Aquella España visigoda había conocido días gloriosos: las victorias de Leovigildo, el entusiasmo de los Concilios toledanos, el rumor de las escuelas de Toledo y de Sevilla, la ciencia universal de San Isidoro. Había unidad política y unidad religiosa: todos los pueblos de la Península obedecían a una misma ley divina y humana: todos acataban las órdenes del mismo rey. Pero a las entusiastas aclamaciones del tercer Concilio de Toledo (539), a la gloria más serena del cuarto, presidido por San Isidoro (633), había sucedido un cansancio general y como una oculta tristeza al ver agotadas todas las posibilidades. Las escuelas se eclipsan, las grandes figuras desaparecen, los obispos, cada vez más cortesanos, conjuran con los magnates; los reyes se agarran a su trono, presa de un continuo sobresalto; San Julián anuncia el fin próximo del mundo, y, bajo el presentimiento de un gran mal desconocido, escribe angustiosamente San Ildefonso: «De tal manera se encoge el vigor de nuestras almas por la malicia de los tiempos, que al pensar en los males que nos amenazan perdemos todo aliciente para vivir.»
Es el momento en que aparece San Fructuoso predicando el retiro del mundo en todo el occidente de la Península. Las muchedumbres le escuchan, comprendiendo que aquél es el llamamiento que necesita el mundo en decadencia; los discípulos le rodean, surgen monasterios por todas partes, y los que no caben en los monasterios se esconden en cuevas inaccesibles o entre el misterio de los bosques. Así lo hacen tres ciudadanos de Segovia: Frutos, Valentín y Engracia. Eran nobles, ricos, poderosos en su tierra; pero, impulsados tal vez por aquellos aires de pesimismo que silbaban sobre la sociedad española del siglo VII, y movidos, sobre todo, por el ideal sobrenatural del Evangelio, repartieron sus riquezas a los pobres, y un buen día desaparecieron de la ciudad. Ahora el desierto era su nueva morada. Valentín y Engracia vivían en dos pobres ermitas junto a un pueblo que hoy se llama Caballar, cinco leguas al norte de Segovia; Frutos había querido ir más lejos, y se escondió entre las fragosidades de un monte, al otro lado de Sepúlveda, cerca del río Duratón. Todos tenían el mismo programa de vida: orar, comer hierbas, dormir poco, martirizar el cuerpo; en una palabra, servir a Dios.
¡Felices ellos! Un día su desierto empezó a llenarse de fugitivos.
—¿Qué sucede?—decían los solitarios—. ¿Por qué nos robáis nuestra paz?
Ya no hay paz para nadie; España arde, se derrumba una monarquía, y un pueblo entero se pierde. El mal presentido ha llegado. Los bereberes de Taric han derrotado a don Rodrigo. Las ciudades de Andalucía abren sus puertas; Sevilla, Córdoba, Mérida y Toledo son ya musulmanas. En el norte es mayor la resistencia y mayor también la venganza del invasor. «Cuelga en el patíbulo a los nobles varones, despuebla las ciudades con la espada y la cautividad, incendia los palacios y los alcázares, crucifica a los ancianos ‘y a los poderosos, hace esclavos a los jóvenes y apaga la vida de los niños en los pechos de sus madres; y aquellos que para evitar su furor se esconden en los senos de las montañas, mueren en ellas de hambre y de miseria.» Así dice un cronista, testigo de la catástrofe.
Los mismos fugitivos no siempre pueden evitar el golpe de la espada. Una banda de moros llega al lugar donde se alzan las ermitas de Engracia y Valentín. Los dos hermanos oran; apenas si se dan cuenta de los hombres del turbante, que están delante de ellos; apenas han tenido tiempo para hacer su confesión de fe, cuando su sangre riega el suelo y su alma camina en busca de un mundo mejor. Son mártires de Cristo.
El invasor sigue adelante, penetra en los montes de en ciñas y castaños, llega a la peña enhiesta, donde Frutos tiene su cueva. También él va a morir. A él la muerte no le importa; sería su liberación; pero allí, a su lado, hay una multitud de cristianos que han venido huyendo del enemigo. Su suerte le mueve a compasión; levanta los ojos al Cielo, hiere la roca con su bastón, y cuando los moros van a llegar hasta ellos, se abre el peñasco sobre el cual caminan. Ha salvado a sus compatriotas, pero él tendrá que seguir lacerándose en el yerno y aguardando impaciente el momento de unirse a sus hermanos. Además, le alentaba un pensamiento: sabía que ningún huracán podría destruir aquella verdad evangélica por la cual él sufría. Y tal vez en sus iluminaciones veía la figura de un compatriota suyo que allá en la lejanía de los siglos seguía iluminando con la fe de Cristo la patria liberada. Su nombre y el de esa lumbrera de la fe, el santo Claret, aparecerán un día unidos en la misma página del calendario.
Con información de Divvol