A la Iglesia vasca le pasa respecto al terrorismo lo mismo que al párroco del chiste con el pecado: no es partidaria. El asunto ha vuelto a salir al hilo del estreno de la película de Iñaki Arteta‘Bajo el silencio’ en la que se entrevista durante siete largos, larguísimos minutos al párroco de Lemona, Mikel Azpeitia. No se hacía uno idea de la cantidad de infamia que cabe en siete minutos. Seré breve, solo dos ejemplos. Él no sabe a qué atenerse ante un atentado: «por una parte te alegras de que… su merecido se lleva, y por otra, pues no está bien». Eso no es terrorismo «es una guerra entre bandos, entre una nación y otra nación».
La diócesis le ha afeado el discurso y lo ha apartado de todos los oficios eclesiásticos, menos es nada, pero hay mucho precedente. La Iglesia vasca necesita un dolor de contrición por su largo historial de connivencia. En la base y en la jerarquía. En abril de 1969, el terrorista Mikel Echevarría Iztueta, ‘Makagüen’, huía herido del tiroteo del piso franco de Artecalle en el que fue detenido Mario Onaindía. Subió a un taxi y ante el mosqueo del taxista, Fermín Monasterio Pérez, lo mató de cuatro tiros. Fue ayudado a escapar por el cura de Orozco y otros dos sacerdotes que lo vistieron con sotana y alzacuellos y le hicieron la tonsura para camuflarlo.
En 1979, el fraile capuchino Fernando Arburua Iparraguirre asesinó al guardia civil Félix de Diego, compañero de José Pardines el día del bautismo de fuego de ETA, el 7 de junio de 1968. En marzo de 2006, cumplida su condena, el fraile se explicaba en El Periódico: «En una lucha como la nuestra no hay espacio para el arrepentimiento… En las mismas circunstancias volvería a entrar en ETA».
El 4 de octubre de 1980, el párroco de Salvatierra, Ismael Arrieta Pérez de Mendiola, informó a un comando de los tres guardias civiles que iban a regular una carrera ciclista infantil: Avelino Palma, José Luis Vázquez y Ángel Prado. Fueron acribillados a tiros. José Luis Vázquez, malherido, trató de refugiarse bajo un coche, pero algunos vecinos alertaron al comando: «Ahí hay uno, ahí hay uno». Lo remataron en el suelo.
En mayo de 2002 una pastoral conjunta de los tres obispos vascos, Uriarte, Asurmendi y Blázquez, rechazaba la ilegalización de Batasuna y auguraban ‘consecuencias sombrías’ si tal se producía. Tres profetas. Los obispos vascos negaron la piedad a las víctimas, en aplicación estricta de la doctrina que Setién explicó a María San Gil: «¿Dónde está escrito que se ha de querer a todos los hijos por igual?».
El 20 de enero de 1996, Setién protagonizó una foto memorable. El empresario José Mª Aldaya llevaba 257 días secuestrado por ETA, sus familiares se concentraban a diario con pancarta en las escaleras del Buen Pastor y el obispo pasó frente a ellos sin dirigirles la mirada. Preguntado por el tema, el obispo respondió: «…Yo no me detuve, pero hice gestos para, de alguna forma, expresar mi relación con ellos… Quizá hubiera sido más sencillo dar la vuelta y no pasar por allí. Pero tampoco me parecía que era lo correcto».
En febrero del 92, el arcipreste de Irún, José Ramón Treviño, dio las llaves de la iglesia a Rekarte y Galarza, dos terroristas que venían huyendo de Santander donde habían asesinado a tres personas: Eutimio Gómez, Antonio Ricondo y Julia Ríos.
La Iglesia vasca no aceptaba celebrar funerales específicos por las víctimas del terrorismo. Setién negó la catedral del Buen Pastor para el funeral de Enrique Casas. Todo lo más, agregar los fallecidos por las más variadas causas, tiros, bomba lapa, tráfico o neumonía y pedir una oración por todos ellos, en la seguridad de que Dios reconocerá a los suyos.
Han sido cincuenta años de miseria, pero a lo largo de este medio siglo los terroristas pueden parafrasear la expresión de Don Quijote: Ellos, con la Iglesia no han topado.
Con información de El Mundo/Santiago González