Es difícil encontrar una guerra en la que la distinción entre agresor y agredido sea tan clara como en el actual conflicto de Ucrania. Sin embargo, es precisamente esta distinción la que está ausente en las palabras y acciones del papa Francisco. Su visita al embajador de Rusia ante la Santa Sede, el viernes 25 de febrero, fue un ejemplo sorprendente de ello. “Durante la visita, el Papa ha querido expresar su preocupación por la guerra en Ucrania”, tituló en la primera página «L’Osservatore Romano«. Ni una línea más, ni un artículo a continuación. Porque eso era todo lo que el Papa quería que se supiera sobre su contacto con la Rusia de Vladimir Putin y del Patriarca de Moscú Cirilo.
Es cierto que Francisco también habló por teléfono con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky y con el arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica Sviatoslav Shevchuk. Para el Miércoles de Ceniza llamó a una jornada de oración y ayuno “por la paz en Ucrania y en el mundo entero”. Y tanto él como el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, han pedido reiteradamente a los contendientes que depongan las armas. Pero “amagando no entender de que si se invoca un alto el fuego en medio de una invasión, en realidad se está invitando al pueblo invadido a capitular, se le está pidiendo que acepte la ocupación de su país”, escribió en el Corriere della Sera el 27 de febrero Angelo Panebianco, el politólogo italiano número uno de la escuela liberal.
En las Iglesias de Ucrania invadidas por Rusia la música es diferente. En sus apasionados mensajes a los fieles, emitidos diariamente desde el sótano de la catedral católica de Kiev, el arzobispo Shevchuk reza por “los heroicos soldados de la guardia fronteriza de la isla de Zmijiny, en el Mar Negro”, asesinados por no rendirse al invasor, por «el héroe que al precio de su propia vida detuvo al ejército ruso cerca de Kherson volando junto con el puente sobre el río Dnipr», en resumen, tanto por “todas las víctimas inocentes entre los civiles” como “por todos los que luchan en defensa de la nación”.
Pero hay más. Ni siquiera la Iglesia Ortodoxa de Ucrania, sometida al patriarcado de Moscú, aprobó la invasión, como sí lo hizo en Rusia la Iglesia madre. Su primado Onufry, metropolitano de Kiev, invocó desde el principio la bendición de Dios sobre “nuestros soldados que protegen y defienden nuestra tierra y nuestro pueblo, la soberanía y la integridad de Ucrania”. Y denunció agresiones a sus sacerdotes y fieles y la devastación de las iglesias ortodoxas ucranianas por parte de las tropas rusas, todo lo contrario de lo que dijo Putin en su discurso del 21 de febrero, en el que acusó a las autoridades ucranianas de perseguir a los fieles ortodoxos en Moscú y se señaló a sí mismo como verdugo.
No sólo eso. El 28 de febrero el sínodo de esta misma Iglesia ha publicado un mensaje de plena solidaridad con el pueblo ucraniano, con un llamado directo al patriarca de Moscú, Cirilo, para que pida “a los líderes de la Federación Rusa”, es decir, a Putin, “detener inmediatamente una agresión que ya está amenazando con transformarse en una guerra mundial”. Sin ningún comentario, hasta hoy, del Patriarcado de Moscú.
Más previsible fue la condena de la invasión rusa por parte de la otra Iglesia Ortodoxa de Ucrania, independiente del patriarcado de Moscú y prohibida por éste y excluida de la comunión eucarística. El 27 de febrero, domingo, “día en el que recordamos el juicio universal”, su metropolita Epifanio hizo un vibrante llamamiento al patriarca de Moscú, Cirilo, para que “si no puede alzar su voz contra la agresión, al menos ayude a traer de vuelta a casa los cuerpos de los soldados rusos que pagaron con su vida la idea de la ‘gran Rusia’ en Ucrania”.
La “gran Rusia”, tanto política como religiosa, es, en efecto, la idea madre de la agresión de Moscú contra Ucrania. Una idea que para Putin es un diseño neoimperial, mientras que para el patriarcado de Moscú es una cuestión de identidad y de primado.
La Iglesia Ortodoxa Ucraniana, sujeta a la jurisdicción de Moscú, cuenta con un tercio de los fieles y un buen 40% de las parroquias de todo el Patriarcado ruso, 12.000 de unas 30.000. Perderlos sería una tragedia para Moscú. Y si además se suman a estas 12.000 las otras miles de parroquias que pertenecen a las otras dos Iglesias Ortodoxas que existen actualmente en Ucrania -la del metropolitano Epifanio y la más pequeña separada de Moscú en la estela del autoproclamado patriarca Filarete-, el conjunto de la Ortodoxia ucraniana se convertiría en la segunda Ortodoxia más poblada del mundo, capaz de competir con el patriarcado de Moscú, hasta ahora líder indiscutible en número de fieles.
Reveladora del temor de esta pérdida ha sido la homilía que el patriarca Cirilo pronunció en Moscú, el domingo 27 de febrero, totalmente dirigida a invocar la preservación de la unidad -incluida la unidad geográfica y política- entre la Ortodoxia rusa y la Iglesia ucraniana sujeta a Moscú, “para proteger nuestra madre patria común e histórica contra cualquier fuerza externa que quiera destruir esta unidad”.
El hecho es que la agresión de Rusia contra Ucrania no ayuda a cimentar esta unidad, sino todo lo contrario. En los últimos días, una encuesta del centro de investigación ruso «Razumkov» ha revelado que dos tercios de los fieles de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania sujeta al patriarcado de Moscú condenan la invasión y que la estima por su primado Onufry -también crítico, como hemos visto- es mucho mayor que la del patriarca Cirilo, cuya popularidad ha caído en picada.
Pero además hay también casi cinco millones de ucranianos greco-católicos, una comunidad viva con una historia poblada de mártires, animada por un sincero espíritu ecuménico con sus compatriotas ortodoxos y un fuerte espíritu de autonomía respecto a Rusia. Es la Iglesia más amenazada en una Ucrania que cayera bajo el yugo de Moscú, y sin embargo es increíblemente maltratada por Roma desde que Francisco es Papa.
A finales de 2014 la primera agresión de Rusia a Ucrania – la ocupación armada de su marca oriental en el Donbass y la anexión de Crimea – encontró a la Santa Sede al margen, como indiferente, salvo para lamentar, en palabras de Francisco, una “violencia fratricida” que ponía a todos en igualdad de condiciones. Y ello a pesar de que el entonces nuncio del Vaticano en Ucrania, el arzobispo Thomas Edward Gullickson, enviaba informes cada vez más alarmantes sobre las tragedias de la ocupación. Lo que más deseaba Francisco era reunirse con el patriarca de Moscú, Cirilo, inextricablemente vinculado a Putin y adversario implacable de los greco-católicos de Ucrania, a los que descalificó -con el término despectivo de “uniatas”- como falsos imitadores papistas de la única y verdadera fe cristiana ortodoxa.
En febrero de 2016 Francisco y Cirilo se reunieron en La Habana según el protocolo secular de los jefes de Estado, en la zona de tránsito del aeropuerto, sin un momento de oración, sin una bendición. Sólo una conversación privada y la firma de una declaración conjunta completamente desequilibrada a favor de Moscú e inmediatamente acogida por los greco-católicos ucranianos, por el propio arzobispo de Kiev e incluso por el nuevo nuncio Claudio Gugerotti como una “traición” y un “apoyo indirecto a la agresión rusa contra Ucrania”.
Dos años más tarde, en 2018, cuando estaba a punto de nacer en Ucrania una nueva Iglesia ortodoxa independiente del Patriarcado de Moscú, vista por éste como una peste pero con simpatía por los católicos griegos, Francisco volvió a optar por estar más del lado de Cirilo y – al recibir en el Vaticano a una delegación del Patriarcado ruso encabezada por su poderoso ministro de Asuntos Exteriores, el metropolita Hilarión de Volokolamsk – pronunció una arenga contra los “uniatas” greco-católicos, ordenándoles que “no se entrometan en los asuntos internos de la Iglesia Ortodoxa Rusa”. El texto completo del discurso del Papa, que debía ser confidencial, se hizo finalmente público después de que el Patriarcado de Moscú, aplaudiendo, anticipara los pasajes más favorables.
Hoy todo el mundo ortodoxo se encuentra en una crisis dramática precisamente por lo que ocurre en Ucrania, donde la nueva Iglesia independiente de Moscú ha recibido el reconocimiento canónico del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, de las Iglesias de Grecia y Chipre y del Patriarcado de Alejandría y de toda África. Pero precisamente por eso Moscú ha roto la comunión eucarística con todas estas Iglesias.
En este cisma que divide a la Ortodoxia, el Patriarcado de Moscú está trabajando incluso para someter a África a su jurisdicción, arrebatándosela al Patriarcado de Alejandría. En consecuencia, es impensable que acepte pasivamente perder Ucrania, como precisamente está ocurriendo.
En un libro-entrevista sobre la historia del cristianismo en Ucrania, el arzobispo greco-católico Shevchuk sueña con el renacimiento en su país de un patriarcado único de todos los cristianos, ortodoxos y católicos. El sueño no es históricamente infundado, ni mucho menos. Pero la incertidumbre, cuando no el desconcierto, reina en Roma, hasta el punto de que ni siquiera se atreve a mencionar el nombre de quienes atacan con las armas a la Ucrania política y religiosa.
Por SANDRO MAGISTER.
settimo cielo.
roma, italia.
3 de marzo de 2022.