La Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, fue instituida formalmente por el Papa Pío XI, mediante la carta encíclica “Quas Primas” (11 Diciembre 1925), con la intención de celebrar la gloria de Cristo, Señor y juez de la historia y afirmar su señorío sobre el orden espiritual y temporal, que le corresponde por su encarnación y por su Pascua: su muerte y resurrección, que lo han constituido como Redentor universal. En aquel contexto histórico, como lo señala el Papa en su documento, la institución de la fiesta era una forma de responder a los embates del laicismo militante con el que algunos regímenes políticos de aquel tiempo estaban tratando de imponer ideologías ateas y asumían proyectos políticos destinados a desterrar el sentido cristiano de la vida humana en sociedad. Estos movimientos llevaban la semilla del militarismo y desembocaron en conflictos armados que ensangrentaron el mundo en diferentes momentos del sufrido s. XX. Pío XI había hecho suyo el lema “La Paz de Cristo en el Reino de Cristo” – proclamar, pues, la realeza de Cristo significa aclamarlo como rey de paz.
El “Discurso Escatológico” (caps. 24-25) es el último de los cinco discursos de Jesús que estructuran el Evangelio de Mateo. En él se habla tanto de la destrucción de Jerusalén, que será sitiada y destruida como resultado de la primera revuelta judía (a. 66-70), como de la parusía, la venida del Hijo del Hombre con gloria y poder para juzgar. En la visión escatológica propia de Mateo ambos acontecimientos están profundamente relacionados. La actitud que Jesús quiere inculcar a sus discípulos es la vigilancia cristiana: “Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre… Velen (grēgoréite, Cfr. 25,13), pues, porque no saben qué día vendrá su Señor… Por eso, también ustedes estén preparados (hyméis gínesthe hétoimoi), porque en el momento en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del Hombre (ho hyiós tóu anthrōpou érjetai)” (Cfr. 24,36-44). La “Parábola del Mayordomo” (24,45-51), la “Parábola de las diez vírgenes” (25,1-13) y la llamada “de los Talentos” (25,14-30) insisten en la vigilancia y la rendición de cuentas que implica la venida del Señor (Mt 25,31-46). “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre (hótan dé élthēi ho hyiós tóu anthrōpou), rodeado de su gloria (en tēi dóxēi), acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria (tóte kathísei epí thrónou dóxēs autóu).
Entonces serán congregadas ante él todas las naciones (pánta tá éthnē), y él apartará (kái aphorísei autóus) a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda»”. La venida del Hijo del Hombre – título asociado a la Pasión (Cfr. Mt 17,22; 10,33), pero también a la glorificación del Mesías (Cfr. Dn 7,13; Mt 10,23; 13,41; 19,28; 24,39; 25,31) – significa el final escatológico, el juicio final: la manifestación plena y definitiva de la justicia divina. El Hijo del Hombre, que a través del camino de la cruz y la pasión ha llegado a la gloria, ocupa ahora el lugar reservado al Padre – el “trono de Dios” es Jerusalén –, que le confía el juicio de las naciones, que se lleva a cabo “separando” (Cfr. Mt 13,49) a los buenos y a los malos: las ovejas, blancas, y los cabritos, negros.
El Hijo del Hombre realiza una función tradicionalmente reservada al rey: juzgar.
BENDITOS
De ahí el título real que se le aplica (ho basiléus) al reportar su sentencia para los de la derecha: “Entonces dirá el rey a los de su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre (hoi eulogēménoi tóu Patrós mou); tomen posesión del Reino preparado para ustedes (klēronomēsate tēn hētoimasménēn hymín basiléian, Cfr. Mt 5,3.5.10) desde la creación del mundo»”. El objeto del juicio no será el cumplimiento estricto de los mandamientos, sino la misericordia para con el desvalido (Cfr. CatIgCat 2447-2449), imagen viva de Cristo: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos (hení tóutōn tōn adelphōn mou tōn elajístōn), conmigo lo hicieron (emói epoiēsate)”.
Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo y visitar al enfermo y encarcelado – el amor en lo concreto de las necesidades del prójimo. Por el contrario, la condena de los de la izquierda se debe a la falta de sensibilidad, la indiferencia egoísta, la incapacidad de ver más allá de sus propios deseos para salir al encuentro del menesteroso: “Entonces dirá también a los de la izquierda: Apártense de mí, malditos (katēraménoi); vayan al fuego eterno (eis tó pýr tó aiōnion), preparado para el diablo y sus ángeles”. ¡Palabras durísimas! “Entonces ellos le responderán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?» Y él les replicará: «Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo (oudé emói epoiēsate)». Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”. ¿Quién podría haber sido capaz de dejar a Jesús en situación de indigencia si lo hubiera visto? Todo el que ha pasado de largo junto a un hermano de Jesús, quien se ha identificado a un nivel profundo y entrañable con el sufrimiento del pobre y el desvalido. Jesús no sólo “simpatiza” con el pobre: ha tocado con su propia mano el sufrimiento y el dolor de los menesterosos, más aun, lo ha asumido junto con el barro de nuestra condición humana. “Ésta no es una ficción posterior del juez universal. Al hacerse hombre, Él ha efectuado esta identificación de manera extremadamente concreta. Él es quien no tiene posesiones ni patria, quien no tiene dónde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,19; Lc 9,58). Él es el prisionero, el acusado y el que muere desnudo en la cruz. La identificación del Hijo del hombre, que juzga al mundo, con los que sufren de cualquier modo presupone la identidad del juez con el Jesús terrenal y muestra la unión interna de cruz y gloria, de existencia terrena en la humildad y de plena potestad futura para juzgar al mundo. El Hijo del hombre es uno solo: Jesús. Esta identidad nos indica el camino, nos manifiesta el criterio por el que se juzgará nuestra vida en su momento” (J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, 380).
El Reino de Cristo que esperamos y cuya venida imploramos cada vez que rezamos el Padrenuestro. Es, en primer lugar, un “Reino de la verdad y de la vida”
Esto es lo que está en juego cuando nos enfrentamos al juicio divino: ser enviados al “castigo eterno” (eis kólasin aiōnion) o a la “vida eterna” (eis zōēn aiōnion). El juicio final será la manifestación plena, universal y definitiva de la justicia divina y de la salvación; de igual manera, cada uno, al morir, enfrentará un juicio, “que será sin misericordia para quien no practicó la misericordia, que triunfa sobre el juicio” (St 2,13): “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre. A la tarde te examinarán en el amor” (Cfr. CatIgCat 1021-1022). A nosotros, que escuchamos hoy la Palabra del Evangelio, nos toca examinar nuestras actitudes y obrar en consecuencia.
REINO DE CRISTO
En el Prefacio de esta solemnidad se nos dice cómo es el Reino de Cristo que esperamos y cuya venida imploramos cada vez que rezamos el Padrenuestro. Es, en primer lugar, un “Reino de la verdad y de la vida”: en este mundo nuestro, lleno de mentira, el Reino de Dios se manifiesta en donde un cristiano se compromete a decir y vivir la verdad, a ser testigo de la verdad; en este mundo nuestro, donde corremos el peligro de acostumbrarnos a la violencia y la cultura de la muerte, el Reino de Dios se manifiesta en donde un cristiano se compromete a trabajar por la paz (Cfr. Mt 5,9), a defender la vida, don de Dios, en cada momento de su desarrollo. Es un Reino “de la santidad y de la gracia”: donde un cristiano se compromete a vivir su vocación a la santidad, es decir, a ser plenamente de Dios, ahí se manifiesta el Reino; en este mundo nuestro, donde todo se compra y se vende como mercancía, incluso la dignidad de la persona humana, el Reino se manifiesta donde un cristiano sabe hacer de sí mismo un don de amor a Dios y a los hermanos, sin esperar recompensa y reconocimiento.
El Reino “de la justicia, del amor y de la paz” se manifiesta, germina y crece donde hay un cristiano que se empeña en cumplir la voluntad del Padre, como Jesús, renunciando a la búsqueda de sí mismo en la dinámica del discipulado; donde un cristiano “toma la cruz de cada día”, que está hecha de amor, como la de Jesús – un amor libre de egoísmos y cálculos convenencieros –; donde un cristiano responde a los discursos de odio y a las consignas violentas con la mansedumbre del Evangelio y la fortaleza de la fe, ahí se construye la paz, que no se impone desde fuera con la fuerza de las armas, sino que brota desde dentro, del corazón del hombre entregado a Cristo, porque “Cristo es nuestra paz” (Cfr. Ef 2,14-16) y, por lo tanto, el verdadero cristiano tiene un compromiso social – “servir en este mundo a la justicia y la paz” (Cfr. Rm 14,17; CatIgCat 2820). Hoy esta fiesta y el monumento que se yergue en el centro espiritual de México, son un testimonio y una tarea para hacer realidad el reinado de Cristo, como lo expresa de una manera tan hermosa la antigua invocación: “¡Viva Cristo Rey!
¡En mi corazón, en mi casa y en mi Patria!”. Colocada originalmente en el último domingo de octubre, antes de la Fiesta de Todos los Santos, la reforma postconciliar del Año Litúrgico la llevó a su sitio actual: es el último domingo del Tiempo Ordinario (Cfr. NUAL 6), señalándonos así la meta a la que se dirige no solamente toda la alabanza litúrgica que la Iglesia, Esposa de Cristo, unida a Él y a la voz del Espíritu entona al Padre, sino también la meta a la que se dirige toda la vida humana, la historia, el progreso, la ciencia y la cultura humanos (Cfr. DP 6; 174.178). Ante la complejidad de los procesos históricos, la violencia y el egoísmo que deshumaniza el rostro de nuestro mundo, muchos se preguntan si nos dirigimos al caos. La meta es Cristo, en quien han de recapitularse todas las cosas (Cfr. Ef 1,10) y encontrar su plenitud de sentido y de vida. Ésta es la esperanza cristiana auténtica.
Con información de Gadium/P Luis Antonio Balderas Tovar