Después del suplicio de la crucifixión, el cuerpo de Jesús fue bajado inmediatamente a diferencia del escarnio romano de dejar para el espectáculo público los cadáveres de los condenados como lección para quienes de atrevieran a desafiar al orden establecido.
Los rituales y costumbres judías, especialmente enraizadas en la Torá debían prever un ritual fúnebre para Jesús; circunciso y observante de la ley, debería merecer las honras que, de acuerdo a las tradiciones, daban los mayores respetos al cuerpo por ser digno. Los relatos de los Evangelios coinciden que el permiso para sepultar a Jesús fue otorgado a José de Arimatea, miembro del Sanedrín, gracias al Procurador Pilato para poner el cadáver en un sepulcro nuevo lo que refleja también el signo de la primacía de Cristo tal como pasó el Domingo de Ramos. (Mc 11,2).
Los Evangelios ofrecen datos importantes de los elementos judíos funerarios. El cuerpo debía prepararse para el duelo según la ley. Las escrituras coinciden en afirmar que eran las vísperas del día del descanso –sábado- para cesar cualquier actividad hasta el primero de la semana. El evangelio de Juan 19,13 señala la forma de deposición del cuerpo envolviéndolo en vendas con aromas, una mezcla de cien libras de mirra y áloe. Los estudiosos de las costumbres judías afirman que los designados en llevar el cuerpo de Jesús eran los encargados de un ritual de lavado, hoy llamados chevra kadisha -sociedad grada-, para poner al cuerpo en una mortaja funeraria llamada tachrachim.
Esos responsables de los rituales lavarán el cuerpo hasta el entierro. Los elementos de la sepultura de Cristo son símbolos del reposo digno de rey. Según Joseph Ratzinger –Papa Benedicto XVI- las cien libras de fragancias reportadas en el Evangelio de Juan dicen del destino para la tumba regia del rabí que había anunciado el Reino de los Cielos.
Las costumbres funerarias de la época prescribían que amigos y familiares prepararan el cuerpo por un lavado ritual con escrupulosa unción con aceites; también era prescrito depositar los despojos mortales entre lienzos decentes, manos y pies se ataban con vendas, los ojos debían estar cerrados, quizá con monedas, y la quijada atada. Los aromas eran símbolo de la elevación del alma – el regreso del aliento divino a su Creador- y el retorno del cuerpo al polvo de donde fue tomado (Ec 12, 7-8; Sal 145, 5-6), pero además eran medidas antisépticas que ayudaban a retardar los efectos de la corrupción cadavérica.
El judaísmo considera necesario el proceso de la descomposición contra la cremación vista como una afrenta a las costumbres y a ley por ser una práctica pagana. Las honras fúnebres implican el elogio y las lágrimas por el difunto. Algunas enseñanzas rabínicas permiten una mejor comprensión de este memorial y dignidad del cuerpo sin vida y es mitzvah, obligación, “enterrar a los muertos el mismo día” para rendir honores siete días consecutivos.
La humanidad de Cristo reposó en la sepultura y el mundo parece sin consolación alguna. Si el sacrificio demolió las prisiones del abismo, lo hizo a un precio muy alto donde asumió la condición de oblación y, a pesar de nuestra miseria, nos acoge. Todos los días, el descenso a los infiernos está simbolizado por la condición humana en desgracia y acostumbrada al pecado. En este mundo violento, ni los muertos pueden tener reposo digno; empecinados en la destrucción, cruzamos la línea de la indiferencia cuando decapitados, descuartizados y triturados son trofeo de otros seres humanos que han ideado el sadismo impensable para someter, denigrar y destruir a los semejantes. En el colmo, la sociedad secular y consumista disfraza la realidad del desgarre existencial para que los difuntos aparenten un sueño irreal. La muerte se convierte en espectáculo diluyendo los aspectos sobrenaturales y los cuerpos sirven para nutrir el morbo, instrumentos de unificación, parafraseando a Guy Debord en La Sociedad del Espectáculo (1967) como esenciales para el poder de la imagen.
El silencio del sepulcro de Cristo refleja el interés noble y humano por conservar la memoria reconociendo a alguien diferente que pasó haciendo el bien a los demás. Sin embargo, el dolor anunciará lo extraordinario. En su libro Jesús de Nazaret, Benedicto XVI explica la solícita atención que las mujeres darían al cuerpo de Jesús una vez terminado el día de reposo y que será la antesala del don de la Resurrección: “La mañana del primer día las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él –y ahora de modo real- está vivo de nuevo. Verán que Dios, de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la resurección”. La Cruz es escándalo y realidad de cosas nuevas. La pasión ha terminado.