Recientemente, el Vaticano ha decretado la supresión del Sodalicio de Vida Cristiana alegando, entre otras cosas, la falta de un “carisma válido” y los escándalos morales que lo han salpicado. Ahora bien, si esa es la vara de medir, ¿qué esperan para aplicar el mismo criterio a la Compañía de Jesús?
Porque convendría recordar, antes de que nos anestesie la propaganda jesuítica de lo “sinodal” y lo “fronterizo”, que la Compañía fue en su día la élite de la Iglesia. Eran la caballería pesada de la Contrarreforma. En el siglo XVI, eran la crema: formadores de reyes, mártires en Japón, sabios en las universidades, teólogos que sabían lo que decían y, sobre todo, hombres que creían en Cristo. En serio.
Hoy… hoy son otra cosa. Uno se pregunta: ¿En qué se parece un jesuita de 2025 a uno de 1550? ¿Comparten algo más que el nombre Veamos. San Ignacio de Loyola escribió en sus Constituciones (parte VI, c. 2): “Debemos tener siempre delante de los ojos el fin para que hemos sido llamados, que es el de ayudar a las almas para que se salven y se perfeccionen.”
Hoy, el jesuita medio prefiere hablar de “cuidar la casa común”, “abrirse al otro” o “caminar juntos”. La palabra “alma” les produce urticaria, y ni hablemos de la salvación, que eso suena demasiado dogmático y poco inclusivo. San Ignacio, en su Carta sobre la obediencia de 1553, afirmaba: “Debo tener por blanco y seguro que lo blanco que yo veo, si la Iglesia lo dice negro, debe ser tenido por negro.”
Hoy, si uno escucha a ciertos jesuitas como el padre James Martin o los de la Universidad de Georgetown, parece que lo que ellos ven blanco, negro o arcoíris depende del viento ideológico del momento. Y si la Iglesia no se adapta, peor para ella.
Y en cuanto a la herejía, San Ignacio no tenía dudas:
Para en todo acertar, debemos estar siempre prontos a obedecer en todo a la verdadera Esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica. Debemos alabar no solo los mandamientos, sino los consejos, y a los defensores de la fe católica contra los errores.” (Ejercicios Espirituales, n. 365)
Este era el mismo San Ignacio que, ante la peste doctrinal protestante, fundó colegios, escribió manuales y envió hombres a morir por sostener la verdad de la Misa y de los sacramentos. ¿Qué diría él si viera a un Papa jesuita declarando —el 13 de octubre de 2016— que “la Reforma fue una medicina para la Iglesia”? O abrazando a los herederos de Lutero mientras se escamotea la condena del protestantismo en nombre del “diálogo ecuménico”.
Pero si lo anterior escandaliza, el actual superior general de los jesuitas, el P. Arturo Sosa, ha llevado el despropósito teológico a nuevas cotas. En una entrevista de 2017 con Tempi, afirmó: “En aquella época no había grabadoras para registrar las palabras exactas de Jesús.”
Y para que quedara claro que no era un lapsus, añadió en otra entrevista: “Nadie tenía una grabadora para verificar las palabras.” Es decir: el sucesor de San Ignacio de Loyola sugiere que los Evangelios son poco fiables, que lo de Jesús puede ser un malentendido, y que lo importante es el discernimiento subjetivo. San Ignacio, que hacía exorcismos y ayunaba hasta vomitar sangre, estaría encantado con esta modernización del carisma. Y Lutero, desde luego, también.
San Ignacio estableció que los jesuitas hicieran voto de no aspirar a dignidades eclesiásticas. Hoy, si uno mira a la cúpula del Vaticano, parece que ciertos jesuitas no solo aspiran a ellas, sino que las han convertido en su finca privada.
¿Dónde quedó el fuego de evangelización que empujó a San Francisco Javier a cruzar medio mundo para anunciar a Cristo crucificado? Hoy, el jesuita moderno no cruza ni la calle para celebrar una Misa válida y reverente. Les parece más urgente dialogar con el budismo, promover el “género” o escribir columnas en La Civiltà Cattolica relativizando la moral católica.
Seamos serios: si la Santa Sede ha suprimido al Sodalicio porque “no tenía carisma propio”, ¿qué carisma conserva hoy la Compañía de Jesús, más allá del poder, la política y la ambigüedad doctrinal? Porque el carisma ignaciano ha sido diluido hasta hacerlo irreconocible. Es como si se presentara un grupo de heavy metal usando el nombre de Bach.
Hace años, el P. Malachi Martin, exjesuita, escribió:
Lo que hoy se llama Compañía de Jesús no tiene nada que ver con lo que fundó San Ignacio.”
Y lo decía en los años 80. Hoy, incluso eso parece optimista.
Por tanto, y sin acritud, proponemos una medida pastoral: aplicar por analogía la norma usada contra el Sodalicio. Si no hay carisma, si hay escándalos, si se ha perdido el espíritu fundacional, entonces lo razonable es la supresión. Que cada jesuita que lo desee se incorpore a una diócesis, a una nueva realidad o se jubile en paz. Pero que no sigan parasitando el nombre de San Ignacio, que creía en el demonio, en la condenación eterna, en la obediencia al Papa y en la mortificación del cuerpo. Cosas que harían que más de un provincial de hoy sufriera un síncope.
Y si no se atreven, que al menos tengan la decencia de cambiarse el nombre. Porque de “compañía de Jesús”, les queda poco. Y de Jesús, menos aún.
Por JAIME GUEPERGUI.
MIÉRCOLES 16 DE ABRIL DE 2025.
INFOVATICANA.