- La Transfiguración es un misterio que nos llena de luz.
- Descender del Tabor a la existencia diaria.
- Nos llenamos de luz en la Santa Misa.
CUANDO UNA PERSONA nos abre nuevas perspectivas para entender algún aspecto del mundo, o nos ayuda a comprender mejor nuestra propia vida, solemos decir que «nos ha traído luz». Antes, quizás las cosas eran un poco más oscuras y confusas. La Sagrada Escritura también usa con frecuencia la simbología de la luz, y hay pasajes del Evangelio que llevan esa luminosidad a su plenitud. San Marcos nos cuenta que «Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos» (Mc 9,2-3). La figura de Jesucristo queda llena de luz, allí no hay mezcla de oscuridad. Y, por si fuera poco, después los discípulos escuchan la voz de Dios Padre. Todo en el Tabor se convierte en un misterio luminoso.
«La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: “Fiat lux”, “Haya luz” (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad (…). La luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, “su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3,4). La luz –se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29ss). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. “Yo soy la luz del mundo –afirma en el Evangelio–; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12)»1
EL AÑO 1931, en Madrid, mientras celebraba la Misa de la fiesta de la Transfiguración del Señor, san Josemaría vivió un momento especial. Quizás considerando aquella luminosidad del Tabor, el fundador del Opus Dei comprendió con claridad que los cristianos corrientes serían, en adelante, apóstoles con la misión de llevar a Cristo a todas las actividades del mundo.
Escribe en sus apuntes personales de aquel día: «Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32)», cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí. «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serían los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana»2.
«En el acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y fin (…). Como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes»3.
LA MISIÓN DEL cristiano consiste en «encender pequeñas luces en el corazón de la gente; ser pequeñas lámparas del Evangelio, que lleven un poco de amor y esperanza»4. Sobre la mesa de trabajo de san Josemaría, como despertador de la presencia de Dios, solía encontrarse un aislador, pieza que no permite el pasaje de la electricidad. A nuestro Padre le servía para recordar que los cristianos, al contrario, estamos llamados a ser transmisores de la luz que llevamos dentro. «A pesar de nuestras pobres miserias personales –escribió el fundador del Opus Dei–, somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»5.
Uno de los momentos más luminosos de nuestra jornada, en el que nos unimos totalmente a Dios y escuchamos su voz, es la Santa Misa. En ella, el presente queda de algún modo transfigurado. A través de la liturgia, el mundo se adentra en la claridad del cielo. La cercanía de Cristo irrumpe en nuestro día. Allí podemos buscar orientación para nuestra vida, luz para nuestra alma, renovación de nuestros afectos. Sursum corda, decimos antes del prefacio: arriba los corazones, como sucedió con Pedro, Santiago y Juan aquel día en el Tabor. Y, como se llenaron de luz y de gozo, no querían que aquel momento se terminase. Santa María, reina de los ángeles, habrá compartido tantos momentos de claridad junto a Cristo, de los que no tenemos registro. A ella podemos pedirle que vuelva a iluminar nuestro corazón cuando descubramos en él algún rincón de oscuridad.
1 Benedicto XVI, Ángelus, 6-VIII-2006.
2 San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 207.
3 San Juan Pablo II, Encuentro, 6-VIII-2001.
4 Francisco, Ángelus, 6-VIII-2017.
5 San Josemaría, Cartas 2, n. 26.