Hace ocho días, escuchábamos la parábola del hijo pródigo o del padre misericordioso. Jesús nos enseñaba la misericordia con una parábola, pero hoy lo muestra con su actitud en un acto concreto, un acto reprobable, castigado por la ley y las costumbres judías, que es el adulterio.
Dividamos la escena en partes para comprenderla mejor:
Primera parte: Jesús se encuentra en Jerusalén y una multitud lo rodea para escucharlo, sabemos que su fama se había extendido y predicaba de manera distinta a la de los escribas y fariseos. Las personas se acercaban, lo rodeaban para escucharlo.
Segunda parte: Los escribas y fariseos que habían mostrado cierta envidia y aversión hacia Jesús, conocedores de la ley, se acercaron a Él mientras enseñaba para ponerle una trampa y poder acusarlo:
Jesús que era judío, conocía este dictamen de la ley. Parecía que el adulterio era un pecado de la mujer, ya que sólo a ella se le acusaba, nada se dice del varón. Jesús conoce la fragilidad humana, conoce los corazones de aquellos acusadores, no soporta aquella hipocresía social construida por el dominio del varón. Jesús se toma un tiempo para contestar, su respuesta es esperada ansiosamente por la mujer, una palabra de Jesús puede decidir su suerte, su vida; los escribas y los fariseos también esperan ansiosos la respuesta de Jesús; les parece que de esta trampa ya no puede escapar, para ellos el caso es claro. Por una parte Jesús no podía condenar a aquella pobre mujer, tan injustamente condenada por la ley judía, la ley hecha por los hombres y para los hombres, pero por otra, Jesús no podía defender el adulterio, así que, con sencillez y valentía, en lugar de condenar a la mujer, los confronta con su propia conciencia. Y así, más que un juicio sobre la mujer, cada uno debe dar un juicio sobre sí mismo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Los acusadores se retiran avergonzados, ya que saben que ellos son los principales responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Son capaces de ver en su interior el cúmulo de pecados realizados durante su vida.
Tercera parte: Jesús y la mujer acusada. Cuando todos se fueron, se quedaron frente a frente Jesús y aquella mujer, como dirá san Agustín: «Quedaron frente a frente la misericordia y la miseria». Jesús con una mirada de compasión le dice: “Tampoco yo te condeno”. Le muestra la misericordia de Dios, pero le hace la invitación: “Vete y no vuelvas a pecar”. Le está indicando que como persona cuenta con la misericordia de Dios, pero el pecado es reprobable ante los ojos de Dios. Quizá aquella mujer pecadora fue la más sorprendida, ya que Jesús le dio un trato que ningún hombre le había dado; para Jesús valía más la persona que cualquier pecado cometido. Jesús con la expresión: “Vete y no vuelvas a pecar”, la está animando para que aquel momento de misericordia sea el punto de partida de una vida nueva. Ese ánimo nos lo infunde en cada confesión que hacemos, en cada momento que experimentamos la misericordia de Dios. Jesús no juzga, no se deja impresionar por ninguna ley o costumbre, Jesús muestra el rostro misericordioso de Dios, nos invita para que seamos misericordiosos, que nunca juzguemos a nadie.
Hermanos, cuando le damos la espalda a Dios, cuando nos alejamos de la casa paterna como el hijo pródigo, cuando nos encontramos inmersos en algún pecado o vicio, hermanos míos, cuando estamos haciendo el mal, hermanos del crimen organizado, que hacen y se hacen ustedes mismos tanto mal, recordemos, Cristo nos sigue diciendo: “No vuelvas a pecar”. Es la invitación para iniciar una vida distinta, Dios nos sigue dando la oportunidad de ser mejores.
El Evangelio nos sigue invitando para que no condenemos a nadie, sino que nos confrontemos con nuestra conciencia, más que juzgar y condenar a los demás, porque hemos visto cómo Jesús denuncia con su pregunta a los acusadores de la mujer, que no pueden hacerse pasar por buenos a base de condenar a otros. ¿Cuánto hay de esto hoy en día?, cuando pretendemos hacernos buenos a partir de señalar y comentar los errores de los otros. ¿Cuánto chisme en nuestras conversaciones que se alimentan de ver la mota en la vida del otro, sin prestar la mínima atención a la vida que llevamos dentro. El verdadero camino es reconocer primero los propios errores, lo cual, nos hará más comprensivos y más misericordiosos.
Preguntémonos hermanos: ¿Reconocemos nuestros pecados? ¿Qué tan parejos somos en nuestros juicios?
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!