Que estaba San Pedro pasando lista a los que iban a entrar al cielo y dijo a uno: ‘ah, veo que tú eras el mejor cantante del mundo, ¡bienvenido!’, a lo que el otro replicó: ‘¿yo cantante?, ¡qué va!, fui zapatero’, y que entonces San Pedro exclamó: ‘¡cómo zapatero!, ¡pero si tenías una voz privilegiada!, ¿no te diste cuenta?, ¡estabas destinado a ser el mejor cantante del mundo!’
Lo anterior lo narró a un grupo en un retiro un angustiado joven al que le llegó ese cuentito por ‘internet’ y lo dejó preocupadísimo pensando si podría equivocar su vocación por no saber reconocer para qué era bueno.
Se le respondió que no es posible tener vocación para algo sin darse cuenta. Se citó como ejemplo que los papás que comentan los logros o cualidades de algún hijo adulto suelen hacer notar: ‘ya lo traía desde chiquito’, es decir que desde la infancia se advertía en él o ella esa predilección, esa facilidad, ese particular interés por ser o realizar algo que más tarde desarrollaría en plenitud.
A nadie puede pasarle desapercibido un don especial que Dios le haya dado. Si lo tiene lo sabe o cuando menos lo intuye, porque también sucede que quienes le rodean se lo hacen notar o vive ciertas circunstancias que lo hacen descubrirlo.
Ignorarlo no es posible, desaprovecharlo sí.
Sobre ello nos advierte el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 25, 14-30). En él nos narra Jesús la historia de un señor que antes de salir de viaje encargó sus bienes a tres de sus hombres de confianza. Dice Jesús que les dio ‘talentos’, palabra que designa una moneda empleada por los romanos en sus territorios y colonias, pero que nosotros podemos también entender en su significado actual de don o capacidad.
A uno le dio diez, a otro cinco, y a otro uno. Los dos primeros negociaron con lo encomendado y lo duplicaron; el tercero enterró su talento. Cuando el señor volvió y recibió las cuentas, felicitó a los dos primeros llamándolos siervos buenos y fieles, prometió confiarles mucho más y los invitó a participar de su alegría. Al último en cambio, lo regañó duramente, lo llamó siervo malo y perezoso, mandó que lo echaran fuera y que le dieran su talento al que tenía diez, diciendo «al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que tiene poco, se le quitará aun eso poco que tiene» (Mt 25,29).
Cabe destacar algunos puntos para reflexionar:
1. No todos recibieron lo mismo. Dios te da sólo lo que puedes manejar según tus circunstancias y capacidades.
2. Si alguien considera que el que tenía diez le era más fácil arriesgar y negociar con ellos y justifica al que temiendo perder el único talento que tenía lo enterró, debe considerar que todos sabían que su señor esperaba que lo recibido produjera algo, mucho o poco, pero algo. Dios nos da los talentos que necesitamos para edificar Su Reino en nuestro mundo porque espera que los hagamos fructificar.
3. Los tres hombres devuelven todo, no se quedan con nada. Cuanto somos y tenemos lo recibimos de Dios, Él es el Dueño, nosotros sólo los administradores. Debemos hacerlo todo por Dios y para Dios.
4. Que se le dé más al que más tiene y se le quite al que tiene poco no debe entenderse en sentido monetario o material (pues sería una injusticia) sino como referido a los dones que da Dios, pues cuando se ejercen aumentan y se multiplican, y cuando no se ejercen se van perdiendo.
A partir de esta parábola podemos reflexionar acerca del compromiso que supone recibir talentos, y al respecto cabe hacer dos consideraciones:
La primera es que hay quien logra vivir de algún talento que tiene (‘me pagan por hacer lo que me gusta’, dice feliz), pero debe darse cuenta de que no sólo tiene ese talento (que no diga ‘es que sólo sirvo para esto’) sino muchos otros, y está llamado a ejercerlos todos no sólo para su propio bien sino para el de otros.
Y aquellos que no viven de su talento sino que por necesidad se dedican a algo muy distinto, pueden y deben ejercer su talento, no por dinero sino por la satisfacción de poner sus dones a disposición de los demás para el bien común.
La segunda es que hay que luchar contra dos factores que pueden impedir que rindan nuestros talentos: el egoísmo, que nos tienta a usarlos sólo para nuestra conveniencia, y el miedo, que nos paraliza, nos hace subestimar nuestra capacidad para ejercerlos, dudar que podamos y quedarnos sin hacer nada.
De este Evangelio dominical podemos sacar dos felices conclusiones: que todos tenemos muchos y muy valiosos talentos, y que estamos a buen tiempo de ejercerlos (y, si acaso hace falta, desenterrarlos), para que produzcan abundantes buenos frutos y podamos por ello participar de la alegría de Aquel que tuvo a bien encomendárnoslos.
Por Alejandra Ma Sosa E