Si alguna vez Chesterton y Castellani, dos de los grandes maestros católicos del siglo XX, recibieran un título al estilo de los antiguos doctores escolásticos, sería sin duda el de Doctores paradoxorum, los maestros de las paradojas. Ambos recurrían frecuentemente a la paradoja para que su extrañeza despertara a un mundo aletargado por el aburrimiento, la rutina y el pecado. A fin de cuentas, nada suscita más el interés que un enigma que parece imposible de resolver. Como explicaba Chesterton, una paradoja es una contradicción, pero solo aparente, que tiene la capacidad de revelar una verdad más profunda a quien la descifra.
En honor de ambos ilustres pensadores, el británico y el argentino, me gustaría señalar a la atención de los lectores una curiosa paradoja observada estos días en la Argentina, para ver si nos ayuda a encontrar esa verdad profunda que quizá se nos escapa.
Como sabrán los lectores, después de varios intentos, la plena legalización del aborto provocado ha sido finalmente aprobada en tierras argentinas en la Cámara de Diputados y en el Senado. Solo este hecho ya está plagado de paradojas y contradicciones, empezando por la idea de que acabar con la vida de sus hijos supuestamente libera a las mujeres, una afirmación que, hasta donde puedo ver, exige renunciar completamente a la razón.
La paradoja que más llama la atención, sin embargo, no es de tipo lógico, sino temporal. Normalmente consideramos que, cuando un acontecimiento sigue en el tiempo al otro y hay una relación causal entre ellos, entonces el primero es causa del segundo y no a la inversa. A veces, sin embargo y aunque parezca mentira, no es así. Veámoslo.
Como quizá también sepan los lectores, si no han podido evitarlo, tras la aprobación del aborto, los obispos argentinos escribieron una carta pública en la que se limitaban a “lamentar” que la ley “ahondará aún más las divisiones” y la “lejanía de parte de la dirigencia del sentir del pueblo”. Ni una palabrita para decir que los senadores y diputados habían votado a favor de acabar violentamente con la vida de los más inocentes de los argentinos y que esa forma de actuar era un terrible crimen ante Dios y ante los hombres, causa de condenación eterna y una traición de su misión como legisladores. No, para los obispos lo malo era la división y la lejanía. Y, por supuesto, tras ese lamento pro forma, inmediatamente se ponían a hablar de trabajar en las “auténticas prioridades que requieren urgente atención” y que no eran la defensa de la vida de los niños inocentes (ni tampoco el anuncio de Jesucristo), sino, por lo visto, la pobreza, la escolaridad, el hambre y el desempleo. ¡Uf!
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En fin, lo normal sería pensar que la aprobación legislativa del aborto de esta madrugada causó la tibia carta de los obispos sobre el tema de unas horas después, pero no es así. Lo cierto es que la tibieza de la carta de los obispos lamentando la aprobación del aborto es lo que causó esa aprobación legislativa unas horas antes. Lo segundo fue causa de lo primero y no lo primero de lo segundo.
¿Cómo es esto posible? Muy sencillo. Si los políticos argentinos han llegado a aprobar la legalización del aborto es porque sabían, sin ninguna duda, que el comunicado de los obispos sería un cúmulo de vaguedades políticamente correctas, que la oposición de la Iglesia a la ley no podría ser más tibia aunque la dejaran tres días en la taza y que el episcopado argentino se aseguraría de resaltar que lo importante era otra cosa completamente distinta, para que todo, todo, todo siguiera igual. Es decir, sabían que la oposición de los obispos sería poco más que apariencia, porque así había sido siempre. Y, yendo aún más hacia el futuro, sabían que pasado mañana o la semana que viene los obispos volverán a hacerse fotos sonriendo amistosamente con esos mismos políticos que hoy han aprobado el aborto, como si no pasara nada. Sabían que la oposición teórica de los obispos no tendría absolutamente ninguna consecuencia.
Del mismo modo, podemos sospechar que, si una gran cantidad de los argentinos, teóricamente católicos, han llegado a considerar que el aborto no es tan malo igual que sus políticos, se debe a que están acostumbrados a que, durante años tantos obispos y clérigos hayan mostrado por sus actos que, en realidad, lo del aborto no era una cosa tan importante. Teóricamente se oponían (en el mejor de los casos), pero siempre dejando claro que lo que verdaderamente importaba eran otras cosas, que en cualquier caso había que llevarse bien con el Estado, que no había que ser radicales y un larguísimo etcétera que todos conocemos, de modo que, cada vez que se daba un paso hacia la legalización del aborto, la Iglesia se limitaba a aceptarlo y seguir como de costumbre.
El refrán castellano dice “perro ladrador, poco mordedor”, pero, tristemente, la Iglesia no solo no muerde, sino que ni siquiera ladra ya apenas, como un perro enfermo y moribundo. Y esa, desgraciadamente, ha sido la tónica durante casi toda mi vida. En España se aprobaron el divorcio, el aborto y todos los otros despropósitos porque los gobiernos de turno sabían que la reacción de la Iglesia española (con alguna honrosa excepción) sería igual de tibia que la actual de la Iglesia argentina (también con alguna honrosa excepción). Sabían que no pasaría nada.
Dado que los obispos están llamados a dar la vida por sus ovejas, como el mismo Cristo, uno podría preguntarse: ¿Dónde están los obispos mártires por oponerse de verdad a que las más inocentes de sus ovejas sean masacradas? ¿Dónde, al menos, los obispos confesores que hayan ido a la cárcel por defender a esas ovejas? Parece que las ovejas mueren y los pastores siguen como si nada. Curiosa paradoja, ¿no?.
Terminemos con una última paradoja, esta de Chesterton, que por alguna razón nuestros obispos no parecen comprender: “Lo que queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros nos equivocamos. No queremos, como dicen los periódicos, una Iglesia que se mueva con el mundo. Queremos una Iglesia que mueva al mundo”.
Con información de InfoCatólica/Bruno