieper nunca desdeñó la aportación de la Revelación, nunca la excluyó a priori solo para escapar a la acusación de confesionalidad partidista. La Revelación abre a la verdad; por tanto, alcanza por derecho propio a la filosofía la cual, siendo el amor de la sabiduría, la abraza dondequiera que la encuentre.
El retorno de las virtudes
En esta perspectiva acientífica, pero ni mucho menos anticientífica, Pieper quiere volver a situar las virtudes en el centro de la reflexión, no pensando en una moral puritana, sino con la conciencia de que la auténtica virtud está estrechamente relacionada con el bien, el mal y la condición creatural del hombre. La desaparición de estos fundamentos del horizonte humano es lo que ha provocado la descomposición de las virtudes.
Los cuatro pequeños volúmenes sobre las virtudes cardinales, no solo vuelven a proponer este tema clásico, sino que intentan liberar a las virtudes de una trágica distorsión utilitarista y relativista que nunca parece retroceder.
En el ideario común, la persona prudente es, de hecho, el «‘experto táctico’ que elude la implicación de la persona». Una vez más, la prudencia «es invocada por quien pretende evitar siempre el momento del peligro». En resumen, el prudente es un poco astuto, un poco temeroso, un poco injusto, sustancialmente inclinado hacia «una ética utilitarista bastante descarada» (La prudencia): la prudencia ha terminado por desprenderse radicalmente del bien y por aferrarse a lo útil.
Numerosas obras de Josef Pieper han sido traducidas al español y publicadas, entre otras editoriales, por Rialp, Herder o Encuentro.
La fortaleza, por el contrario, sufre porque la percepción del mal está desapareciendo. Ya no hay un «no» que oponer firmemente al maligno, al pecado, a Babilonia: «En la concepción liberal del mundo», explica Pieper, «el ‘No’ inquietante, implacable e inquebrantable, que es para el cristiano una realidad evidente, está desactivado. La vida ética del hombre se desvirtúa en una tranquilidad sin riesgos ni heroísmo; el camino hacia la perfección aparece como una ‘expansión’ casi vegetal y un ‘desarrollo’ que alcanza el bien sin lucha» (La fortaleza). Este tipo de «fortaleza» es la hermana ideal de la prudencia utilitarista: no hay oposición al mal, no hay «disposición de asalto» contra el mal, porque no existe un bien «arduo» que defender y por el que luchar.
El otium, el culto, la fiesta
Frente al «mundo totalitario del trabajo«, que ha logrado absorber toda actividad superior del hombre, dentro de su propio horizonte dominado por el beneficio y la productividad, Pieper defiende la vida contemplativa, «una forma de participación en ese conocimiento simple, propio de los seres superiores» (El ocio y la vida intelectual); seres cuya condición vital es el otium [ocio], que se ve amenazado por la «actividad sin descanso del trabajo por el trabajo», que es una forma de acedía.
Otium [ocio] y acedía [pereza] están en oposición directa: el primero es la condición de un espíritu sano, mientras que la segunda es como una mala hierba, una planta trepadora que ahoga toda semilla de vida auténtica, de vida «vertical», de «coexistencia festiva con los dioses», como escribió Platón.
Y, precisamente esta vuelta «a los dioses» en el culto, es el alma del auténtico otium y de la fiesta: «Arrancado de la órbita del culto, alejado de su radio de acción, el otium (como la fiesta) permanece paralizado. Separado del culto, el otium se vuelve ocioso y el trabajo se vuelve inhumano». Con la expulsión del culto, la fiesta se precipita en la órbita de lo útil, transmutándose en pausa laboral u oportunidad para ir de compras; es la lógica del fin de semana o de la semana blanca, que invierte el orden de las cosas: «Somos laboriosos para tener otium«, escribía Aristóteles, y no al revés.
El fin del tiempo
El totalitarismo del trabajo es un paso hacia una forma de totalitarismo global, hacia el que se dirige la historia. Pieper tiene el valor de abrir las ventanas de los limitados muros de la filosofía de la historia, que por tanto no puede devolver un sentido adecuado de la propia historia, para dejar entrar la luz de la Revelación. Y lo hace con un tema candente, que cierto mundo biempensante, en el que no están ausentes los católicos, tacharía inmediatamente de signo de conspiración fundamentalista: el Anticristo.
Al final de la historia, hay un «pseudo-orden mantenido con el uso de la fuerza» y con el engaño, «en el sentido de que el engaño tiene éxito; es, de hecho, un elemento de la profecía sobre el final que ‘la desoladora ausencia de orden’, característica del reino del Anticristo, será confundida con una imagen de orden verdadero y genuino». El engaño del Anticristo tiene éxito porque su «aparato ‘técnico’, desde la producción de bienes hasta la higiene, ‘funciona y fluye sin problemas'».
Este pseudo-orden surge tras un período de grave perturbación y confusión, para poder ser «aclamado como una redención» (El fin del tiempo). El medio indispensable para establecer este reinado universal es la palabra, que ya no entra en la dinámica de la comunicación, sino que se convierte en un instrumento de poder: «El abuso del poder político está esencialmente relacionado con el abuso sofístico de la palabra […] de modo que el potencial latente del veneno totalitario puede ser verificado, por así decirlo, observando los síntomas del abuso público del lenguaje».
El pseudo-orden requiere una pseudo-realidad: los sofistas se convierten así en los mayores servidores del Anticristo. Pieper desvela el engaño, pero ya se sabe que «mundus vult decipi [el mundo quiere ser engañado]».
Luisella Scrosati
Traducido por Verbum Caro.