Los ciegos vemos el mundo que nos cuentan, y suplimos con la imaginación lo que es posible, pues cada persona posee su almacén propio de recuerdos e imágenes. El ciego sabe muy bien lo importante que es la memoria, por eso nos alarmamos tanto cuando los grandes manipuladores pretenden desterrar la memoria personal del propio ámbito y dejar sin apoyos que sostengan una verdadera identidad. Afortunadamente son muy escasos los ciegos de nacimiento en las sociedades modernas, y van entrando en esta discapacidad aquellas personas que una enfermedad degenerativa les afecta al funcionamiento de sus ojos. Pero este no es el motivo de la reflexión de hoy, que la quiero conducir por la imagen y la impresión que debe producir una legión de enmascarados sueltos por las calles de nuestras ciudades. Me lo imagino y me produce pena y preocupación. Y ni que decir tiene, que yo también voy enmascarado, pero haciendo trampa en lo posible, pues procuro llevar la nariz al aire libre en espacios abiertos. A mis años quiero conservar un poco la salud y otro poco el espíritu de rebeldía. Cuánta miseria y manipulación se está ejerciendo sobre la dócil y lanar población, asustada, temblorosa y a punto de entrar en pánico por momentos. Saben los desalmados, que el miedo debe alcanzar niveles aproximados al terror para conseguir el silencio del rebaño mucho antes que la saludable inmunidad de grupo.
La mascarilla, el barbijo, el bozal, o como se le quiera llamar puede ser conveniente en determinados lugares donde concurran aglomeraciones en espacios cerrados, como autobuses, trenes o comercios. Pero es tiempo perdido que nos intenten convencer de la bondad e imperiosa necesidad del tapabocas por la calle, en la playa o haciendo deporte al aire libre. ¿Cuál es la finalidad real de taparnos la cara y desfigurar nuestro rostro con el barbijo, el bozal, o como lo queramos llamar? No se nos puede olvidar la portada The Economist, de enero del año pasado, en la que un hombre embozado con su mascarilla, que llevaba, a su vez, un perro con bozal, servía para anunciar al periódico que todo está bajo control. Y tenemos que seguir preguntando: ¿bajo control de quién? Este control, que están ejerciendo los poderes en la sombra, ¿qué finalidad persigue? Cientos de millones de personas en todo el mundo con los rostros medio cubiertos para favorecer la despersonalización dentro de las relaciones humanas. Los que tenemos la suerte de vivir en una ciudad pequeña reconocemos por la calle a muchas personas, con las que en no pocos casos establecemos un saludo o una charla más o menos breve; pero, con todo, ocurre en ocasiones que el barbijo de las narices impide ese reconocimiento inmediato, y el amigo es reconocido cuando ya lo hemos dejado atrás. La repetición de los actos crean hábitos, y cuando estos se socializan forjan cultura. ¿Qué cultura resultante pretenden estos salvadores o guardianes del caos y la miseria para las sociedades del siglo veintiuno?
Una de las aspiraciones profundas que late en nuestro interior es la de encontrar y reconocer el auténtico rostro de las personas y las cosas. La belleza del mundo que nos rodea se despliega ante la mirada con una policromía y armonía que ofrecen un cierto nivel de paz interior al que lo contempla. Pero entre todas las cosas buenas la más importante es la persona, o las personas con las que creamos vínculos sociales de distinto nivel. El rostro de las personas es el principal vehículo de información dentro de los mensajes que intercambiamos. La palabra queda alterada cuando se priva al interlocutor del gesto facial que acompaña a la verbalización de lo que se está diciendo. Una palabra sin gesto personal es la síntesis de voz de un robot. Es muy probable, que estos arquitectos del nuevo orden social nos quieran reducidos a robots en la práctica, de forma que no echemos de menos a una persona detrás del mostrador de una tienda o una cafetería. Un robot sirviendo cervezas o cafés no necesita vacaciones o Seguridad Social para la jubilación, u hospitales por enfermedad. Para los ciegos la mascarilla o el bozal ofrece otro reparo añadido, pues perdemos la sonoridad debida de la voz para su reconocimiento. No es un gran problema esto último, pero la vida está hecha de pequeñas cosas, que puestas en relación ofrecen panoramas distintos según estén interconectadas.
Nos avisan que las vacunas no van a ser la solución para evitar la mascarilla, el bozal, el barbijo, el tapabocas, o como quiera usted llamarlo. Con la vacuna puesta, después de haber pasado la reacción conveniente leve o severa, hay que seguir llevando el barbijo y manteniendo la distancia de seguridad. Cuanto mayor sea la distancia mejor para estos arquitectos del caos. El caos social equivale a individualizar, fragmentar o atomizar todo lo posible a la sociedad, de forma que los individuos vayan desconectando, apagando relaciones personales o anulándose en una la soledad progresiva. Es una parte muy pequeña de la población la que pretende lo anterior, pero una parte con mucho poder, que necesitan sentirse embriagados por el poder sobre los demás, porque el dinero les sobra, y en algunos casos les asquea, porque pasado el punto de saturación lo mismo da tener una cantidad que otra. Pero la droga del poder es un fortísimo estimulante que los hace imaginar lo infinito en su propia edificación. Los nuevos arquitectos son los nuevos ególatras que se confundirán a ellos mismos con los algoritmos que nos van a controlar.
No todo está perdido, porque la historia de los hombres cuenta con la acción providencial de DIOS; pero nos toca ahora marcar acentos en lo que está sucediendo, y contribuir a generar el número de personas suficientes, o masa crítica, para originar un cambio en sentido inverso a los desquiciados planes de los megalómanos, que juegan a ser dioses destruyendo al hombre.