Mientras que Benedicto fue innovador, Francisco supone un retroceso. En 1870, en el Concilio Vaticano I, el Papa Pío IX consiguió la aprobación de la Pastor Aeternus, que definía la doctrina de la primacía papal y la infalibilidad pontificia.
Esta solemne ocasión inauguró una serie de pontificados imperiales que concentraron el poder en Roma. Se promovía a los aliados y se censuraba a los disidentes. Este estilo centralizador y autoritario de gobierno fue revocado por el Vaticano II, que puso un renovado énfasis en la colegialidad episcopal. Sus tumultuosas consecuencias contribuyeron en gran medida a debilitar el poder pontificio. Sin embargo, el ultramontanismo y la autocracia papal volvieron con la elección de Jorge Mario Bergoglio, S.J. El Vaticano actual tiene más en común con la época de Pío XII que con la de Juan Pablo II.
La Iglesia católica funciona con un sistema de patronazgo. Un buen obispo cultiva a los hombres con talento, dándoles oportunidades de demostrar su celo evangélico y su aptitud administrativa. Una red informal pero poderosa de eclesiásticos influyentes recomienda para altos cargos a quienes aprovechan bien estas oportunidades. Juan Pablo II hizo saber que desaprobaba la teología de la liberación, que en los primeros años de su pontificado desempeñó un papel importante en algunos sectores de la Iglesia en América Latina. Promulgó encíclicas con fuertes afirmaciones doctrinales que inquietaron a los teólogos liberales, algunos de los cuales fueron sancionados. Tras una temporada de «todo vale» en la década de 1970, la mano derecha de Juan Pablo II, Joseph Ratzinger, estableció límites teológicos claros. Pero, en general, Juan Pablo II dejó intacto el antiguo sistema de patronazgo en la Iglesia, lo que significó que hombres con una variedad de puntos de vista teológicos ascendieron a puestos de poder y prominencia.
Juan Pablo II rara vez intervenía en asuntos rutinarios de gobierno, porque confiaba en los logros espirituales del Concilio Vaticano II. Creía que el Concilio proporcionaba una base teológica sólida y amplia para la Iglesia católica moderna, que no le exigía microgestionar nombramientos ni obligar a cardenales y obispos a estar de acuerdo con él. Aunque a veces ejerció su autoridad, en la mayoría de los casos fomentó nuevas iniciativas en lugar de inmiscuirse en las instituciones existentes. Echando la vista atrás a su largo pontificado, podemos decir que Juan Pablo II fue lo contrario de Teddy Roosevelt: hablaba con voz potente, pero llevaba un palo pequeño.
No quiero decir con esto que el santo Papa fuera débil. Sin duda, el fantasma de Yuri Andropov nos recordaría que decir la verdad frente a la mentira puede tener un efecto mayor que aporrear con un garrote. Pero en los asuntos de la Iglesia, el Papa polaco instaba y exhortaba más a menudo que ordenaba y disciplinaba. Su encíclica Veritatis Splendor fue un buen ejemplo. Juan Pablo II se contentó en gran medida con responder al error generalizado con una enseñanza clara. Rara vez utilizó el poder de su cargo para disciplinar a quienes se le oponían. Y cuando lo hizo, sus críticos no fueron silenciados. Después de que se revocara la licencia de Hans Küng para enseñar a los seminaristas, el teólogo alemán siguió hablando tanto como siempre.
En mayor medida aún, Benedicto XVI se acomodó al pluralismo teológico de la Iglesia postconciliar. Respetó la inteligencia teológica y, aunque no estaba de acuerdo con la teología de su colega alemán Walter Kasper, no se esforzó por destruir la influencia de Kasper, cosa que podría haber hecho durante los últimos años del pontificado de Juan Pablo II. Tras su elección, Benedicto confirmó a Kasper al frente de la oficina ecuménica del Vaticano. La decisión fue típica. Benedicto XVI toleró que altos funcionarios del Vaticano se opusieran a él, aunque no abiertamente, pero sí de forma burocrática, algo evidente para los observadores avezados del Vaticano.
El aspecto más notable del liderazgo de Benedicto XVI fue su esfuerzo por establecer un marco duradero para una Iglesia pluralista. Otorgó estatus canónico a una tradición litúrgica no romana, el Ordinariato Anglicano, y, como ya he señalado, promulgó Summorum Pontificum, que regularizó la celebración de la Misa tradicional en latín. Fueron acciones diametralmente opuestas a la tendencia centralizadora de la Iglesia preconciliar, que exigía uniformidad.
Ni Juan Pablo II ni Benedicto XVI defendieron el «pluralismo», una contraseña progresista. Ambos deseaban que la Iglesia se reconsolidara en torno a una interpretación del Concilio Vaticano II que se adhiriera a una «hermenéutica de la continuidad». Pero reconocieron la realidad: la Iglesia después del concilio estaba fragmentada. Por lo tanto, Juan Pablo II y Benedicto XVI trataron de guiar a los fieles de manera que no empeorara la fragmentación, lo que significaba tolerar la disidencia, incluso cuando se manifestaba en contra de la enseñanza papal.
La existencia del Grupo de San Gallen, el cónclave informal de poderosos cardenales que fue decisivo en la elección de Bergoglio en 2013, indica lo amplio que fue el enfoque adoptado por Juan Pablo y Benedicto. Estos cardenales, que se opusieron a muchos aspectos de los pontificados de Juan Pablo y Benedicto, pudieron ejercer influencia y patrocinio en sus esferas sin que de Roma emanaran contramedidas.
Francisco actúa de otra manera. A menudo está en guerra con el pluralismo postconciliar. Ha desairado a arzobispos de diócesis prominentes que tradicionalmente ven a sus pastores elevados al Colegio Cardenalicio. Esta medida, muy deliberada, pretende provocar disrupción en la «normalidad» y abrir el camino para que Francisco nombre a hombres claramente aliados con su programa. Su enfoque es novedoso. Los papas imperiales de finales del siglo XIX y principios del XX respetaban los derechos de las sedes tradicionalmente prominentes. Francisco parece decidido a ejercer el máximo control.
También ejerce su poder en otros ámbitos. Juan Pablo II hizo sonar su sable suspendiendo el gobierno ordinario de la Compañía de Jesús en 1981 y nombrando a un delegado papal para supervisar la elección de un nuevo superior general. Pero no llegó a utilizar su autoridad para rehacer la Compañía, como esperaban algunos conservadores. Por el contrario, el Papa Francisco se ha metido de lleno en los asuntos de los Caballeros de Malta. Las críticas a Amoris Laetitia y a los equívocos de Francisco sobre la indisolubilidad del matrimonio le llevaron a «relanzar» el Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia, una forma delicada de decir que despidió a quienes se mostraron críticos. Del mismo modo, el cardenal Gerhard Müller vio cómo se ponía fin a su mandato al frente de la entonces llamada Congregación para la Doctrina de la Fe por el delito de criticar las líneas de acción favoritas del Papa. En numerosas ocasiones, el Papa Francisco ha desplegado delegados suyos para denunciar a los críticos. Es un secreto a voces en Roma que el Papa Francisco es un agente despiadado, al que no se puede traicionar si se espera sobrevivir en la Curia.
El regreso del papado imperial es una ironía de la historia. Francisco dice que pretende recuperar el verdadero Vaticano II, un concilio «abierto al Espíritu», no encorsetado y estrecho. Sus declaraciones y las de sus aliados emplean a menudo el lenguaje litúrgico progresista de la diversidad, el pluralismo y la inclusión. Estas bonitas palabras pretenden señalar una sociedad abierta que ha renunciado a los viejos métodos de imponer autoridad y exigir conformidad. En la práctica, señalan una agenda política mundana que es agresiva y no conciliadora.
La ironía del liberalismo autoritario se introdujo en el progresismo católico desde el principio. El progresismo católico impulsó experimentos para «hacer Iglesia» con la confianza de que ninguno conduciría a nada dogmático y tradicional. Como aprendí al principio de mi carrera como profesor en una universidad liberal jesuita, «diversidad» significa que todo el mundo está de acuerdo en que las misas con guitarras son maravillosas, los pecados sexuales no son gran cosa y la autoridad es mala, a menos que la poseas tú, en cuyo caso debe usarse para silenciar a cualquiera que no esté comprometido con el «progreso».
Hace muchos años, cuando visitaba a mi hermano, asistí a una famosa parroquia progresista de los suburbios de Chicago. La liturgia no se celebraba de acuerdo con las rúbricas requeridas. Entre otras cosas, el credo se modificó para hacerse eco de pietismos progresistas. En otras palabras, no era kosher. Sin embargo, pude reconocer fácilmente a la Iglesia católica en aquella hora de culto. Aquella congregación representaba una de las muchas corrientes que surgieron tras el Concilio Vaticano II. No me equivocaba al pensar que, aunque a su estilo, la parroquia formaba parte de la Iglesia. Unos años más tarde, volví a ir y la liturgia ya no era tan irregular; el Credo Niceno había sido restaurado.
Juan Pablo II y Benedicto XVI tenían razón. El Vaticano II desencadenó muchos experimentos que buscaban la discontinuidad, incluso hasta el punto de la herejía. Pero el Concilio poseía integridad y fuerza evangélica que, con el tiempo, han vuelto a tejer muchos hilos equivocados en el tapiz de la tradición apostólica.
Los católicos progresistas dicen que la Iglesia está en peligro por los jóvenes que no aceptan la autoridad del Vaticano II. Tal vez exista este tipo de feligreses, aunque dudo que su tribu sea numerosa. En mi opinión, el fenómeno mucho más significativo y peligroso es el siguiente: después de muchas décadas de gobierno estable por parte de Juan Pablo II y Benedicto XVI, los católicos progresistas hacen la extraordinaria afirmación de que el Vaticano II no logró arraigar y que las últimas décadas han sido un interludio desafortunado. Sólo ahora, dicen, con el Papa Francisco al timón, ejerciendo un férreo control, el genio del concilio se instalará por fin en la vida de la Iglesia como la verdad obligatoria e imperativa que todos deben obedecer. Paradójicamente, por mucho que se hable de honrar el Vaticano II, esta mentalidad revela una falta de confianza en el concilio. El contraste con la mentalidad de los dos papas que desempeñaron un papel destacado en aquellas extraordinarias sesiones celebradas en Roma a principios de la década de 1960 no podría ser más llamativo.
R.R. RENO.