El 18 de mayo se cumplieron 100 años del nacimiento del gran pontífice Juan Pablo II. A propósito de este acontecimiento, el Papa Benedicto XVI escribió una estupenda carta que destaca la gran fortaleza de fe y la determinación del Pontífice por volver a poner en el centro de la Iglesia a Cristo. Afirma en su texto: “Cuando el cardenal Wojtyla fue elegido sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia estaba en una situación desesperada”. A causa de una manipulación del Concilio “que se presentó al público como una disputa sobre la fe misma, lo que parecía privarla de su certeza indudable e inviolable. Un pastor bávaro, por ejemplo, comentando la situación, decía: «Al final, hemos acogido una fe falsa».
El resultado fue una sensación de que no había nada seguro, de que todo estaba en cuestión, percepción que fue alimentada por la manera en que se implementó la reforma litúrgica, que a muchos les pareció más una destrucción.
Los sociólogos —continúa el Papa Benedicto— compararon la situación de la Iglesia en ese momento con la de la Unión Soviética bajo Gorbachov, cuando toda la poderosa estructura del Estado finalmente se derrumbó en un intento de reformarla.
Una tarea que superaba las fuerzas humanas esperaba al nuevo Papa. Sin embargo, desde el primer momento, Juan Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia. Primero lo hizo con el grito de la homilía al comienzo de su pontificado: ¡No tengan miedo! ¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!
Es inolvidable el primer viaje internacional que hizo Juan Pablo II a nuestra patria, el país se paralizó, quedó profundamente marcado por los millones y millones de personas que salían a su paso para verlo y recibir su bendición. Su amor profundo y sincero por la Virgen de Guadalupe, la “Morenita”, como cariñosamente la llamaba, lo identificó profundamente con nuestro pueblo al que llamó: “México siempre fiel”.
El amor entre el Papa Juan Pablo II y el pueblo mexicano fue mutuo, aún queda en nuestra memoria su último viaje que debido al deterioro de su salud parecía imposible, pero él se empeñó en venir a canonizar al indio vidente Juan Diego; ante la oposición de sus médicos dijo: “Así sea en camilla yo voy a México”. Y ya en el aeropuerto su adiós final sigue en nuestro corazón: “Me voy, pero no me voy, me voy pero me quedo”. Y así fue, Juan Pablo II se quedó en nuestros corazones.
Su amor a Cristo y a la Iglesia, su profunda fe mariana, su defensa de la vida y de la dignidad humana, su lucha por la libertad, su amor por los pobres y los indígenas, su batalla contra toda opresión, la primera de ellas, el pecado, debe ser para nosotros su gran legado, un ejemplo luminoso que nos debe llevar al encuentro con Jesús, salvador del hombre.
Por: Contra Replica/P Hugo Valdemar