Todos los seminaristas dieron su vida en defensa de la Fe, durante la persecuciòn religiosa en España: los mártires de Barbastro

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Quiero destacar en primer lugar el nombre de Esteban Casadevall, quien pudo librarse de la muerte gracias a su hermosura, pero no lo hizo. Una miliciana se fijó en él y para ella sola lo quiso. Si Esteban hubiera cedido a los constantes requerimientos de la moza, desde luego se habría librado de la muerte. Pero no cedió. No merecía la pena entregarse a una mujer, dejando su religión. Era preferible ir a la muerte que ponerse en brazos de aquella hembra. Vamos a contar aquella horrible historia destacando la fortaleza increíble de unos jóvenes que dieron su vida mientras iban a la muerte cantando.

 

El día 1 de julio de 1936 habían llegado a Barbastro cuarenta seminaristas que iban a estudiar teología. No sabían con qué se iban a encontrar.

Barbastro era entonces una población de ocho mil habitantes: lo peor que le pudo ocurrir al pueblo fue tener un coronel cobarde, el S. Villalba. Había prometido que en Barbastro no iba a ocurrir nada. “Sacamos unos pelotones a la calle y no pasa nada”. Pero el 19 de julio de 1936 las masas asaltaban la armería de la ciudad. El día 24, el coronel se relajó y las cárceles se abarrotaron de presos destinados a la muerte.

El 20 de julio de 1936 entraron al convento de los claretianos cincuenta milicianos armados hasta los dientes. Estaban convencidos de que los religiosos escondían armas; venían a requisarlas. No sé por qué diablos se les había metido esa idea en la cabeza. Decían que todos los conventos estaban armados.

Pues bien, se pusieron a registrar toda la casa. Pero, claro, no encontraban armas, por una sencilla razón: no las había. Pero una ladina mujer, pécora de malas mañas, escondió entre los ornamentos sagrados de la sacristía una gran navaja para luego acusar a los religiosos de que tenían armas. Desgraciada ella. Porque un miliciano listo se dio cuenta del truco y le amenazó con pegarle allí mismo dos tiros.

El 25 de julio de 1936 llegó al pueblo una invasión de gentes armadas dispuestas a llevarse por delante todo lo que oliera a incienso. Entre todos ello, y a la cabeza, estaba un tal Ángel Samblancat, antiguo postulante claretiano del seminario de Barbastro. Y empezaron a matar a todos los presos que había en la cárcel. En una ciudad de ocho mil habitantes cayeron segadas ochocientos treinta y siete vidas. El diez por ciento de la población. El motivo era religioso.

Respecto a los curas, el alcalde lo declaró: “Como personas merecen todo respeto, pero como sacerdotes y misioneros deben morir”.

La sotana sublevaba a los milicianos. Por la ventana del salón que daba a la calle, decían a los seminaristas:

«Os mataremos a todos con la sotana puesta, para que es trapo sea enterrado con los que lo lleváis. No odiamos a vuestras personas. Lo que odiamos e vuestra profesión, ese hábito negro, la sotana, ese trapo repugnante. Quitaos ese trapo y seréis como nosotros. Y os libraremos».

La cárcel del colegio de los escolapios

A los jóvenes claretianos los llevaron al convento de los escolapios. Estar en aquella cárcel era algo insoportable.

No tenían el mínimo servicio de higiene, y así durante jornadas inacabables. No podían cambiarse de ropa, aguantaban el calor de un horno ardiente, en medio del verano. Arrastraban un sudor acumulado y mugre por todas partes. Aquellos cuerpos jóvenes, vigorosos, en un salón caldeado durante el día, transpiraban un sudor insoportable y olían a miseria humana. Tenían que ir a hacer sus necesidades en fila, atravesando un patio interior. No podían lavar más que los pañuelos en los botijos, quitándose e agua de la bebida. En esas condiciones, la ropa interior era un cilicio que olía a peste y despedía sudor hasta producir llagas. Alguien comentó que los jóvenes religiosos tenían piojos. Cuando, más tarde, el salón quedó vacío, tuvieron que desinfectarlo entero. Tal era la miseria que había en aquella pocilga.

Y cuando alguien hablaba de darles agua, no faltaba la mujerona gorda que decía: “Salfumán había que darles para que acabasen pronto”.

Y lo más espantoso: algunos milicianos se entretenían sometiéndoles a juegos de terror. Por ejemplo, les decían que se pusieran en fila para fusilarlos. Y cuando ya estaban así, les hacían quedar quietos, sin moverse, esperando de un momento a otro la descarga. Cada minuto se hacía interminable y deseaban ardientemente que disparasen de una vez.

El P. Sierra estuvo así, durante cinco horas contra la pared, hasta que perdió el sentido y cayó desmayado al suelo.

A un pobre seminarista lo agarraron cuando cruzaba el patio del colegio cuando iba a hacer sus necesidades y le mandaron dar vueltas y más vueltas, erguido, por el patio, haciéndole aguantar, mientras los pistoleros se destornillaban de risa.

Esteban Casadevall

Y luego les metieron mujeres de mala vida para hacerles claudicar de su vocación. Aquello era aún peor. Muchas de ellas se burlaban de los seminaristas y les insultaban. Se les acercaban insinuantes y les tiraban de la sotana para llamarles la atención. Una de ellas se enamoró de un seminarista. La mujer era Trini la pallaresa, y el seminarista, Esteban Casadevall. Ella decía que el seminarista se parecía a Valentino. Y allí se tiraba ella horas y horas mirando por la ventana por ver si daba con el tal Valentino de su alma. El chico lo pasó muy mal porque ella insistía e insistía. Decía que le daba pena el chico porque había sido engañado desde niño con la religión, un chico tan guapo y joven. Y Esteban se escondía detrás de un grupo de compañeros para no ser visto.

El día 10 de agosto ya se veía que no se iba a librar nadie. Uno de ellos, Ramón Illa, escribió una carta a su madre como despedida. Decía:

“Llevamos en la cárcel desde el día 20 de julio. Estamos toda la comunidad: 60 individuos juntos. Hace ocho días fusilaron al padre superior y otros dos padres. Felices ellos y los que les seguiremos. Voy a ser fusilado por ser religioso y miembro del clero, o sea, por seguir las doctrinas de la Iglesia Católica. Gracias sean dadas al Padre por Nuestro Señor Jesucristo”.

Madrugada del 12 de agosto de 1936

A las 3,30 de la madrugada del 12 de agosto, miércoles, entraron al salón quince revolucionarios bien armados. Traían manojos de cuerdas ensangrentadas. Agarraron a los seis mayores.

Mientras los ataban de dos en dos, uno de ellos preguntó si podrían llevar algún libro. Los milicianos contestaron: “A donde van no les hace falta llevar nada”.

Los sacaron del salón. Los llevaron a tres kilómetros en la carretera de Sariñena. Les ofrecieron la libertad a cambio de apostatar. Pero ellos prefirieron seguir al Mártir del Calvario, y los mataron. Luego les dieron el tiro en la sien, dejaron que se desangraran para que no mancharan el camión, esperaron un rato largo, los volvieron a meter en el camión y los llevaron al cementerio. Les echaron cal viva y tierra encima. La gente del pueblo estaba estremecida de tanta atrocidad.

A las siete de la mañana, tres horas después de las ejecuciones, se presentó en el salón uno del Comité con varios pistoleros y les tomó el nombre a todos. Era la lista negra, la lista por edades, de los que iban a llamar noche tras noche. Desde aquel momento, los presos comenzaron a prepararse fervorosamente para la muerte.

Esta preparación es una parte muy importante de todo el episodio martirial. Porque aquellos jóvenes no murieron de cualquier manera. Iban a la muerte cantando, lo cual reventaba a los verdugos. Porque que vayas a matar a unos individuos y que se pongan a cantar, eso enerva al más cínico de los mortales.

Doce de la noche del 12 de agosto de 1936

Dieron las doce en el reloj de la catedral. Era el día 12 de agosto. De repente se abrieron las puertas del salón y entraron unos veinte milicianos armados. Llevaban también abundantes cuerdas para atar a los futuros mártires. Mariano Abad, miliciano apodado “el enterrador”, gritó: “¡Que salgan los veinte que tengan más de veintiséis años!”

No salió nadie.

– ¡Los de veinticinco!

Nadie. Mariano se enfureció. Parece que le dio vergüenza fusilar a unos jóvenes menores de veinticinco años.

– ¡Que se enciendan todas las luces!

Y sacó una lista. Como apenas sabía leer, se la entregó a toro miliciano.

Secundino Ortega Juan Echarri
Javier Luis Bandrés Pedro García Bernal
José Brengaret Hilario Llorente
Manuel Buil Alfonso Miquel
Antolín Calvo Ramón Novich
Tomás Capdevila José María Ormo
Esteban Casadevall Salvador Pigem
Eusebio Codina Teodoro Ruiz de Larrinaga
Juan Codinachs Juan Sánchez
Antonio Dalmau Manuel Torras

Uno de los nombrados, Juan Echarri, se volvió hacia los que quedaban y les gritó:

– “¡Adiós, hermanos, hasta el cielo!”

Los milicianos se enfadaron.

– Vosotros los que quedáis, tenéis un día entero para comer, reír, divertiros, bailar, hacer todo lo que queráis. Aprovechadlo bien porque mañana a esta misma hora vendremos a buscaros como a éstos y os daremos un paseíto a la fresca, hasta el cementerio. Y ahora, apagad todas las luces y a dormir.

Los veinte misioneros elegidos cruzaron la plaza del ayuntamiento y se dirigieron al camión. Alguien gritó: “¡Viva Cristo Rey!”

– ¡¡Viva!!

– ¡¡Más fuerte!!

– ¡¡Viva Cristo Rey!!

Y se armó un revuelo ahí mismo, pues los milicianos los querían hacer callar a golpes de culata. El camión se paró a unos doscientos metros del kilómetro tres de la carretera de Sariñena. Delante y detrás del camión iban varios coches con los verdugos y otros dirigentes.

– Aún tenéis tiempo. ¿Queréis venir con nosotros a luchar contra los fascistas?

– ¡¡¡Viva Cristo Rey!!!

– Gritad al menos ¡Viva la revolución!

– ¡¡¡Viva Cristo Rey!!!

Y se oyó una descarga terrible. Eran las 12:40 de la noche. Luego, los tiros de gracia uno por uno. Se podían contar.

Los milicianos entre risas y blasfemias, contaban lo sucedido bebiendo vino. Esperaron una hora a que se desangraran los mártires, para que no mancharan el camión, y los volvieron a cargar para llevarlos al cementerio. A la mañana siguiente, allí mismo se encontraron recuerdos de los asesinados: estampas, libros y un zapato.

14 de agosto de 1936

Los que quedaron dentro estaban convencidos de que al día siguiente los iban a matar. Eran estos:

Luis Masferrer Francisco Castán
José Amorós Luis Escalé
José Badía José Figuero
Juan Baixeras Ramón Illa
José María Blasco Eduardo Ripoll
Luis Lladó Francisco Roura
Miguel Massip José Ros
Manuel Martínez Alfonso Sorribes
Faustino Pérez Jesús Agustín Viela
Sebastián Riera Rafael Briega

Pero no los mataron ese día. Les hicieron esperar un día más. En verdad, no eran veinticuatro horas de vida, sino de tortura. Aquella espera era un tormento. Y tuvieron tiempo para escribir su testamento:

«Querida congregación. Hoy 13, han alcanzado la palma de la victoria veinte hermanos nuestros. Y mañana, día 14, esperamos morir mártires los veinte restantes.
Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por todo nuestro querido Instituto. Cuando llega el momento de designar las víctimas, hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para ponernos en las filas de los elegidos. Hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada. Cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar ¡¡Viva Cristo Rey!!
Son tus hijos, Congregación querida, éstos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio: ¡¡¡Viva Cristo Rey!!!
Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de Nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a ti, madre común de todos nosotros. Me dicen los compañeros que yo inicie los vivas y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones y en nuestros clamores entusiastas adivina ti, querida Congregación, el amor que te tenemos.
Morimos todos contentos, sin que nadie sienta desmayos ni pesares. Rogamos todos pidiendo a Dios que la sangre que caiga de nuestras venas no sea sangre vengadora, sino sangre que estimule tu desarrollo por todo el mundo. Adiós, querida Congregación. Tus hijos, mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron. Los mártires de Barbastro y en nombre de todos, el último y más indigno… Faustino Pérez».

¡¡¡Viva Cristo Rey!!!
¡¡¡Viva el Corazón de María!!!
¡¡¡Viva la Congregación!!!
¡¡¡Adiós querido Instituto!!!
¡¡¡Vamos al cielo a rogar por ti!!!
¡¡¡Adiós, adiós!!!

La muerte llegó un día más tarde de lo que pensaban. En la medianoche del 14 al 15 de agosto vino el camión de las ejecuciones. Nunca fusilaban de día. Siempre lo hacían de noche, como a escondidas, para que no hubiera testigos. Como los ladrones.

Un miliciano llamó a los misioneros por lista.

– ¿Queréis luchar contra el fascismo o ser fusilados?

– Preferimos morir por Dios y por España.

Los ataron con alambres y torniquetes. A algunos les saltaba la sangre de las muñecas. Ninguno se quejó. Luego los ataron de dos en dos por los codos. En la puerta se les juntaron tres sacerdotes de Barbastro, también atados. Uno de ellos iba chorreando sangre por la mandíbula derecha.

Cuando los subieron al camión, Faustino empezó a gritar: ¡¡¡Viva Cristo Rey!!! Los otros contestaron a voz en grito: ¡¡¡Viva Cristo Rey!!!

Entonces el que conducía el camión se bajó de la cabina y empezó a repartir culetazos a diestro y siniestro. A Faustino le rompió la cabeza; le hundió el cráneo. Pero al ginal de la calle, se armó una enorme algarabía.

¡¡¡Viva Cristo Rey!!!
¡¡¡Viva el Corazón de María!!!
¡¡¡Viva Cristo Rey!!!
¡¡¡Viva el Papa!!!

Llegaron al kilómetro tres de la carretera de Sariñena y los echaron al suelo como fardos. Les ofrecieron la salvación si desistían de la religión. Dispararon los fusiles. Una nueva descarga para sofocar los gritos de los mártires. Un tiro de gracia a cada uno mientras los contaban a todos.

Al día siguiente algunos campesinos pasaron por allí y vieron algunos restos de los jóvenes mártires entre la sangre y la tierra: cristales rotos de sus gafas, armazones y varillas, rosarios, escapularios medio deshechos, trozos de ropa, medallas…

Lo contaban ellos:

“Un día de aquellos pasamos con carros cargados de trigo y la primera de las caballerías, que era un buen caballo, al llegar al sitio y oler la sangre humana reciente (hacía sólo cinco horas que habían fusilado a los jóvenes religiosos) la caballería no quería pasar, como espantada”.

Lo sucedido en Barbastro con los misioneros claretianos fue una de las páginas más duras y gloriosas del martirologio cristiano. No es que los mataron; es que iban cantando a la muerte. Aquello fue un espectáculo por el ruido ensordecedor, por la manera de matarlos y por la forma de morir. Se empeñaron en morir cantando. Como los mártires que iban a las fieras en el circo de Roma.

Con estos cuarenta jóvenes, murieron asesinados tres profesores suyos y el obispo de Barbastro. Damos noticia de los cuatro.

Felipe de Jesús Munárriz

Nació en Allo (Navarra) el 4 de febrero de 1875. Era el superior de la comunidad. Durante toda su vida había dado muestras de entrega total a su vida religiosa, de continuo sentido de la responsabilidad para organizar la vida de los jóvenes estudiantes y de talento práctico para solucionar los problemas de una familia de 51 personas.

Con once años solicitó la entrada en el postulantado de Barbastro, donde luego fue ordenado sacerdote en 1898, en Santo Domingo de la Calzada.

Desempeñó su apostolado como coadjutor de novicios de Cervera (1898), prefecto de postulantes de Barbastro (1900), prefecto de filósofos en Cervera (1905), prefecto de teólogos en Cervera (1910), prefecto de moralistas (1915).

En 1919 es destinado a Italia, a la casa generalicia. Luego sigue como superior en las siguientes casas: Gracia (Barcelona) (1922), Cartagena (Murcia) (1925), Zaragoza (1931) y Barbastro (1931-1936).

El día 20 de julio de 1936, cuando los milicianos se empeñaban en encontrar armas en el convento, el P. Munárriz se enfrentó vigorosamente:

“¡En esta casa no hay armas, lo crean ustedes o no lo crean! ¡Registren lo que quieran, que no las encontrarán! ¡Nosotros no mentimos!

En la noche del 1 al 2 de agosto de 1936, a la entrada del cementerio, fue fusilado este santo varón, lleno de méritos y de trabajos. Tenía 61 años de edad.

Juan Díaz Nosti

Había nacido en La Quinta de los Catalanes, del principado de Asturias, el 18 de febrero de 1880. Ingresó en el postulantado de Barbastro en el año 1893. Fue ordenado sacerdote en 1906, en Zaragoza. Luego fue nombrado profesor de ética (Cervera, 1907); de moral (Colegio de Alagón, 1910); superior de Calatayud (1913) y profesor de mora en Aranda de Duero y Barbastro. Gran predicador, excelente superior de diversas casas.

El 21 de julio de 1936 al atardecer, toda la comunidad de Barbastro fue sacada de su casa; los unos, enfermos, al hospital; los otros, más ancianos, a las Hermanitas de los Pobres; los más, al colegio de los escolapios; el superior Padre Munárriz, Juan Díaz y Leoncio Pérez, a la cárcel municipal. Allí fueron encerrados en el calabozo del tercer piso, donde no se podía vivir por el calor, la estrechez del lugar y el aire infecto del bochinche donde estaban también otros sacerdotes y seglares católicos del pueblo.

En medio de la confusión, en aquella requisa buscando armas, el P. Luis Masferrer pudo ir a la capilla para sacar el Santísimo y ponerlo a salvo dentro de una maleta. Durante los días de prisión aquella Eucaristía sirvió de alimento espiritual a los futuros mártires. Siempre ocurrió lo mismo en todas las prisiones de la persecución religiosa en España. La Eucaristía fue el pan de los fuertes. La Eucaristía y la devoción a María.

En la noche del 1 al 2 de agosto entraron en el Comité unos individuos conocidos en Barbastro por su ferocidad, pidiendo presos para matar. Y el Comité les dio un vale para sacar a veinte hombres y matarlos. Entre ellos estaban nuestros tres primeros claretianos mártires.

A eso de las tres de la mañana, una enfermera vio un número considerable de presos que eran llevados por detrás del Hospital hasta el cementerio. Luego sonaron los tiros de fusiles y revólveres; su horrible sonido llegó a los oídos de los otros claretianos que estaban presos en el colegio de los escolapios. Juan, al morir, tenía 56 años.

También murió allí mismo un hombre singular, Ceferino Jiménez Malla, primer gitano beatificado de la historia, que fue fusilado junto al padre superior de los claretianos, por el delito de haber querido defender a un sacerdote que estaba siendo acosado en plena calle. También le acusaron de otro terrible delito: llevaba ¡¡¡UN ROSARIO!!!

Leoncio Pérez Ramos

Era riojano, de Muro de Aguas. Nació l 12 de septiembre de 1875. Su familia era pobre de solemnidad; se dedicaban a los trabajo del campo y eran los más pobres del pueblo. Profesó en Cervera en 1893; fue ordenado sacerdote en Miranda de Ebro el año 1901.

Su primer destino fue Barbastro, como auxiliar del Prefecto. Luego pasó a Lérida, y en 1907, fue destinado a la Casa Sanatorio de Olesa de Montserrat, hasta 1913.

Fue administrador de diversas casas durante 23 años. Era un religioso ejemplar, piadoso, paciente y trabajador. Lo llevaron a la cárcel, junto a Felipe y Juan. El día 25 fue trasladado al convento de las capuchinas, convertido en prisión. El pañuelo hallado en su bolsillo estaba todo él manchado de sangre. No se sabe si fueron simples hemorragias o efectos de malos tratos. Salieron de la cárcel de las capuchinas atados de tres en tres.

El Padre Leoncio formaba terna con el beneficiado de la catedral, Don Tomás Ardanuy, que estaba aterrado; Leoncio le animó durante todo el viaje hacia la muerte. Unos disparos, y a la fosa. Tenía 61 años. Los restos fueron recogidos en 1940.

El Obispo de Barbastro

No debemos olvidar aquí la muerte del Obispo de Barbastro, Don Florentino Asensio Barroso, el día 9 de julio de 1936. Lo llevaron a la cárcel del pueblo y, allí, le cortaron los testículos en vivo; los envolvieron en un periódico y los llevaron por los bares invitando a que alguien se los comiera. Ved al pobre obispo chorreando sangre y empapando las baldosas del pavimento. ¡Qué salvajadas!

Luego lo empujaron a la plazuela del ayuntamiento, lo subieron al camión de la muerte y le obligaron a bajar de allí por su propio pie chorreando sangre. Él iba perdonando a todos los que le llevaban. Le dispararon una descarga y el obispo no moría. Lo dejaron desangrándose durante dos horas de agonía y, al final lo remataron de un tiro. Y luego se repartieron sus vestidos.

 

Autor:

Sacerdote D. Felix Núñez Uribe.

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