* En el nacimiento de María, una luz maravillosa se enciende por fin en la oscuridad del mundo.
* La Aurora de la Luz, predestinada por Dios, por obra del Espíritu Santo, nos trae al Salvador que viene a «iluminar a los que están en tinieblas y sombras de muerte, para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,29).
* La primera Eva nos trajo pecado, oscuridad y muerte. La nueva Eva nos trae gracia, luz y vida.
El Señor reveló el pecado original a Israel desde el principio, desde la caída de Adán y Eva (Gen 3). Y los judíos conocieron su propia condición pecadora, congénita a todos los hombres: «En la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). Pero el Señor, tras la caída, maldijo al diablo en el Edén: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer» (3,15). Y al fundar el Pueblo elegido, prometió a Abraham que «serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra» (Gen 12,3). Israel, al paso de los siglos, alternando fidelidades y pecados, persevera en la esperanza de un Salvador, de una nueva Eva, que vencerán al diablo.
Espera Israel al Salvador, sí; pero también a su misterioso origen en el mundo, porque sabe que «el Señor mismo os dará la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz un hijo, y le da por nombre Emmanuel», Dios con nosotros (Is 7,14).
El Nacimiento de la Santísima Virgen María
En el nacimiento de María, una luz maravillosa se enciende por fin en la oscuridad del mundo. La Aurora de la Luz, predestinada por Dios, por obra del Espíritu Santo, nos trae al Salvador que viene a «iluminar a los que están en tinieblas y sombras de muerte, para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,29). La primera Eva nos trajo pecado, oscuridad y muerte. La nueva Eva nos trae gracia, luz y vida.
Es lógico que en el Año litúrgico de la Iglesia se celebre la memoria de los santos en el día de su muerte. Es entonces cuando se ha detenido su crecimiento en la vida de la gracia; y cuando pasan definitivamente de la muerte a la vída: es el dies natalis. Solamente celebra la Iglesia el nacimiento de Jesús, de María, y de San Juan Bautista. Celebramos el nacimiento de María porque desde antes de nacer es ya la Llena de gracia, exenta de todo pecado, preservada en total santidad para venir a ser Madre de Jesús. Y celebramos el nacimiento de San Juan Bautista porque fue santificado antes de nacer: «Así que oyó Isabel el saludo de María, se estremeció el niño de gozo en su seno» (Lc 1,41), y quedó purificado por la presencia de Jesús en el seno de María, que estaba hecha una Custodia eucarística.
El nacimiento de María es la gloria de la naturaleza humana
Nacida María según las leyes de la naturaleza humana, y elegida para la Maternidad divina, Ella nos demuestra que nuestra naturaleza no es una natura corrupta, incapaz de recibir la salvación, y menos aún la filiación divina. Por eso canta la liturgia Tota pulchra es, Maria, et macula originalis non est in te… Tu, gloria Jerusalem, Tu laetitia Israel, Tu honorificentia populi nostri… Nacida sin pecado, llena de gracia, en ella, hija de Abraham, del linaje de David, «serán bendecidas todas las naciones de la tierra», porque nos trae al Salvador del mundo. Con toda humildad y verdad declara de sí misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Así es, y así será por los siglos de los siglos. Amén.
Como el anciano Simeón toma en brazos al niño Jesús, presentado en el templo, hoy en la Iglesia tomamos en los brazos de nuestra fe y caridad a la niña María recién nacida. Y bendiciendo a Dios decimos: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque han visto mis ojos al origen de nuestra salvación» (cf. Lc 2,29).
Sabemos que esta niña tan chiquita va a ser la Madre del Salvador del mundo, la Madre de Dios, la «mujer envuelta en sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1). Texto misteriosamente relacionado con aquel del Génesis : «Ésta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gen 3,15).
Infinita en la humildad y la majestad
En el maravilloso designio de Dios providente, María nace como humilde hija de David, de una estirpe davídica sin gloria mundana. Vive en la menospreciada Galilea, al norte del Israel prestigioso: «Investiga y verás que de Galilea no ha salido profeta alguno» (Jn 7,52). Está María casada con un carpintero, y vive en una aldea apenas conocida: «¿De Nazaret puede salir algo bueno» (Jn 1,46).
Poco hablan de ella los evangelistas, aunque muy importante. Se acomodaban a los modos habituales de su entorno, que tanto sujetaban la esposa al esposo. San Mateo no registra la genealogía materna de Jesús, sino sólo la de San José, su padre legal. San Pablo en sus numerosas cartas no cita las apariciones del Resucitado a las santas mujeres, y no menciona a María, aunque alude a su misterio, diciendo de Jesús, «nacido de mujer» (Gál 4,4). Aparte de los condicionamientos culturales, parece claro que ha de verse en esa sobriedad silenciosa un designio altísimo de Dios providente: es providencia del Señor que la vida de María esté «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).
Ya advirtió San Ignacio de Antioquía (+107) que Dios había guardado el misterio de María en el silencio: Así «quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios» (Efesios XIX,1).
Y San Bernardo (+ 1153): «Loable virtud es la virginidad, pero aún más necesaria es la humildad. Puedes salvarte sin la virginidad, pero no sin la humildad». La misma María dice: «“Miró el Señor a la humildad de su sierva” mucho más que a la virginidad. Y aunque por la virginidad agradó a Dios, con todo, concibió por la humildad. De donde consta que la humildad fue la que hizo también agradable su virginidad» (Hom. sobre la Virgen Madre I,5).
Pero María es «la Gloriosa», como la llama Gonzalo de Berceo (+1264), y lo es también por designio de Dios providente: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada». Ella es la Hija del Padre, la Esposa del Espíritu Santo, la Madre de Cristo. Ella es la Aurora maternal del que es la Luz del mundo, el Salvador único de la humanidad. Ella es el punto de paso entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Después de su Hijo, es Ella lo más santo y santificante de la Alianza antigua y de la Nueva. Es la Nueva Eva, la verdadera «madre de todos los vivientes» (Gen 3,20).
Dignare me laudare te, Virgo sacrata.
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Poco se sabe de las circunstancias y datos concretos acerca del Nacimiento de María, la Virgen. El Protoevangelio de Santiago, apócrifo de finales del siglo II, da algunos detalles. Pero, como es lógico, la Iglesia antigua guardó de un hecho tan extraordinario una tradición constante, que poco después de los Concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451), vino a celebrarse en el curso anual de la liturgia. Son numerosas las predicaciones de los Santos Padres sobre el nacimiento de María, especialmente entre los Orientales.
Destaca el formidable sermón del arzobispo San Andrés de Creta, que la Liturgia de las Horas recoge en el Oficio de lectura (8 septiembre). Nació en Damasco hacia el 660, profesó la vida monástica, fue notable por sus sermones y por sus himnos litúrgicos. Nombrado arzobispo de Gortina en Creta, allí dedicó un Santuario a la Virgen, con el título de la «Fuente Viva». Murió en el año 740.
A mediados del siglo VII se comenzó a celebrar en Roma la Natividad de la Virgen, con la Purificación, Anunciación y Asunción de María, en un tiempo en que la violencia del Islam provocaba emigraciones en las regiones sujetas a su yugo. En tiempo del papa Inocencio IV (1243-1254) llegó a tener Octava propia. Actualmente es fiesta no de precepto.
–Ave, María purísima.
–Sin pecado concebida.
José María Iraburu, sacerdote.
InfoCatólica.