Existen dos formas de entender el cristianismo, con todas las matizaciones intermedias que se quieran.
Una es el cristianismo del acomodo mundano. Parte de una interpretación del “signo de los tiempos” que consiste en considerar que los planteamientos de la Iglesia y, en general, la interpretación cristiana, deben armonizarse con las concepciones culturales hegemónicas de nuestro tiempo.
La solución en este sentido radica en “ser como el mundo”, porque considera que la Iglesia se ha apartado demasiado de sus valores y referencias.
Ciertamente, se trata de una idea de escasa racionalidad, porque cuando se plantea la necesidad de “ser como” se está formulando en realidad un discurso basado en un supremacismo occidental, en el que el mundo es en realidad «su mundo”. Sólo señala los modos y maneras de una parte de Occidente, sobre todo de Europa y no toda, y de una buena parte de la sociedad norteamericana anglosajona y francófona, y de los dos estados de las antípodas, excolonias británicas.
Pero, obviamente, esto no es el mundo y, de hacerles caso, cancelaría toda posible incardinación de la Iglesia en otras culturas.
Pero hay además el anclaje temporal. El espacio occidental es muy distinto desde el punto de vista de la cultura dominante o que quiere dominar, la alianza liberal progresista cosmopolita de la corriente principal del pensamiento que se daba a mediados del siglo pasado. ¿Cómo racionalmente se pretende que una concepción que se quiere transhistórica se convierta en deudora de algo tan temporalmente fungible e incierto? Hay un malentendido. Esto funciona al revés.
Esta visión cristiana cada vez se radicaliza más, hasta el extremo de negar a sus propios hermanos en la fe. El sacerdote y profesor de Teología Tomás Halík sostenía en un texto traducido y publicado en el periódico de Barcelona La Vanguardia: “Durante medio siglo he vivido el gran sueño de unir a todos los que creen en Cristo. Hoy para mi este sueño se ve esfumando. Hay diferencias que considero insuperables. Definitivamente no abandonaré la Iglesia, donde continuaré encontrándome con gente con estas ideas. También yo soy falible y propenso al error. Aun así, lucho con la duda de si no es tiempo de dejar atrás los esfuerzos por el ecumenismo de ‘todos los cristianos’ y concentrar las energías en un ecumenismo fructífero entre la gente que reflexiona, tanto creyentes como no creyentes. Recitamos el mismo Credo y las mismas oraciones al Señor, pero temo que vivimos en universos paralelos”.
Según esta concepción, y es un sacerdote quien lo dice, la unión en Cristo ya no significa nada, y en todo caso, menos de los que sin creer en Él coinciden con nuestro hombre en su ideología, porque de esto se trata. Ahí ya no hay espacio para lo sobrenatural, ni para el Reino, ni el sentido de la Historia y el fin de los tiempos, ni para la salvación, ya no queda nada del cristianismo, y sí una fraternidad de ideas con quienes piensan como él.
¿Para eso vino Jesucristo al mundo?
¿Cómo se puede consagrar e impartir el sacramento de la reconciliación si, según su forma de ver las cosas, son preferidos quienes no creen, pero razonan como él? Esta anomalía se produce cuando quien piensa el cristianismo lo hace en realidad fuera de las categorías cristianas que, por definición, exigen la sobrenaturalidad.
Pero además muchos de los que defienden esta semejanza son selectivos. Se trata sobre todo de una mejor aceptación del aborto, de la eutanasia, del matrimonio homosexual, de la promiscuidad sexual, de la perspectiva de género, pero en ningún caso consideran que la Iglesia debe aproximarse a la realidad más extendida en el mundo, que es la concepción de la supremacía del mercado, que la Iglesia rechaza.
En otras palabras, lo que persigue esta aproximación al mundo no es otra cosa que una interpretación subjetiva que obedece a una coyuntura histórica muy concreta, y claro, con este bagaje no se puede abordar la realidad de una institución dos veces milenaria. Hay que ser más serios.
Otro exponente de esta visión cristiana podemos encontrarla nada menos que en el presidente de la democracia cristiana de Chile, Ignacio Walker, en su libro Cristianos sin cristiandad (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2020) y que en el fondo es una justificación de su apoyo a determinadas políticas como el aborto. Salvando las distancias, es el “modelo Biden” que ha transitado de la afirmación católica a la adaptación católica de la fe a la plataforma política de su partido.
La tesis de Walker se resume en tres razones que apoyan que un político católico, no obstante su catolicidad, pueda promover ese tipo de legislación sin contradecir su credo.
La primera es la apertura al mundo proclamada por el Concilio Vaticano II, que obligaría a la Iglesia a escuchar los famosos “signos de los tiempos” y leer en ellos los valores inscritos en el credo, pero cuya formulación puede variar. Una Iglesia en medio de la pluralidad estaría obligada a reconocer que la verdad se manifiesta de múltiples formas.
La segunda es la libertad religiosa que, en una también extraña interpretación, consistiría en la renuncia de la Iglesia a la coacción para imponer sus verdades y su disposición al diálogo con no creyentes o creyentes de otros credos. Adviértase los calificativos utilizados para cuadrar la interpretación: “coaccionar” en lugar de, por ejemplo, proclamar, e “imponer” en lugar de proponer, ofrecer, etc.
La tercera es el papel de la conciencia que, como el árbitro final de la decisión, impediría que un legislador simplemente ceda al argumento de autoridad del magisterio.
Pero más interesante que las razones de Walker, que en definitiva responden tópicos, son las que aporta su crítico, el rector de la Universidad Diego Nogales, Carlos Peña, que además habla desde fuera de la fe. Argumenta así:
«Desde el punto de vista católico pareciera que la argumentación de Ignacio Walker hace las cosas fáciles para un católico. Desde luego, me parece, la apertura al mundo no debe ser confundida con la mundanización y no debe llevar a olvidar que la primera apertura, desde el punto de vista teológico, es Cristo en la cruz, Dios que muestra su absoluta otredad, y a la vez cercanía, respecto del mundo. La apertura al mundo tendría para un católico un sentido misional y no sincrético. No funde al católico con el mundo.
»Lo mismo habría que decir de la libertad religiosa. La apertura al diálogo no es una renuncia a la verdad, debiera decir un católico, sino una forma de proclamarla… sigue siendo un principio válido que la Iglesia, hasta donde se es capaz de comprender, no puede abandonar.
»Y en fin la apelación a la conciencia que efectúa Ignacio Walker puede ser malentendida. La conciencia para un católico no es la conciencia psicológica o la certeza subjetiva de que algo es correcto, sino que alude a la verdad que Dios habría depositado en el corazón humano, una anamnesis que un católico debiera oír, en diálogo con la jerarquía y el Papa, que cumplen en esto una función mayéutica: despertar el recuerdo de la verdad que Dios habría depositado en cada uno. Esgrimir pues la conciencia como árbitro final es algo que ni Kant se habría atrevido (puesto que en éste está mediada por el imperativo categórico y la razón).
»Los no creyentes preocupados de la esfera pública miran con extrañeza este debate que arriesga el peligro de desproveer a la catolicidad de todo lo que la hace de veras atractiva y misteriosa para quien la mira de lejos: una catolicidad que arriesga confundirse como uno más de los puntos en disputa, con terror a ser minoría y exenta de la locura de la cruz. Alguien podría creer que eso es bueno para una sociedad democrática; pero hay razones aún más poderosas para considerarlo perjudicial: la democracia y el diálogo necesitan de políticos convencidos de la verdad final de la condición humana, dispuestos a participar del debate democrático haciendo valer las razones a favor de esa verdad y sin acomodarla a la mayoría o a los vientos de la hora».
La respuesta de Peña es un modelo de concisión y precisión de la naturaleza católica, y no viene dada desde fuera, como La reflexión de Habermas era la posición buena que los católicos debemos abordar en la vida pública.
¿No es llamativo que voces de fuera de la fe nos aporten aquello que debería estar presente con fuerza en la vida interna de la Iglesia?
Con información de Religión en Libertad/Josep Miró Ardèvol