¿Recuerdan la imagen del obispo de El Paso, Mark J. Seitz, arrodillado junto a un cartel de Black Lives Matter, solidarizándose con el movimiento que en esos momentos estaba arrasando las ciudades americanas, destruyendo unos negocios y robando otros, en marchas que se han saldado con decenas de muertos? El Papa le llamó para agradecerle su postura.
Hoy los obispos condenan otra protesta violenta, la de los trumpistas en el Capitolio. No verán un obispo arrodillado junto a un cartel de “Stop the steal” ni denunciando el fraude masivo. De lo que me alegro infinito, me apresuro a añadir. No es la labor del episcopado tomar partido en una disputa política, pero es claro que lo hacen, y cuando lo hacen, siempre es en la misma dirección que aplaude el New York Times o la CNN.
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Y en la nota en la que los obispos deploran el asalto de ayer, el arzobispo de San Francisco, Salvatore Cordileone, hace un llamamiento “a todos los estadounidenses de buena voluntad para que denuncien esta violencia contra el Capitolio de nuestra nación ahora”, y está muy bien. Y el arzobispo de Baltimore, William Lori, asegura: “Oramos fervientemente por la paz y la protección de Dios sobre nuestro país, nuestros legisladores y todos los que se encuentran en peligro este terrible día”. Y también está muy bien, aunque llama quizá la atención que no advirtieran en su día que el pillaje y la destrucción de las marchas supuestamente suscitadas por la muerte del delincuente habitual George Floyd a manos de la policía eran también violentas e ilegales.
Pero quizá la ausencia, el olvido más llamativo de todas estas pías notas sea una oración por la muerte, a manos de un policía, de una mujer desarmada en el asalto que condenan. Desarmada, sí, como Floyd. Y por un policía. Solo que, en este caso, la mujer no murió por un procedimiento de detención habitual que podía o no haber causado la muerte de un detenido, sino de un tiro a muy corta distancia, a sangre fría.