¿Dónde va el Sínodo sobre la sinodalidad?

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Antes de hablar de un sínodo de la Iglesia, conviene reconocer que, sin duda alguna, la inmensa mayoría de las personas que participen en él lo harán con la mejor e incluso la más santa de las intenciones. Igualmente, siempre habrá quien se beneficie de lo que oyó en una sesión sinodal o de un acto litúrgico que se celebró, gracias a Dios. Por otro lado, también hay que reconocer que, como dice el refrán, las buenas intenciones no siempre llevan al cielo o a lo mejor para la Iglesia. En ese sentido, aparte de reconocer las buenas intenciones de los participantes y las experiencias pesonales positivas que haya, puede ser buena idea analizar también objetivamente a dónde lleva este Sínodo sobre la sinodalidad.

Para ello, a mi entender, lo primero que hay que hacer es no dejarse llevar por la propaganda (incluso aunque se trate de propaganda bienintencionada). Como fundamento y objetivo principal de este sínodo se señala que “sínodo” significa “caminar juntos” y se hacen multitud de consideraciones piadosas sobre ese tema. Estupendo. Es cierto que, etimológicamente, las raíces griegas del término significan más o menos eso. Sin embargo, no es menos cierto que, desde hace al menos dos milenios y especialmente en el ámbito eclesiástico, la palabra sínodo significa algo mucho más prosaico y cercano a la realidad: simplemente, una reunión.

Por lo tanto, hablando en plata, un sínodo sobre la sinodalidad es una reunión sobre reunionología. Es (o intenta ser, porque los fieles, como es lógico, se resisten a participar) una reunión a nivel planetario, formada por innumerables reunioncitas diocesanas y nacionales, que desembocará en una reunión episcopal, para discutir sobre las reuniones y con la conclusión predeterminada de que lo que necesitamos en la Iglesia es tener aún más reuniones, porque eso es “lo que Dios espera”.

Los norteamericanos, que gustan de expresarlo todo en forma de ley, mencionan de vez en cuando la Ley de Hendrickson, que dice que, en una institución burocrática, cuando un problema causa muchas reuniones, a la larga las reuniones terminarán siendo más importantes que el problema. Es decir, para enmascarar que no se está haciendo nada con miras a solucionar el problema, se convocan reuniones. Y, cuanto más largas e interminables sean, más parece que se está trabajando en solucionar el problema, cuando, en realidad, no se está haciendo nada y el problema no hace más que empeorar, porque las propias reuniones se han convertido en el fin de la organización. Esta etapa, de decadencia ya casi total, es la que está viviendo la Iglesia en la actualidad, como se manifiesta en la hiperinflación de documentos, planes pastorales, campañas de publicidad y, sobre todo, reuniones que sofocan la vida eclesial.

Resulta muy difícil no sentir un estremecimiento cuando uno se da cuenta de que el sínodo es ni más ni menos que una reunión elevada a la enésima potencia, formada por una miríada de prerreuniones, reuniones y postreuniones y dedicada a discutir interminablemente sobre las reuniones en sí mismas. Todo católico que conoce, aunque sea ligeramente, la vida de las parroquias y diócesis, sabe que la plaga de nuestra Iglesia son las reuniones. Son especialmente conscientes de ello los sacerdotes, que tienen que sufrir aburridísimas reuniones de escasa utilidad y contenido bastante vago. Es muy conocido el chistecillo clerical que dice que no sabemos si, cuando vuelva, el Señor nos encontrará unidos, pero lo que es seguro es que nos encontrará reunidos. Otros chistosos, con un humor más negro, se contentan considerando que las inacabables reuniones son, al menos, un saludable recuerdo de la existencia del infierno eterno.

En el mejor de los casos, un sínodo sobre la sinodalidad sería una inmensa pérdida de tiempo, pero además se convierte en negligencia criminal si tenemos en cuenta el estado de la Iglesia, que humanamente es lamentable, como ya hemos señalado multitud de veces. En los antiguos países católicos, la presencia pública del catolicismo se ha reducido a un folklore cada vez más ajeno al conjunto de la sociedad. Miremos donde miremos, el católico parece una especie en peligro de extinción. Las apostasías en Europa y América son masivas y se van acelerando cada vez más, excepto, tristemente, en algunos países centroeuropeos donde no quedan ya suficientes católicos para que sigan apostatando en gran número. Los matrimonios por la Iglesia se reducen a cifras irrisorias y, cada vez más, también los bautismos, las confesiones y la asistencia a Misa. ¿Quedamos pocos, pero más sinceros? No. En Estados Unidos, las encuestas muestran que más de la mitad de los católicos no creen en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y, en cuanto a moral, son indistinguibles de los paganos, una situación que podemos estar seguros de que es similar en los demás países.

Esta apostasía no se limita a los laicos. Al contrario, parece claro que se inició entre el clero y los religiosos y, horresco referens, a menudo sigue siendo impulsada por ellos, desde dentro de la Iglesia. Multitud de colegios y universidades “católicos” no solo son un exitoso semillero de ateos, sino de ateos que odian especialmente a la Iglesia, porque sus propios clérigos les han enseñado que es una institución caduca, represiva y contraria a las “conquistas” de la modernidad. Todo el mundo sabe que, eligiendo una parroquia u otra, se puede escuchar a un sacerdote que defiende la moral de la Iglesia o a otro que elogia y recomienda los anticonceptivos, las parejas del mismo sexo, la igualdad de todas las religiones, el “derecho a decidir” o la eutanasia mientras niega la divinidad de Cristo y su resurrección. Incluso entre los que mantienen la fe de la Iglesia, son numerosos los que lo hacen de forma vergonzante, omitiendo las partes que escandalizan al mundo y que son precisamente las que el mundo más necesita oír. Y no es extraño que así lo hagan, porque, aparte de la dura persecución externa contra la ortodoxia católica, en gran parte de las diócesis la heterodoxia no es un impedimento para la carrera eclesiástica, sino, al contrario, una ventaja a la hora de conseguir cargos, cátedras y palmaditas en la espalda. ¿A alguien puede extrañarle que las vocaciones al sacerdocio y la vida consagrada se hayan desplomado?

Todo esto ha hecho que, en buena parte de la misma Iglesia, la fe haya dejado de ser el fundamento para convertirse en una opinión más, entre muchas otras igualmente “legítimas” en el interior de la Iglesia. Lo que es equivalente al abandono de la fe, porque la fe no puede ser una opinión. Quizá el extremo más evidente sean los muchos obispos alemanes y centroeuropeos que llevan años abogando de forma pública por abandonar la moral católica y abandonándola de hecho en sus diócesis. Por desgracia, lo mismo sucede, aunque con un perfil más bajo, en multitud de lugares a lo largo y a lo ancho de la Iglesia.

¿Es todo esto una razón para desesperarse? Por supuesto que no. Incluso si la Iglesia se redujera de nuevo al puñadito de personas que fue en sus orígenes, seguiría teniendo a Cristo, y eso lo cambia todoA la Iglesia la guía Cristo, no los hombres y nuestro Señor sabe muy bien lo que hace:

  • El martirio de todos los apóstoles,
  • Las persecuciones romanas,
  • La crisis arriana,
  • Los cismas de oriente y occidente,
  • La reforma protestante,
  • Los innumerables pecados de eclesiásticos y laicos a lo largo de la historia o nuestra propia debilidad no fueron razones suficientes para que los católicos se desesperaran y tampoco lo es esta nueva crisis, por muy grave que sea.

Tampoco debemos, sin embargo, caer en el pecado contrario, que es la presunción de pensar que, como Cristo guía la Iglesia, todo da igual.

Hay que empezar por reconocer los graves problemas que sufre hoy la Iglesia y luchar por solucionarlos, para que la Iglesia sea fiel a lo que Cristo quiere que sea, rezando sin descanso, transmitiendo la fe sin adulteraciones, rechazando las heterodoxias, respetando y defendiendo la moral católica, evangelizando sin sincretismos, educando como católicos a nuestros hijos y colaborando con la gracia de Dios para ser santos, entre otras muchísimas encomiendas que nos hizo el Señor.

En ese sentido, al escuchar que, en esta situación tremenda, lo que se nos propone es que nos reunamos a discutir la reunionología, uno siente ganas de echarse las manos a la cabeza, porque esa propuesta se parece bastante a lavarse las manos de la grave situación de nuestra Madre la Iglesia. Más aún, uno tiende a sospechar que se hacen estas cosas precisamente para no enfrentarse al problema real, que es ni más ni menos que la falta de fe o, dicho de forma más contundente, la apostasíaComo recuperar la fe, corregir a los heterodoxos y evangelizar es difícil, resulta mucho más tentador sentarse a hablar sobre el mar y los peces y, en palabras de San Pablo, estar muy ocupados en no hacer nada.

Con todo el respeto y sin ánimo de ofender a nadie, yo diría que todo indica que, en el mejor de los casos, el Sínodo sobre la sinodalidad no lleva a ningún sitio. Y no es porque no tengamos sitios a donde ir.  En otras épocas, la Iglesia fue al fin del mundo a evangelizar a continentes enteros, dedicando a ellos sus mejores hijos y todos sus esfuerzos. Hoy, en cambio, asombrosamente, cuando esos continentes apostatan, en vez de lanzarnos de nuevo evangelizarlos, nos entretenemos reuniéndonos para darle vueltas interminablemente a las reuniones, la reunionología y la reunionalidad. ¿De verdad nadie tiene miedo de escuchar aquellas palabras de Cristo: siervo malo y holgazán … echadlo a las tinieblas exteriores y allí será el llanto y el rechinar de dientes?

 

Bruno M.

Por BRUNO M.

26 de mayo de 2022.

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