Antes que los evangelios se pusieran por escrito, la memoria, la predicación y el testimonio de los apóstoles fue el punto de partida para anunciar y dar a conocer al Señor Jesús. De los cuatro evangelios, el evangelio de San Marcos fue el primero que se escribió entre los años 65-75. Junto con los apóstoles, los discípulos y todos los hermanos que abrazaban la fe también sentían la necesidad de anunciar con su palabra y con su testimonio la vida de Cristo Jesús.
Sin embargo, dentro de estos testimonios es fundamental el recuerdo de María porque, como el mismo evangelio lo dirá posteriormente ya por escrito, María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón (Lc 2, 19).
Cuando no había evangelios y la vida de Jesús no estaba por escrito, había quedado grabado, sellado y custodiado en el corazón de la Madre. María guardó los hechos y la vida de Nuestro Señor desde la anunciación. No sólo lo conoció, sino que también lo concibió logrando así la relación más estrecha, íntima y profunda que una persona haya podido tener con Él.
Guardó en su corazón las palabras de Jesús, los hechos de la vida de su Hijo, sus sufrimientos, sus enseñanzas, sus milagros, los acontecimientos trágicos de su vida y las cosas incomprensibles que sólo con el paso del tiempo se abrieron a la comprensión.
El recuerdo de María no es anecdótico sino esencial. No evoca un pasado, sino que lanza a un futuro. No recuerda una vida lograda, sino que activa la memoria para llegar a experimentar que Jesús está vivo y se hace presente en la comunidad cristiana.
Comparte, por lo tanto, no sólo una historia, sino la misma persona del Salvador; transmite no sólo sus palabras, sino el fuego del Espíritu; da a conocer no solo su paso en este mundo, sino su presencia en nuestros corazones; comunica no sólo los hechos de la vida de Jesús, sino que provoca el encuentro con el Señor; anuncia no sólo a Jesús, sino que logra que lo experimentemos como un verdadero acontecimiento que nos lleva a seguir su camino.
Por eso, estos días de Pentecostés reconocemos y nos alegramos con la presencia de María en el nacimiento de la Iglesia. Porque como dice el papa Benedicto XVI: “No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María”.
Cuando murió Nuestro Salvador los apóstoles acudieron con la madre, se refugiaron en el regazo de María que guardaba la vida de su Hijo en su corazón, pero que al mismo tiempo sostenía a esta comunidad para que aguardara el cumplimiento de las palabras del Señor.
Donde está María hay un refugio, en su compañía siempre surge la esperanza y donde está la madre se pasa del miedo a la valentía, de la tristeza a la alegría, de la incertidumbre a la paz. Basta considerar el encuentro de María Santísima con su prima Santa Isabel para reconocer el efecto que siempre provoca la Madre de Jesús, como una especie de pequeño Pentecostés de acuerdo a la reflexión del papa Juan Pablo II:
Donde está María, allí está Cristo; y donde está Cristo, allí está su Espíritu Santo, que procede del Padre y de él en el misterio sacrosanto de la vida trinitaria”.
La Virgen María siempre atrae sobre los demás la presencia de Dios; donde va María llega la alegría y asegura la irrupción del Espíritu Santo. Por eso decía San Luis María Grignion de Montfort: “Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en un alma, se siente atraído irresistiblemente hacia ella y en ella hace su morada”.
Como los apóstoles, en medio de nuestro dolor acudimos a la madre por consuelo y esperanza, pero también para que active nuestra memoria de Jesús y nos mantenga a la expectativa de la llegada del Espíritu Santo, en esta bendita Iglesia donde el Señor nos ha dejado desde el día de Pentecostés.
Cromacio de Aquileya, comentando el libro de los Hechos de los apóstoles 1, 14, afirma: “La Iglesia se reunió en la habitación del piso superior de la casa, juntamente con María, la Madre de Jesús y juntamente con sus hermanos. Por esto mismo, no se puede considerar a la Iglesia como tal si no está presente María, Madre del Señor, juntamente con sus hermanos”.
Los apóstoles, que habían visto a Cristo resucitado y contemplado su ascensión gloriosa a los cielos, deseaban conocer muchos detalles de la vida e infancia de su Maestro. Y allí estaba la Madre, evocando aquellos recuerdos siempre vivos en su corazón: el anuncio de Gabriel en los años ya lejanos de Nazaret, los desposorios con José -a quien muchos de ellos no habían conocido-, el nacimiento en Belén, la adoración de los pastores y los magos, la huida a Egipto, la vida de trabajo en el taller de Nazaret, etc.
Cuántas revelaciones de María avivaban más la admiración por Jesús y les ayudaban a profundizar en su vida y en sus enseñanzas. Junto a María, la Virgen fiel, se encendía en ellos la fe, la esperanza y el amor para recibir al Paráclito.
Por lo tanto, en Pentecostés, la Iglesia aprende de María a acoger la palabra, a creer a pesar de todas las dificultades. De ahí que Benedicto XVI afirme que “en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu”.
María, por su profunda humildad y su amor virginal, se ha convertido en Esposa del Espíritu Santo. En este sentido, san Francisco de Asís, recogiendo la expresión del poeta Prudencio, vinculaba a María con la Iglesia, llamándola “esposa del Espíritu Santo”.
En unión a María sigamos pidiendo el don del Espíritu Santo teniendo en cuenta el efecto que provoca en el corazón de los fieles, como dice Benedicto XVI: “El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda”.
Confiemos en el cumplimiento de la promesa de Jesús reconociendo que: “El Espíritu Santo se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino” (Benedicto XVI).
Por obra del Espíritu Santo, María concibió a Jesús. El día de Pentecostés vino el Espíritu Santo sobre la Iglesia, que estaba reunida en torno a María. Siempre está presente María. De ahí que un día después de Pentecostés celebramos a María Santísima como Madre de la Iglesia. Que estas palabras de Mons. Luiz Carlos Eccel nos motiven a dirigirnos a ella con confianza:
“Yo no tengo una experiencia extraordinaria para compartir sobre nuestra madre María. Simplemente, como soy su hijo, he sido dado a Ella por el Hijo de Dios, trato de vivir mi vida día a día, tomado de su mano, y me siento feliz dar testimonio de ello. A Ella y al pueblo de Dios consagro mi vida todos los días. Nuestra madre María conoce las debilidades de sus hijos y también sabe que ellos quieren mejorar. Diariamente, viene a ayudarnos para conseguirlo. Ella es verdaderamente el camino más corto para alcanzar a Jesús, su Hijo divino, quien nos lleva al Padre. Con Mamá María, nunca estaremos solos; tenemos su bendición y protección como Madre de la Iglesia”.