“Para aquellos con fe, ninguna evidencia es necesaria; para aquellos sin fe, ninguna evidencia es suficiente”. Eso decía Santo Tomás de Aquino, para explicar la situación de los cristianos que no necesitamos pruebas científicas porque hemos visto y tocado el misterio de Dios. Antes de buscarlo, él nos ha encontrado y se ha mostrado maravillosamente, llevándonos al estupor.
En cambio, los que no tienen fe, aunque se ofrezcan razones y se presenten pruebas sobre la existencia y el amor de Dios, tienden a poner pretextos y a buscar la manera de polemizar los argumentos, porque su problema más que intelectual es existencial.
Recuerdo con sorpresa que hace algunos años un premio nobel de literatura se escandalizaba con el contenido de la Biblia, llegando a decir con cierta ironía -y con la prepotencia que a veces destilan los intelectuales- que la Biblia no puede ser palabra de Dios, pues contiene muchos relatos violentos. Comentaba con sorna que casi al abrir la Biblia salpica la sangre.
Se indignaba, pues, diciendo que cómo va ser esto palabra de Dios cuando hay relatos de fornicación, asesinatos, guerras, intrigas e historias deleznables de la condición humana. Bajo este argumento puritano y farisaico, algunos piensan que la Biblia, para hablar de Dios, debería tener una estructura lógica, metódica y académica, hablando más de Dios que del hombre.
Sin embargo, Dios no duda meterse en la historia de los hombres, a pesar de las historias de maldad. Dios no desprecia al ser humano, ni se avergüenza del hombre, sino que se mete en estas historias trágicas y perniciosas, para enderezar la historia del ser humano.
Es palabra de Dios porque Dios se ha encarnado, se ha querido dar a conocer en nuestra historia y trata de cambiar el corazón del hombre no con el poder ni la amenaza, sino solo con su amor.
En la Biblia hay infinidad de ejemplos a los que podemos recurrir para reconocer cómo el Señor ante la maldad y el pecado del hombre no ha sido lejano e indiferente, sino que se ha preocupado para impulsar una historia de recuperación, una historia de salvación.
Bastaría fijarnos en la historia de José, que presenta el libro del Génesis, la cual toca fibras muy sensibles de nuestra vida y de nuestra historia familiar. ¡Qué terrible la situación de José! Que sus hermanos lo hayan vendido y traicionado, y que con tanto cinismo hayan mentido a su padre acerca de su paradero.
Esta historia cruel pone al descubierto las historias que seguimos viviendo en nuestra sociedad y en nuestras familias: historias de traición, de odio y distanciamiento entre padres e hijos, y entre hermanos. Historias que, muchas veces, acaban en los tribunales cuando hay problemas de herencias.
Pero al ponernos al tanto de la gravedad de los acontecimientos, la Biblia nos transmite una enseñanza fundamental: todo se puede perdonar. No podemos decir que lo que nos pasó es imperdonable.
José contó toda la vida con el favor de Dios, a pesar de la traición de los hermanos, y se pudo superar de ese dolor tan grande, de la amargura que le provocaron sus hermanos, y siendo un esclavo llegó a ser funcionario del faraón y teniendo tanto poder para aplastar a sus hermanos y desquitarse de todo lo que le hicieron, sin embargo, optó por el amor. Tenía el poder para aplastarlos, pero ocupó el poder que tiene el amor para perdonarlos.
Por eso, brilla ante nosotros y es el antecedente del otro José que nosotros admiramos porque acogió y protegió al Niño y a la Virgen María. De tal manera que ahora pedimos prestadas las palabras del faraón cuando le decía a la gente: “Vayan con José y hagan lo que él les diga”, para aplicarlas a nuestro José. Cuando enfrentemos situaciones difíciles donde tengamos necesidad que Dios transforme nuestros momentos de dolor en historias de salvación, hay que recordar estas palabras: “Vayan con José…”
Nuestro José no responde con palabras, pero su silencio es más elocuente que las palabras, ya que nos lleva a la contemplación del misterio de Dios para ver que todo se pueda perdonar. No podemos cerrarnos al perdón, porque entre más nos cerramos al perdón más crece la herida y la amargura que no nos permite vivir en paz.
Viendo a José de Egipto y a José, esposo de María, aprendemos que hay que cuidar nuestra esencia, nuestra bondad, y sentirnos bendecidos por la nobleza que el Señor ha impreso en nuestros corazones. Hay que estar muy pendientes porque a veces los problemas, las traiciones e injusticias pueden hacernos cambiar nuestra esencia. Y por la amargura y el dolor podemos hacernos malos, injustos y negativos, perdiendo nuestra esencia.
Cuando no sabemos enfrentar la realidad y manejar situaciones conflictivas, podemos asumir la misma lógica del agresor, la misma actitud del que nos ataca.
José no permitió que la traición amargara su corazón. Por supuesto que sufría y le dolía recordar lo que sus hermanos hicieron con él, pero no permitió que su esencia de bondad cambiara y que la amargura y el resentimiento dominaran su corazón. Cuando tuvo la posibilidad de hacer el bien a sus hermanos nunca lo dudó, porque conservó su esencia, su bondad, y no permitió que esta traición cambiara su corazón y lo llevara a responder con la misma maldad que sufrió.
«El problema del mal que nos hacen no es el dolor que nos causa, sino que ese dolor nos pueda endurecer el alma». El alma herida puede volverse mala, puede alejarse del amor para siempre, herida y moribunda.
Sabiendo que es difícil conservar nuestra esencia, porque queremos reaccionar y pagar con la misma maldad, necesitamos considerar cómo mantenernos en la bondad, para que nada ni nadie cambie nuestra esencia, y las cosas más graves que podamos enfrentar no desdibujen la nobleza y bondad de nuestra alma.
Como José hay que esforzarnos por seguir siendo buenos, pero no ingenuos. Nunca debemos renunciar a la bondad ni arrepentirnos de hacer el bien, a pesar de que el mundo vaya en sentido contrario, pero no debemos ser ingenuos. Debemos aprender a ser astutos, prudentes y críticos ante la maldad que hay en el mundo.
Por supuesto, que muchas veces nos podemos sentir solos, al darnos cuenta cómo se normaliza la maldad, la mentira, la corrupción y la violencia. Incluso, uno se puede cansar y pensar que está del lado equivocado.
Sin embargo, la fe nos sostiene y nos impulsa al hacernos sentir de alguien. Cuando nos sintamos solos en el mundo al vivir el evangelio, cuando veamos que pocos hacen el bien y la maldad se sigue extendiendo, nunca olvidemos este sentido de pertenencia.
La fe cristiana significa saberse de Alguien, y por esta pertenencia todo se puede afrontar, reconociendo que nos asiste el Espíritu Santo para que nunca nos cansemos y arrepintamos de hacer el bien. Se trata de la confianza del niño que se confía a su madre en momentos de dificultad.
Nunca estamos solos y en los momentos de confrontación, como prometió el Señor Jesús, seremos asistidos por el Espíritu Santo que nos mostrará lo que hay que hacer y que nos dirá lo que hay que decir.