La nueva ley fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano se publicó el mismo día, 13 de mayo, en que la atención de todos estaba puesta en el encuentro entre Francisco y el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky. Con el efecto de que se dieron pocas y malas noticias. Cuando en realidad desde sus primeras líneas marcó un giro temerario y sin precedentes en la historia y concepción del papado.
Atención. El punto de inflexión no está en el artículo 1 de la nueva ley fundamental, en la que está escrito que “el Sumo Pontífice, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, tiene la plenitud del poder de gobierno, que incluye el poder legislativo, ejecutivo y judicial”.
Hasta aquí todo como antes, aunque impresiona el contraste entre la evolución “sinodal” del gobierno de la Iglesia con un cariz más democrático, que Francisco dice todos los días que quiere promover, y el desenfrenado absolutismo monárquico con el que de hecho manda tanto en la Iglesia como en el pequeño Estado del que es “Papa-rey”, concentrando en sí mismo todos los poderes y ejerciéndolos a su antojo.
El verdadero punto de inflexión está en el preámbulo, también firmado por Francisco, que comienza así: “Llamado a ejercer en virtud del ‘munus petrino’ poderes soberanos también sobre el Estado de la Ciudad del Vaticano…”.
Es en este “en virtud del ‘munus petrino’” donde radica la novedad sin precedentes. Es decir, en hacer que los poderes temporales del Papa deriven también de su servicio religioso a la Iglesia como sucesor del apóstol Pedro. O en otras palabras: en revestir de derecho divino no sólo el gobierno espiritual de la Iglesia, sino también el gobierno temporal del Estado de la Ciudad del Vaticano.
En realidad, en la doctrina de la Iglesia católica, el “munus petrinus” conferido por Jesús al primero de los apóstoles no tiene nada que ver con ningún poder temporal. Y la historia lo confirma.
Desde sus orígenes y durante muchos siglos, el papado no tuvo Estado propio. Y después de perder en 1870 lo que quedaba de los Estados Pontificios, siguió sin territorio propio durante sesenta años.
El minúsculo Estado de la Ciudad del Vaticano nació en 1929 en virtud de un tratado entre la Santa Sede e Italia. Y tanto antes como después, es la Santa Sede, no el Estado, el sujeto titular de la soberanía internacional. Entre 1870 y 1929, cuando los Estados Pontificios ya no existían y todavía no existía el Estado de la Ciudad del Vaticano, la Santa Sede mantuvo el derecho de legación activa y pasiva, abriendo nuevas nunciaturas y acreditando ante sí a los representantes diplomáticos de nuevos países, además de firmar concordatos, que por su propia naturaleza entran dentro del Derecho internacional, e involucrándose en misiones y arbitrajes internacionales. Sólo en el pontificado de Benedicto XV, entre 1914 y 1922, la Santa Sede estableció relaciones diplomáticas con diez nuevos Estados.
Siempre evitando con sumo cuidado ceder a doctrinas teocráticas de fusión entre trono y altar. Ni en el tratado de 1929 ni en ningún documento anterior o posterior a lo largo de los siglos consta nada parecido, antes del fatídico 7 de junio de este año, día en que entrará en vigor la nueva ley fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano.
Ciertamente, en la historia de la Iglesia católica han aflorado por todas partes tentaciones de revestir de derecho divino con los poderes del “Papa-rey”, pero siempre fueron rechazadas. Y precisamente por parte de exponentes de la Iglesia de orientación ultraconservadora, a los que cabría imaginar más dispuestos a ceder en su lugar.
Giovanni Maria Vian, profesor de Literatura cristiana antigua y ex director de “L’Osservatore Romano”, citaba justamente en el diario “Domani” del 21 de mayo al gran jurista y canonista Nicola Picardi, quien definió la concepción teocrática como “sustancialmente extraña a la doctrina católica”, “sobre la base de lo que formuló en 1960 un conservador como el cardenal Alfredo Ottaviani: ‘Ecclesiae non competit potestas directa in res temporales’, es decir, que la Iglesia no tiene poder directo en los asuntos temporales”.
Antes de eso se puede citar a Pío IX, es decir, al mismo Papa que fue privado del Estado Pontificio, quien un año después de la pérdida, en la encíclica “Ubi nos” de 1871, protestó reivindicando la necesidad de un Estado que protegiera la “más plena libertad” del Papa para “ejercer el poder supremo y la autoridad en toda la Iglesia”, pero escribió que “el principado civil de la Santa Sede fue dado al Romano Pontífice por singular consejo de la Providencia”. Nada más que “por singular consejo”; ¡diferente a “en virtud del ‘munus petrino’”, como en la actual ley fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano!
Pero aún más pertinente es lo que escribió en 2011 en la revista ‘Barnabiti Studi‘ Roberto Regoli, historiador de la Iglesia y profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana, en un erudito ensayo sobre el cardenal Luigi Lambruschini, secretario de Estado con el papa Gregorio XVI (1831-1846), ambos con fama -no siempre históricamente fundamentada- de “villanos reaccionarios”.
Llamado a juzgar un texto en curso de publicación en “defensa del dominio temporal” de la Santa Sede, Lambruschini comenzó objetando que “la primacía fue otorgada a la persona de Pedro y no a la Sede”.
Al llegar después al meollo de la cuestión, es decir, al origen del poder temporal de la Iglesia romana, Lambruschini admite que es oportuno “por el bien mismo de la Religión que la Cabeza Suprema de la misma tenga un Estado independiente, para poder gobernar con la necesaria libertad e imparcialidad a la Iglesia y a los Fieles esparcidos por el mundo católico”. Pero para rechazar inmediatamente el supuesto del autor del texto, según el cual “el origen de los Dominios temporales de la Santa Sede es Divino, como lo es el origen de la Cátedra de San Pedro fijada en Roma”.
Para Lambruschini, vincular el poder temporal de los Papas al “origen divino de la Cátedra de San Pedro” -es decir, como hoy al “munus petrino”- “es insostenible y peligroso”, porque “si los dominios temporales fueran absolutamente necesarios a la Cabeza Suprema de la Iglesia en la forma expresada por el autor, se seguiría de ello que Jesucristo habría faltado por tanto a su Iglesia ‘in necessariis’ al comienzo mismo de la época que la estableció, ya que durante varios siglos los Sumos Pontífices no fueron ciertamente Soberanos temporales”.
Lambruschini fue escuchado y ese texto retirado.
Hasta hoy, cuando esa tesis “insostenible y peligrosa” se ha hecho oficial, con la firma del Papa reinante.
Por SANDRO MAGISTER.
MIÉRCOLES 31 DE MAYO DE 2023.
CIUDAD DEL VATICANO.
SETTIMO CIELO.