Cuando se estaba preparando el Concilio Vaticano II convocado por él, Juan XXIII firmó una carta apostólica el 22 de febrero de 1962, en la que hacía una férrea defensa del latín. Sería bueno que muchas de las personas ―incluidos obispos― que desprecian esta lengua, especialmente en la liturgia, se leyeran el escrito del Papa Roncalli, que no es, precisamente, un icono de los tradicionalistas.
Por una especial providencia de Dios, escribe el Pontífice, el latín “se convirtió en la lengua propia de la Sede Apostólica y, conservada para la posteridad, une entre sí, con estrecho vínculo de unidad, a los pueblos cristianos de Europa”.
Esta lengua “se adapta perfectamente para promover toda forma de cultura en todos los pueblos: no suscita envidias, se muestra imparcial con todos, no es privilegio de nadie y es bien aceptada por todos”, dice el Papa.
“La lengua usada por la Iglesia debe ser no solamente universal sino también inmutable. Pues si se confiaran las verdades de la Iglesia católica a alguna o a varias lenguas modernas, aunque no fuera ninguna superior a las demás, sucedería ciertamente que, siendo diversas, no aparecería claro y suficientemente preciso el sentido de tales verdades, y, por otra parte, no habría ninguna lengua que sirviese de norma común y constante, que pudiera regular el sentido exacto de las demás”, señala san Juan XXIII.
“Puesto que la Iglesia católica, al ser fundada por Cristo supera en mucho la dignidad de las demás sociedades humanas, es justo que no se sirve de una lengua popular, aunque sea noble y augusta”, añade Roncalli.
El latín hay que guardarla “como un tesoro… de incomparable valor, una puerta que pone en contacto directo con las verdades cristianas transmitidas por la tradición y con los documentos de la doctrina de la Iglesia y, finalmente, un lazo eficacísimo que une en admirable e inalterable continuidad la Iglesia de hoy con la de ayer y la de mañana”, afirma Juan XXIII.
“Si se ponderan bien estos méritos, se comprenderá fácilmente por qué con tanta frecuencia los Papas no solamente han exaltado la importancia y excelencia de la lengua latina, sino también han prescrito su estudio y su empleo a los sagrados ministros del clero secular y regular, denunciando claramente los peligros derivados de su abandono”, recuerda el Pontífice.
Juan XXIII pretende, “con firme voluntad”, que el estudio y empleo del latín “se promueva y actualice cada vez más, devolviéndosele su dignidad”.
“Puesto que el empleo del latín se somete en nuestros días a discusión en muchos sitios, y muchos preguntan el pensamiento de la Santa Sede a este respecto, hemos decidido dar oportunas normas, que se enuncian en este solemne documento, para que se mantenga el antiguo e ininterrumpido uso de la lengua latina y, donde haya caído en abandono, sea absolutamente restablecido” escribe el Papa pocos años antes de que se abandonara esta lengua, nada más y nada menos que en la liturgia.
El Papa establece que los obispos y superiores generales de Órdenes religiosas deben preocuparse de que, en sus seminarios, donde los jóvenes se preparan para el sacerdocio, “todos se muestren dóciles a la voluntad de la Sede Apostólica, y se atengan escrupulosamente a Nuestras prescripciones”.
Insta a los prelados a velar “para que ninguno de sus súbditos, por desmedido afán de novedades, escriba contra el empleo de la lengua latina tanto en la enseñanza como en los ritos sagrados de la Liturgia, ni, movido por prejuicios, disminuya el valor preceptivo de la voluntad de la Sede Apostólica y altere su sentido”.
“Cuanto con esta constitución hemos establecido, decretado, ordenado e impuesto, queremos y mandamos con nuestra autoridad, que quede todo firme y sancionado definitivamente, y que ninguna otra prescripción, concesión o costumbre, aun digna de especial mención, tenga vigor en contra de cuanto aquí se ordena”, concluye el escrito del Papa.
Les ofrecemos el texto completo de la carta de Juan XXIII, publicado en español por la página web del Vaticano:
CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA VETERUM SAPIENTIA*
DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
PARA FOMENTAR EL ESTUDIO DE LA LENGUA LATINA
Juan Obispo.
Siervo de los siervos de Dios.
Para perpetua memoria.
La sabiduría antigua encerrada en la literatura griega y romana, y también las preclaras doctrinas de los pueblos antiguos, son tenidas como una aurora anunciadora del Evangelio que el Hijo de Dios, árbitro y maestro de la gracia y de la doctrina, luz y guía de la humanidad [1] anunció sobre la tierra. Los Padres y Doctores de la Iglesia reconocieron en aquellos antiquísimos e importantísimos monumentos literarios, cierta preparación de las mentes para recibir las riquezas divinas que Jesucristo, en la economía de la plenitud de los tiempos [2], comunicó a los hombres; no se perdió, por tanto, con la introducción del cristianismo en el mundo, nada de lo que los siglos precedentes habían producido de verdadero, justo, noble y bello.
Por esto la Iglesia tuvo siempre en gran honor estos venerables documentos de sabiduría, y especialmente las lenguas griega y latina que son como el «aurea vestes» de la sabiduría misma; también se usaron otras lenguas venerables, florecidas en oriente, y que contribuyeron en gran manera al progreso humano y a la civilización, y que, empleadas en los ritos sagrados y en las traducciones de la Sagrada Escritura, permanecen aún en vigor en algunas naciones como expresión de un antiguo, ininterrumpido y vivo uso.
En esta diversidad de lenguas sobresale, sin duda, la nacida en el Lacio, que llegó a ser luego un admirable instrumento de la propagación del cristianismo en Occidente. Pues, por una especial providencia de Dios, esta lengua, que había agrupado durante muchos siglos a tantos pueblos bajo la autoridad del imperio romano, se convirtió en la lengua propia de la Sede Apostólica [3] y, conservada para la posteridad, une entre sí, con estrecho vínculo de unidad, a los pueblos cristianos de Europa.
De hecho, la lengua latina, por su naturaleza, se adapta perfectamente para promover toda forma de cultura en todos los pueblos: no suscita envidias, se muestra imparcial con todos, no es privilegio de nadie y es bien aceptada por todos. No se puede olvidar que la lengua latina tiene una estructura noble y característica; un estilo conciso, diverso, armonioso, lleno de majestad y dignidad [4], que contribuye de una manera singular a la claridad y a la solemnidad.
Por este motivo la Sede Apostólica ha procurado siempre conservar con celo y amor la lengua latina, y la ha juzgado digna de usarla como espléndido ropaje de la doctrina celestial y de las leyes Santísimas [5], en el ejercicio de su sagrado magisterio, y de hacerla usar a sus ministros. Dondequiera que estos se encuentren, por el conocimiento y el uso del latín, pueden conocer exactamente cuanto proviene de la Sede Romana y por medio de él libremente comunicarse entre sí.
Por tanto, el pleno conocimiento y el conveniente uso de esta lengua, tan íntimamente unida a la vida de la Iglesia, interesa más a la religión que a la cultura y a las letras[6], como dijo nuestro predecesor de inmortal memoria Pío XI, el cual, estudiando sus fundamentos científicos, indicó tres dotes de esta lengua admirablemente adaptadas a la naturaleza misma de la Iglesia: «De hecho la Iglesia, al abrazar en su seno a todas las naciones, y estando destinada durar hasta el fin de los siglos, exige por su misma naturaleza una lengua universal, inmutable y no popular»[7].
Por el hecho de que toda iglesia debe tener como cabeza [8] a la Iglesia Romana, y los Sumos Pontífices tienen verdadera potestad episcopal, ordinaria e inmediata, no solamente sobre todas y cada una de las Iglesias, sino también sobre todos y cada uno de los pastores y fieles [9] de todo rito, pueblo y lengua, es evidente que el instrumento de mutua comunicación debe ser universal y uniforme, especialmente entre la Santa Sede y las diversas Iglesias de rito latino. Por esto, tanto los Romanos Pontífices cuando instruyen a los pueblos católicos, como los Dicasterios de la Curia Romana al solucionar problemas y al redactar decretos que se refieren a toda la comunidad de los fieles, usan siempre la lengua latina, siendo aceptada y querida por todos los pueblos como la voz de la madre común.
La lengua usada por la Iglesia debe ser no solamente universal sino también inmutable. Pues si se confiaran las verdades de la Iglesia católica a alguna o a varias lenguas modernas, aunque no fuera ninguna superior a las demás, sucedería ciertamente que, siendo diversas, no aparecería claro y suficientemente preciso el sentido de tales verdades, y, por otra parte, no habría ninguna lengua que sirviese de norma común y constante, que pudiera regular el sentido exacto de las demás. Pues bien, la lengua latina, sustraída desde hace siglos a las variaciones de significado que el uso cotidiano suele producir en las palabras, debe considerarse como fija e invariable, porque los nuevos significados de algunas palabras latinas exigidos por el desarrollo, por la explicación y defensa de las verdades cristianas, han sido ya desde hace tiempo determinados establemente.
Puesto que la Iglesia católica, al ser fundada por Cristo supera en mucho la dignidad de las demás sociedades humanas, es justo que no se sirve de una lengua popular, aunque sea noble y augusta.
Además, la lengua latina que podríamos llamar con razón católica[10], al ser consagrada por el continuo uso que ha hecho de ella la Sede Apostólica, madre y maestra de todas las Iglesias, hay que guardarla como un tesoro… de incomparable valor[11], una puerta que pone en contacto directo con las verdades cristianas transmitidas por la tradición y con los documentos de la doctrina de la Iglesia[12] y, finalmente, un lazo eficacísimo que une en admirable e inalterable continuidad la Iglesia de hoy con la de ayer y la de mañana.
No hay nadie que pueda poner en duda la especial eficacia que tienen tanto la lengua latina en general como la cultura humanística para el desarrollo y formación cultural de los jóvenes. Pues ella cultiva, madura, perfecciona las principales facultades del espíritu; proporciona agilidad mental y exactitud en el juicio, desarrolla y consolida las jóvenes inteligencias para que puedan abarcar y apreciar justamente todas las cosas y, finalmente, enseña a pensar y a hablar con un gran orden.
Por estos merecimientos la Iglesia la ha sostenido siempre y la sostiene.
Si se ponderan bien estos méritos, se comprenderá fácilmente por qué con tanta frecuencia los Papas no solamente han exaltado la importancia y excelencia de la lengua latina, sino también han prescrito su estudio y su empleo a los sagrados ministros del clero secular y regular, denunciando claramente los peligros derivados de su abandono.
También Nosotros, movidos por los mismos graves motivos que movieron a Nuestros Predecesores y a los Sínodos Provinciales[13] pretendemos, con firme voluntad, que el estudio y empleo de esta lengua se promueva y actualice cada vez más, devolviéndosele su dignidad. Puesto que el empleo del latín se somete en nuestros días a discusión en muchos sitios, y muchos preguntan el pensamiento de la Santa Sede a este respecto, hemos decidido dar oportunas normas, que se enuncian en este solemne documento, para que se mantenga el antiguo e ininterrumpido uso de la lengua latina y, donde haya caído en abandono, sea absolutamente restablecido.
Creemos además que nuestro pensamiento sobre este problema lo expresamos ya claramente con estas palabras, dirigidas a los estudiosos del latín: «Hay muchos que extrañamente envanecidos por el maravilloso progreso de las ciencias, pretenden relegar o reducir el estudio del latín y de otras disciplinas parecidas… Nos, por nuestra parte, justamente debido a la insistente necesidad, juzgamos que hay que seguir un camino diverso, ya que en el alma penetra y se fija lo que más corresponde a la naturaleza y dignidad humana, con más ardor hay que adquirir cuanto forma y ennoblece el alma, para que los pobres mortales no se conviertan, como las máquinas que construyen, en fríos, duros y sin amor»[14],
Después de haber examinado y cuidadosamente ponderado lo que hasta ahora hemos expuesto, conscientes de Nuestro oficio y de Nuestra autoridad, establecemos y ordenamos cuanto sigue:
- Los obispos y superiores generales de Órdenes religiosas preocúpense de que en sus Seminarios o Escolasticados, en donde los jóvenes se preparan para el sacerdocio, todos se muestren dóciles a la voluntad de la Sede Apostólica, y se atengan escrupulosamente a Nuestras prescripciones.
- Velen también éstos, con paternal preocupación, para que ninguno de sus súbditos, por desmedido afán de novedades, escriba contra el empleo de la lengua latina tanto en la enseñanza como en los ritos sagrados de la Liturgia, ni, movido por prejuicios, disminuya el valor preceptivo de la voluntad de la Sede Apostólica y altere su sentido.
- Como está establecido por el Código y por Nuestros Predecesores, los aspirantes al sacerdocio, antes de comenzar los estudios propiamente eclesiásticos, deben ser instruidos con sumo cuidado en la lengua latina por profesores expertos, con métodos adaptados y durante un período razonable, para que no suceda que, llegados a las disciplinas superiores, por una culpable ignorancia del latín, no puedan entenderlas plenamente y mucho menos ejercitarse en las disputas escolásticas con las que las mentes juveniles se preparan para la defensa de la verdad[15]. Estas normas también tienen valor para los que han sido llamados por Dios al sacerdocio ya en edad adulta, sin haber realizado estudios clásicos o demasiado insuficientes. Ninguno, pues, podrá ser admitido al estudio de la filosofía o de la teología, sin estar suficientemente instruido en esta lengua y sin dominar su empleo.
- Si en algunos países ha disminuido el estudio del latín con menoscabo de la verdadera y sólida formación, por haber seguido las escuelas eclesiásticas los programas de estudio de las escuelas públicas, queremos que allí se restablezca a su antiguo esplendor la enseñanza de esta lengua; pues todos deben persuadirse de que también en este punto es preciso tutelar escrupulosamente las exigencias propias de la formación de los futuros sacerdotes, no solamente en lo que respecta al número y cualidad de las materias, sino también en lo que concierne al tiempo que ha de dedicarse a su enseñanza. Si, por circunstancias de tiempo y lugar, hay que añadir otras materias a las ordinarias, habrá que ampliar el número de cursos, o tratar estas materias en compendio, o habrá que dejar su estudio para otro tiempo.
- Las principales disciplinas sagradas, como se ha ordenado repelidas veces, deben ser explicadas en latín, lengua que sabemos es muy apta, por el empleo de tantos siglos, para explicar con facilidad y claridad singular la íntima y profunda naturaleza de las cosas[16], porque además de haber sido enriquecida durante muchos siglos por expresiones propias y bien definidas en su sentido y, por tanto, aptas para mantener íntegro el depósito de la fe católica, es también lo suficientemente precisa para evitar la verbosidad superflua. Por esto los que en las Universidades y Seminarios enseñan estas disciplinas están obligados a hablar en latín y a servirse de textos en latín. Si por ignorancia de la lengua latina no pueden seguir convenientemente estas prescripciones de la Santa Sede, poco a poco deben ser substituidos por otros profesores más idóneos en esta materia. Las dificultades que puedan surgir por parte de los alumnos y de los profesores, los obispos y superiores religiosos deben superarlas con voluntad firme y con la docilidad y buena voluntad de los educadores.
- Puesto que la lengua latina es la lengua viva de la Iglesia, para que se adapte a las necesidades lingüísticas que crecen cada día, y se enriquezca también con nuevos vocablos propios y adaptados, de una manera uniforme, universal y de acuerdo con la índole de la antigua lengua latina ―norma seguida ya por los Santos Padres y los mejores escritores escolásticos— ordenamos a la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, que se preocupen de formar un Instituto Académico de la lengua latina. Este Instituto, que deberá tener un cuerpo de profesores expertos en la lengua latina y griega, procedentes de las diversas partes del mundo, tendrá como finalidad principal —como acontece con las academias nacionales, fundadas para promover las respectivas lenguas— dirigir el ordenado desarrollo de la lengua latina, enriqueciendo, si es preciso, el léxico con palabras que estén de acuerdo con la índole y colorido propio; y también estudiar las escuelas latinas de todos los tiempos y, especialmente, de la era cristiana. En estas escuelas deben ser formados en el conocimiento más pleno y profundo del latín, en su empleo con un estilo propio y elegante, quienes han de ser destinados a enseñar en los Seminarios y Colegios eclesiásticos, o a escribir decretos, sentencias y cartas en los dicasterios de la Santa Sede, en las Curias episcopales y en las oficinas de las Órdenes religiosas.
- Estando la lengua latina estrechamente ligada a la griega, por su forma y por la importancia de las obras que nos ha transmitido, deben también ser instruidos los futuros ministros del altar en esta lengua durante los estudios inferiores y medios, según lo han ordenado con frecuencia nuestros predecesores, para que cuando estudien las disciplinas superiores, y especialmente si aspiran a los grados académicos en Sagrada Escritura y Teología, puedan usar y entender rectamente no solamente las fuentes griegas de la Filosofía eclesiástica, sino también los textos originales de la Sagrada Escritura, de la Liturgia y de los Santos Padres griegos[17].
- Ordenamos también a la Sagrada Congregación de Estudios que prepare una reglamentación de los estudios latinos —que deberá ser seguida por todos fielmente— para que cuantos la cumplen puedan obtener un conveniente conocimiento y empleo de esta lengua.
Este programa podrá ser modificado por las diversas Comisiones de los Ordinarios, por exigencias particulares, sin cambiar, sin embargo, o atenuar su naturaleza y finalidad. Sin embargo, los Ordinarios no pueden poner en práctica sus proyectos sin que los haya antes examinado y aprobado la Sagrada Congregación.
Cuanto con esta constitución hemos establecido, decretado, ordenado e impuesto, queremos y mandamos con nuestra autoridad, que quede todo firme y sancionado definitivamente, y que ninguna otra prescripción, concesión o costumbre, aun digna de especial mención, tenga vigor en contra de cuanto aquí se ordena.
Dado en Roma. junto a San Pedro, el 22 de febrero, fiesta de la Cátedra de San Pedro, el año 1962, cuarto de Nuestro Pontificado.
JUAN PP. XXIII
* AAS 54 (1962) p. 129; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, p.965-973.
[1] Tertull., Apol. 21; Migne, PL 1, p. 394.
[2] Ef 1, 10.
[3] Epist. S. Congr. Stud. Vehementer sane, Ad Episc. universos, 1 julio 1908: Ench. Cler., n. 820. Cf. también Epist. Ap. de Pío XI, Unigenitus Dei Filius, 19 marzo 1924: AAS 16 (1924) 141.
[4] Pío XI, Epist. Ap. Offciorum omnium, 1 agosto 1922: AAS 14 (1922) 452-453.
[5] Pío XI, Motu Proprio, Litterarum Latinarum, 20 octubre 1924: AAS 16 (1924) 417.
[6] Pío XI, Epist. Ap. Offciorum omnium, 1 agosto 1922: AAS 14 (1922) 452
[7] Ibídem.
[8] S. Ireneo, Adver. Haer., 3, 3, 2; Migne, PG 7, 848.
[9] C.I.C., can. 218, PAR. 2.
[10] Pío XI, Epist. Ap. Offciorum omnium, 1 agosto 1922: AAS 14 (1922) 453.
[11] Pío XII, Alloc. Magis quam, 23 septiembre 1951: AAS 43 (1951) 737.
[12] León XIII, Encicl. Depuis le jour, 8 septiembre 139.9: Acta Leonis XIII, 19 (1899) 166.
[13] Cf. Collectio Lacensis, sobre todo: vol. III, p. 1018 s (Conc. Prov. Westmonasteriense, 1859); vol. IV, 29 (Conc. Prov Parisiense, a. 1849); vol. IV, pp. 149, 153 (Conc. Prov. Rhemense, a. 1849); vol. IV, pp. 359, 361 (Conc. Prov. Avenionense, a.1848); vol. IV, pp. 394, 396 (Conc. Prov. Burdigalense, a. 1850); vol. V, p. 61 (Conc. Strigoniense, a. 1858); vol. V, p. 664 (Conc. Prov. Colocense, a. 1863); vol. VI, 619 (Synod. Vicariatus Suchnensis, a. 1803).
[14] Ad Conventum. Internat. Ciceronanis studiis e provehendis, 7 abril 1959: en Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, I, páginas 234-235. Cf. también Alloc. a la Peregrinación de la Diócesis de Piacenza, 15 abril 1959: L’Osservatore Romano, 16 abril 1959; Epist. Pater misericordiarum, 22 agosto 1961: AAS. 53 (1961); Alocución con ocasión de la solemne inauguración del Colegio Filipino en Roma, el 7 octubre 1961: L’Osservatore Romano, 9-10 octubre 1961; Epist.n Iucunda laudatio, 8 diciembre 1961: AAS 53 (1961) 812.
[15] Pío XI, Epist. Ap. Offciorum omnium, 1 agosto 1922: AAS 14 (1922) 453.
[16] Epist. S. Congr. Stud. Vehementer sane, 1 julio 1908: Ench. Cler., n. 820
[17] León XIII, Litt. Encycl. Providentissimus Deus, 18 noviembre 1893: Acta Leonis XIII, 13 (1893 342; Epist. Plane quidem intellegis, 20 mayo 1885, Acta 5, 63-64: Pío XII, Alloc. Magis quam, 23 septiembre 1951: AAS 43 (1951) 737.
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