Lo que impacta, en el magisterio y en los actos más importantes de esta última fase del pontificado de Francisco es el poner en las sombras esa “prioridad” que para su predecesor Benedicto XVI “estaba por encima de todas las otras”, y hoy más que nunca, en un tiempo “en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento”.
La prioridad era, como había escrito Benedicto XVI en su carta a los obispos del 10 de marzo de 2009, “hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo, en Jesucristo crucificado y resucitado”.
Se acerca la Navidad. Pero del Dios que nació en Belén existe sólo una tenue huella en la última encíclica de Francisco, “Fratelli tutti”, al punto que un filósofo de valor como Salvatore Natoli ha vislumbrado más que nada la imagen de un Jesús que “no es otra cosa que un hombre”, cuya noble misión ha sido simplemente mostrar a los hombres que “en su recíproco donarse tienen la posibilidad de hacerse ‘dioses’ al modo de Spinoza: ‘homo homini deus’”.
Impresionante es también el silencio total sobre Dios en el videomensaje con el que Francisco ha lanzado – y después ha puesto en acción con las Naciones Unidas – el “Global Compact on Education”, un ambicioso plan ofrecido por él a “todas las personalidades publicas” que se esfuerzan a nivel mundial en el campo de la escuela, cualquiera sea la religión a la que pertenecen.
En el plan, las palabras de orden son todas exclusivamente seculares. La fórmula dominante es “nuevo humanismo”, con su botiquín de “casa común”, “solidaridad universal”, “fraternidad”, “convergencia”, “acogimiento”… Ni más ni menos que para aquella otra red mundial de “Scholas Occurrentes”, creada por Jorge Mario Bergoglio en Argentina y promovida después por él, como Papa, a fundación de derecho pontificio con sede en la Ciudad del Vaticano.
Y lo mismo sucede en esa otra iniciativa pontificia titulada “Economía de Francisco”, en la que el Papa, vistiendo el sayo de su santo homónimo de Asís, propone al mundo nada menos que “un pacto para cambiar la actual economía”, es decir, para plegarla radicalmente sobre la ola de los “movimientos populares”, para inmediatamente después elegir como propio socio en la empresa al “Council for Inclusive Capitalism”, esto es, a los magnates de Fundación Ford, Johnson & Johnson, Mastercard, Bank of America, Fundación Rockefeller Foundation y otros similares.
¿Y Dios? A los críticos del papa Bergoglio se puede oponer siempre – como ha sido escrito – que “toda la doctrina tradicionalmente trinitaria y cristológica” está “supuesta” en él y “no debe necesariamente repetirla textual e íntegramente”.
Pero no era ciertamente ésta la opción de Benedicto XVI. Que también como Papa emérito, en sus “Apuntes” ofrecidos al Papa reinante en la vigilia de la cumbre sosbre los abusos sexuales, llevada a cabo en febrero de 2019, ha vuelto a afirmar con fuerza que es necesario “anteponer a Dios, no presuponerlo”.
Efectivamente, en esos “Apuntes”, Joseph Ratzinger ha señalado una vez más que el olvido de Dios es la causa última de la crisis actual de la Iglesia, en la esfera del sexo pero no solamente en ella.
Para volver a proponer y comentar este texto capital del último Ratzinger – incluyendo una respuesta escrita a las objeciones de la teóloga alemana Birgit Aschmann – se ha publicado recientemente un libro con varias voces, editado por Livio Melina, ex presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II sobre el Matrimonio y la Familia, y Tracey Rowland, la teóloga australiana galardonada este año con el premio “Joseph Ratzinger”:
Lo que sigue es un pasaje extraído del primer capítulo del libro, firmado por el cardenal Camillo Ruini. Es una lectura muy apropiada, cuando estamos próximos a celebrar la Navidad de Jesús. Los subtítulos son redaccionales.
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“NO SUPONER, SINO ANTEPONER A DIOS”
El primado de Dios en la teología de Joseph Ratzinger
por Camillo Ruini
La cuestión clave que Joseph Ratzinger aborda en su teología es la de la verdad del cristianismo. Podemos resumirlo así: la Iglesia antigua optó por el Dios de los filósofos – concretamente de la filosofía griega -, mientras tomó distancia de los dioses de las religiones. Esta elección, ya preparada en el Antiguo Testamento y en particular en su traducción griega denominada “De los Setenta”, sacó a la luz la verdad del cristianismo, la verdad que buscaba la filosofía griega, mientras que las religiones paganas parecían estar cada vez más desprovistas de ella. En otras palabras, el cristianismo se postuló como la verdadera filosofía. Como dijo magistralmente Tertuliano, “Cristo afirmó ser la verdad, no la costumbre”. Fue una decisión fuertemente misionera, que hizo que la fe fuera comprensible para todos.
Al mismo tiempo, la Iglesia antigua ha mantenido intacta la diferencia que distingue al Dios bíblico del Dios de los filósofos: el Dios bíblico es el Dios que tiene un nombre, al que se le puede cuestionar y rezar; por tanto, es el Dios eminentemente personal con quien podemos relacionarnos. Es el Dios que no es pensamiento puro sino que es pensamiento y amor inseparables, el Dios que se interesa por cada uno de nosotros, que va en busca de la oveja perdida y se alegra por el pecador que se arrepiente; de hecho, el Dios que toma sobre sí nuestros pecados y así nos salva. A diferencia del Dios de los filósofos que se relaciona solo consigo mismo, es el Dios que es absoluto pero al mismo tiempo es relación, omnipotencia que crea, sostiene y ama a lo que es distinto de él.
La opción por el Dios de los filósofos, unida con la no reducción a este Dios, ha permitido al cristianismo superar el divorcio entre racionalidad y religión que asolaba al mundo antiguo. De hecho, el Dios de la razón es ahora un Dios que puede ser objeto de oración, el Dios de los filósofos es ahora el Dios salvador que el hombre necesita. Según Ratzinger, la opción por el Dios de los filósofos, junto con la reconciliación entre racionalidad y religión, está en la base de la victoria del cristianismo en el mundo antiguo.
RAZÓN, FE Y VIDA EN EL CRISTIANISMO ANTIGUO
Un segundo motivo, de igual importancia, de esta victoria consistió en la validez moral del cristianismo. Lo que Dios exige de los hombres coincide con lo que es bueno por naturaleza y que cada hombre lleva escrito en su corazón, de tal modo que cuando se le presenta lo reconoce como un bien, según las palabras del apóstol Pablo sobre los paganos, quienes a pesar de no haber leído la Ley, “por naturaleza actúan según la Ley” (Rm 2, 14-15).
De este modo la unidad crítica fundamental con la racionalidad filosófica, presente en el concepto cristiano de Dios, se confirma y se concretiza en la unidad crítica con la moral filosófica, en concreto con la estoica. Pero también, como el cristianismo ha superado los límites del concepto filosófico de Dios, se produjo el pasaje de la teoría ética a una praxis moral comunitaria vivida y puesta en acto en particular gracias a la concentración de toda la moral en el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo.
Podemos decir entonces que el cristianismo convencía en virtud del vínculo de la fe con la razón y de la orientación de la acción hacia la “caritas”, el cuidado amoroso de los sufrientes, de los pobres y de los débiles, más allá de toda diferencia de condición social. En otras palabras, la fuerza que ha transformado el cristianismo en una religión mundial está constituida en la síntesis entre razón, fe y vida, síntesis que está condensada en la expresión “religio vera”. […]
LA RUPTURA DE LA EDAD MODERNA
La síntesis entre razón, fe y vida que ha decretado la victoria del cristianismo se ha mantenido viva y eficaz durante mucho tiempo, en el cambio de las situaciones históricas. Pero en los últimos siglos esta síntesis se ha debilitado progresivamente y ya no convence más. En la Europa de hoy la racionalidad y el cristianismo son con frecuencia considerados contradictorios y recíprocamente excluyentes. Así el cristianismo ha llegado a encontrarse en una crisis profunda, basada en la crisis de su pretensión de verdad. Ratzinger se pregunta por qué sucedió esto y en concreto qué ha cambiado, tanto en el cristianismo como en la racionalidad.
En lo que se refiere al cristianismo la respuesta es que éste, contra su naturaleza, se ha convertido en tradición y religión de Estado, mientras que la voz de la razón ha sido con frecuencia domesticada. Es mérito del iluminismo moderno haber vuelto a proponer algunos valores originarios del cristianismo y haber devuelto a la razón su propia voz. El Concilio Vaticano II ha evidenciado nuevamente la profunda correspondencia entre cristianismo e iluminismo, buscando llegar a una verdadera conciliación entre Iglesia y modernidad, que es el gran patrimonio a tutelar por ambas partes.
Pero el cambio principal y decisivo se produjo por parte de la racionalidad. La unidad relacional entre razón y fe, a la que santo Tomás de Aquino había dado una forma sistemática, ha sido cada vez más desgarrada a través de las grandes etapas del pensamiento moderno, hasta la situación cultural de hoy, caracterizada por el primado de la ciencia y de la técnica: se ha difundido la pretensión que el único conocimiento válido es el científico. En este marco la teoría de la evolución ha terminado por asumir el rol de una especie de visión del mundo o “filosofía primera”, que por una parte sería rigurosamente científica y por otra parte constituiría, al menos potencialmente, una explicación o teoría universal de toda realidad, más alla de la cual no serían más necesarias y ni siquiera lícitas las preguntas sobre el origen y la naturaleza de las cosas. La afirmación “En el principio era el Logos” es entonces puesta al revés, poniendo en el origen de todo la materia-energía, el azar y la necesidad. El resultado final es entonces el ateísmo.
LA DESAPARICIÓN DE LA VERDAD
En la cultura actual ambas posiciones son cuestionadas por muchas partes, porque descuidan los límites intrínsecos del conocimiento científico. Sin embargo, Ratzinger observa que debido a ese gran cambio por el que, de Kant en adelante, ya no se considera a nuestra razón capaz de conocer la realidad en sí misma y, sobre todo, la realidad trascendente, la alternativa culturalmente más acreditada para el cientificismo ya no es hoy la primacía del Logos, sino la idea de que «latet omne verum», toda verdad está oculta, es decir, que la verdadera realidad de Dios permanece completamente inaccesible e incognoscible para nosotros: en este caso el resultado final es el agnosticismo. De esta forma, encuentra ciudadanía en el mundo occidental el acercamiento a lo divino propio de las grandes religiones orientales o de las visiones del mundo oriental, similar a lo que en los primeros siglos de la era cristiana el neoplatonismo había tratado de proponer como alternativa al cristianismo.
Por otra parte, como la fe cristiana se ha concretizado en una forma precisa de vida y de ética, en forma análoga las formas de racionalidad que tienden a sustituir al cristianismo se expresan en orientaciones éticas concretas. Si “toda verdad está oculta”, a nivel práctico el valor fundamental se convierte en el de la tolerancia. Si, por el contrario, la teoría que explica todo es el evolucionismo, en la base de la ética estarán la selección natural, la lucha por la supervivencia y la victoria del más fuerte.
POR UNA VENGANZA DE LA RAZÓN
Para Ratzinger el verdadero objetivo de este análisis es naturalmente buscar los caminos de un nuevo acuerdo de la razón y de la libertad con el cristianismo, o sea, proponer la verdad salvífica del Dios de Jesucristo a la razón de nuestro tiempo.
Para ello es necesario ante todo “ampliar los espacios de la racionalidad”. La limitación de la razón a lo que es experimentable y calculable es justa y necesaria en el ámbito de las ciencias de la naturalez y constituye la clave de sus desarrollos incesantes, pero si se universaliza y absolutiza se torna insostenible, inhumana y finalmente contradictoria. En efecto, el hombre ya no podría interrogarse racionalmente sobre las realidades esenciales de su vida, sobre su origen y su destino, sobre el bien y sobre el mal moral, sino que debería dejar estos problemas decisivos a un sentimiento separado de la razón. Así, fatalmente, el sujeto humano se reduce a un producto de la naturaleza, y como tal no libre: se tiene entonces un vuelco total del punto de partida de la cultura moderna, que consistió en la reivindicación del hombre y de su libertad.
Al profundizar el discurso, Ratzinger observa que la verdadera alternativa que tenemos adelante es si la razón es un producto casual o secundario de lo irracional, o si por el contrario está en el origen de todo. La inteligibilidad de la naturaleza, que es el supuesto del mismo saber científico, requiere la existencia de una inteligencia creadora y muestra así que sigue siendo válida también hoy la convicción fundamental de la fe cristiana: “In principio erat Verbum”.
En lo que se refiere en particular al agnosticismo, debemos preguntarnos si éste es concretamente realizable. La cuestion de Dios no es, en efecto, puramente teórica, sino eminentemente práctica, tiene consecuencia en todos los ámbitos de nuestra vida. Aunque en teoría adhiera al agnosticismo, en la practica estoy de todos modos obligado a elegir entre dos alternativas: o vivir como si Dios no existiera, adoptando en la práctica una posición atea, o bien vivir como si Dios existiera y fuera la realidad decisiva de mi existencia, adoptando de hecho una posición creyente. La cuestión de Dios es entonces ineludible y el agnosticismo se revela irrealizable. Los intentos de prescindir de Dios están entonces destinados al fracaso, tanto a nivel teórico como práctico: sólo reconociendo el primer lugar a Dios nuestra razón puede encontrar su amplitud […].
EN UNA “EXTRAÑA PENUMBRA”, EL ADVIENTO DE DIOS
Pero la valorización de la razón en la teología de Ratzinger no es en absoluto de tipo racionalista. Al contrario, él considera que ha fracasado el intento de la neoescolástica de demostrar la verdad de las premisas de la fe – los “praeambula fidei” – mediante una razón independiente de la fe misma, y que están destinados a fracasar eventuales intentos análogos. De hecho especialmente en el actual clima cultural, el hombre permanece prisionero de una “extraña penumbra” que pesa sobre la cuestión de las realidades eternas: para que surja una relación verdadera con Dios, Dios mismo debe tomar la iniciativa de ir al encuentro del hombre y de dirigirse a él.
La razón por sí sola entonces no basta, no es autosuficiente. Así como la fe tiene necesidad de la razón, del mismo modo la razón tiene necesidad de la fe para ser curada como razón y ser reconducida a sí misma, para poder ver de nuevo por sí misma.
Construir una nueva relación entre fe y razón es la gran tarea que tenemos por delante. Una tarea que, a pesar de todas las dificultades actuales, podemos afrontar con confianza porque “sólo el Dios que se hizo finito para desgarrar nuestra finitud y conducirla a la amplitud de su infinitud está en condiciones de ir al encuentro de las preguntas de nuestro ser”. Una vez más el primado de Dios y de la iniciativa salvífica emprendida por él en Jesucristo se hace una sola cosa con la reivindicación de la verdad del cristianismo.
Con información de Settimo Cielo. L’Espresso/Sandro Magister