El 7 de mayo, el mundo entero pondrá sus ojos en Roma para ser testigos del primer acto de inicio del cónclave: la misa pro eligendo pontifice, eslabón inicial de un rito de elección del nuevo Papa que viene realizándose en la Iglesia, según tradiciones antiquísimas, desde el año 1059.
La elección del Papa se ha nutrido de especulaciones y muchas tensiones. Alimentado por películas o situaciones de ficción, el cónclave tiene tensiones que derivan en un arreglo común a los 134 electores que en los próximos días emitirán un voto por uno de sus iguales para suceder al Papa Francisco y detentar el patrimonio de las llaves del apóstol Pedro. Su imagen no es simplemente la del jefe de un diminuto Estado. Es un personaje de notable influencia moral y política, es mediador y pacificador, pero, sobre todo, es quien tienen en sus manos el poder espiritual de atar y desatar conforme a las palabras de Cristo.
Desde antes de la partida del Papa Francisco, se ha especulado de una sucesión que podría continuar con su legado o romper con eso. Entre tensiones, grupos calificados como progresistas apuestan a un aperturismo total de la Iglesia incluso sobre preceptos dogmáticos o la abrogación de aspectos fundamentales de la tradición. Ver a una Iglesia “sinodal” donde quepan todos, incluso los enemigos; por el otro, los restauracionistas de la tradición, aquellos que han venido a dar una franca lucha para dejar en claro que el Evangelio no está sujeto a consensos y que la Verdad no es blanco de la amigable composición según los criterios del mundo.
Francisco tuvo gestos que intentaron hacer una Iglesia al estilo de un hospital en campaña con una alternativa de la espiritualidad católica latinoamericana. Sus críticos no ocultaron que podría estar haciendo demasiadas concesiones especialmente a quienes, adulándolo, en realidad son enemigos del Evangelio comprometiendo la fidelidad de la Iglesia hacia una fraternidad universal. El nuevo Papa será inevitablemente comparado con Francisco y su capacidad para forjar una identidad propia será crucial. El cónclave, con 108 de los 138 cardenales electores nombrados por Francisco, podría favorecer a un cardenal que continúe este estilo que, para muchos, provocó visiones irreconciliables.
Dentro de la Iglesia, las polarizaciones también han demostrado la urgencia de la unidad. No obstante, la situación actual requiere que el papado no sea simplemente una referencia de poder moral o de equilibro geopolítico. Requiere que la Iglesia sea creíble y signo de contradicción en un mundo donde las herejías se cuelan deformando la conciencia y los bienes morales de todas las personas
Se prevé un cónclave no sin pocas dificultades, pero relativamente breve. Quizá el próximo domingo 11 de mayo, este editorial esté saludando a un nuevo Papa capaz de equilibrar tradición y cambio, doctrina y pastoral, sin ceder a la tentación de los consensos y de lo “políticamente correcto”. El cónclave determinará el papel de la Iglesia católica como faro moral en el siglo XXI en cuyo timón irá un hombre, obispo y sacerdote, pero, sobre todo, aquel que tiene poder para atar y desatar como le dijo Cristo a Pedro, de apacentar y amar a las ovejas. “Simón, hijo de Juan, ¿Me amas más que a estos?