En el ambiente mediático y en la opinión pública se suelen exponer planteamientos reduccionistas y desfasados de la vida cristiana que parten de un desconocimiento, de prejuicios históricos y hasta de posturas antagónicas contra nuestra religión. Después del desarrollo y la divulgación de la teología, de las ciencias bíblicas, de los fundamentos doctrinales y de la historia de la Iglesia sorprende el concepto arcaico y trasnochado que se sigue teniendo acerca de algunas cuestiones de la fe.
Un problema de esta naturaleza se puede encontrar incluso dentro de las mismas comunidades cristianas donde ha faltado afianzar un proceso de formación en la fe. Dentro de tantas realidades religiosas que vienen consideradas de manera inadecuada, quisiera referirme en esta ocasión al concepto de santidad.
Todos aspiramos a la excelencia en las áreas donde nos desarrollamos. Queremos saber más y manejar con competencia y maestría lo que nos toca realizar, no con el afán de compararnos o desplazar a los demás, sino porque nos motiva la superación personal y disfrutamos el desarrollo personal.
Aunque ahora las ideologías están rebajando las metas, que por naturaleza nos proponemos, e intentan normalizar la mediocridad, el hecho es que nuestra alma tiende al crecimiento y la perfección. Decía Andrés Neuman: “No ser vulgar cuesta trabajo. Más que una naturaleza, la vulgaridad es una renuncia”. Nuestra naturaleza tiende a la bondad, a la superación y al desarrollo, pero las ideologías nos instalan en la mediocridad, renunciando a lo más esencial del ser humano.
Si de suyo se busca la bondad, la superación y el desarrollo, la fe que profesamos no es la excepción, por lo que en la vida cristiana la excelencia es la santidad. El encuentro con Cristo nos lleva siempre a superarnos a nosotros mismos y deja una motivación muy profunda para vivir la plenitud a la que hemos sido llamados.
Al encontrarse con el Señor quisiera uno conocerlo cada vez más; se prueba el gozo que deja la presencia de Dios en la vida y no quiere uno menos que eso; el encuentro con Cristo da un sentido de plenitud a la vida y no nos conformamos con menos; la experiencia de habernos sentido amados por Dios, a pesar de los errores que hayamos cometido, hace que el amor se convierta en el eje y la principal motivación de nuestra vida.
La santidad es la plenitud de la vida cristiana, aunque no debe entenderse de manera elitista, como si solamente aplicara en ciertos estados de vida y en algunos sectores de la comunidad cristiana. Más bien esta meta incluye a todos, pues cada bautizado está llamado a vivir la santidad.
Así desarrolla el papa Benedicto XVI el alcance que tiene la santidad en el pueblo de Dios, señalando que: “Es necesario hacer del término ‘santidad’ una palabra común, no excepcional, que no designe sólo a estados heroicos de vida cristiana, sino que indique en la realidad de todos los días, una respuesta decidida y una disponibilidad a la acción del Espíritu Santo”.
Además de las visiones estrechas e inadecuadas de la vida cristiana, a las que nos hemos referido, el problema es que el concepto puritano y trasnochado de la santidad nos ha llevado a descartarnos a nosotros mismos de esta meta que es inherente al conocimiento de Dios.
Suele pasar que cada uno, desde su propia realidad personal, se descarta de esta meta, pues ve su situación actual en franca desproporción con este ideal y como impedimento para alcanzar la santidad. Se tiende a ver únicamente lo que cada quien está viviendo y las propias posibilidades humanas, sin tomar en cuenta el carácter sorpresivo y renovador que tiene la gracia de Dios cuando la dejamos actuar en nuestra vida.
Habrá que señalar, para superar esta visión puritana a la que nos hemos referido, que la santidad no consiste en la ausencia de tentaciones y en no tener caídas, sino en aceptar la propia naturaleza humana y en levantarnos constantemente, con la gracia de Dios, para seguir caminando hacia la meta.
La santidad tampoco es la búsqueda de momentos excepcionales ni de fenómenos místicos, sino la fidelidad de todos los días: ser capaz de vivir lo ordinario de manera extraordinaria. La santidad no busca el aplauso, el reconocimiento ni el protagonismo. Decía Thomas Keating que: “A Dios le encanta que la santidad de sus amigos permanezca oculta y especialmente para ellos mismos”.
Por lo tanto, no se trata de cumplir innumerables tareas, mucho menos hacer cosas notables y extraordinarias, sino vivir en la alegría, en la fidelidad y en el silencio, pasando incluso desapercibidos para los hombres, como señala San Rafael Arnáiz: “El camino de la santidad cada vez lo veo más sencillo. Más bien me parece que consiste en ir quitando cosas, que en ponerlas. Más bien se va reduciendo a sencillez que complicando con cosas nuevas”.
La santidad, por lo tanto, no consiste en llegar a lugares especiales ni pasarnos toda la vida buscando experiencias estimulantes, sino descubrir la presencia de Dios donde nos encontramos y aprender a ser fieles en donde Dios nos ha puesto, en donde Dios nos necesita.
Se puede dar el caso de personas que en su afán de buscar a Dios se saturan de experiencias religiosas que los llevan a buscar cada vez más estas experiencias emocionantes, sin las cuales se enfría su fe. Van siempre en búsqueda de experiencias, de cosas novedosas y de propuestas modernas en la vida espiritual, sin las cuales pierde intensidad su vida cristiana.
Dicen que San Benito le tenía “manía” a los monjes itinerantes que iban de monasterio en monasterio. Ningún monasterio tenía la santidad que ellos creían merecer y, por eso, se instalaban en uno y al tiempo marchaban a otro.
Si buscamos a Dios, si tenemos hambre de él, lo primero es permanecer, estarse quietos en y con lo que nos ha tocado. Y desde lo que nos ha tocado buscar a Dios. La peregrinación más importante es la que tenemos que hacer dentro de nosotros mismos para maravillarnos con la presencia de Dios. Como decía Santa Teresa de Jesús: “No estamos huecos. Nuestra alma es como un castillo en el que habita Dios”. Y se lamentaba de no haber sido consciente de esta presencia y haber dejado solo al Señor durante tanto tiempo.
Este descubrimiento se convierte, de hecho, en el mayor secreto para ser fieles y nunca perder la alegría, a pesar de las tribulaciones y persecuciones que podamos enfrentar, pues como señala San Rafael Kalinowski: “El mundo puede quitarme todo, pero no puede quitarme el lugar escondido dentro de mí donde oro, donde encuentro a Jesús y donde se esconde la paz”.
Habrá que reconocer que en muchos casos somos buenos consumidores de lo sagrado, pero nos cuesta aceptar este camino de santidad que explica el verdadero sentido de la vida cristiana. Como dice Abel de Jesús: “Cuando los cristianos pierden la fe, convierten la liturgia en fiesta, la pastoral en entretenimiento, la dirección espiritual en psicoterapia, la santidad en ética y la oración en consumo de experiencias sentimentales”.
La santidad es el único argumento que este mundo quiere escuchar para aceptar el mensaje de la Iglesia. Nos toca ir recuperando, para la gloria de Dios, lo que el pecado nos ha ido arrebatando, de acuerdo a la exhortación de Georges Bernanos:
“Nos has lanzado en medio de la masa, en medio de la multitud como levadura; reconquistaremos, palmo a palmo, el universo que el pecado nos ha arrebatado; Señor, te lo devolveremos tal como lo recibimos aquella primera mañana de los días, en todo su orden y en toda su santidad”.
Dejemos, por tanto, que nuestro Hacedor siga moldeando nuestra vida para que alcance toda su hermosura, teniendo presente que: “Dios hace a sus santos, como el escultor sus obras maestras: a fuerza de martillo y cincel, no con el pincel” (Beata Teresa María de la Cruz).