Este último domingo, he descubierto una tradición que, les confieso, me era completamente desconocida. Acudí a una misa según el rito extraordinario y, como ando algo perdido con su calendario litúrgico, pregunté a un amigo con el que me encontré cual era el domingo que se celebraba, dispuesto a buscar las lecturas y demás oraciones en el misal. Creo que Septuagésima, fue su respuesta.
El sacerdote indicó que, precisamente ese domingo, no la celebrarían por estar cercana la fiesta del santo patrón del instituto que regenta el templo donde acudí, pero a mí se me quedó grabado el vocablo: Septuagésima. No lo había oído en mi vida.
Como soy muy curioso, fue salir de la iglesia y ponerme a buscar información acerca de esta tradición que, como pude comprobar, era una costumbre con más de mil años de historia en la Iglesia. Abría un tiempo de preparación que acababa en la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza; una suerte de transición entre la resaca navideña y la penitencia cuaresmal.
Este tiempo inicia con el domingo de la Septuagésima, que tuvo lugar, como he dicho, el pasado domingo ―el tercero antes del Miércoles de Ceniza―, que corresponde al 64º día antes de Pascua. El siguiente domingo será el de la Sexagésima y el siguiente el de la Quincuagésima.
En los oficios de la semana de septuagésima, la Iglesia nos ofrece meditar acerca de la caída de nuestros primeros padres y su justo castigo; en los de sexagésima, sobre el diluvio universal, enviado por Dios para castigo de los pecadores, y en los tres primeros días de la semana de quincuagésima, la vocación de Abraham y el premio dado por Dios a su obediencia y su fe.
Su origen se remonta a que en algunas comunidades el ayuno previo a la Pascua iniciaba cuarenta días antes del Viernes Santo ―cuadragésima, cuaresma―, otras cincuenta ―quincuagésima―, otras sesenta ―sexagésima―, y otras setenta ―septuagésima. De ahí el nombre que reciben estos domingos. Finalmente se fijó la cuaresma, pero manteniendo los domingos previos como un periodo de transición a la misma.
Durante la Septuagésima se usan ornamentos morados, se omite el Gloria y no se canta el Aleluya y la liturgia sufre otra serie de variaciones.
La liturgia en la Forma Extraordinaria ha mantenido la distribución del año litúrgico existente antes de la reforma de 1969 ―en el Rito Ordinario ha pasado a ser Tiempo Ordinario― y una de las muchas cosas que ha mantenido es este periodo.
Desconozco el motivo que llevó a los encargados de la reforma litúrgica a retirar estos días del calendario ―si algún lector lo sabe, será bienvenida una aclaración―, pero me ha parecido una tradición edificante y enriquecedora; una pena.
El tiempo de Septuagésima, como también es conocido en su conjunto, marca el inicio del tiempo de Carnaval (etimológicamente, abandono o despedida de la carne) y comporta, por tanto, un preludio para la Cuaresma asociándonos al recuerdo de la vida pública de Jesús. En efecto, este tiempo debe ser una preparación para que nos dispongamos a celebrar santamente la Cuaresma, período en el cual, a través de la penitencia, el ayuno y la oración nos preparemos para la gran fiesta de la Pascua, donde Cristo consuma su misión. De ahí que su color litúrgico sea el morado, al igual que en Cuaresma y Adviento, por ser aquel el que denota exteriormente una preparación penitencial y una profundización espiritual de cara al tiempo litúrgico que sucederá.
Cada uno de los domingos del tiempo de Septuagésima tiene una estación en alguna de las basílicas patriarcales de Roma (conocida como Pentarquía). Estas estaciones cuaresmales indican la dimensión peregrinante del Pueblo de Dios que, en preparación a la Semana Santa, intensifica el desierto cuaresmal y experimenta la lejanía de la «Jerusalén» hacia la cual se dirigirá el Domingo de Ramos, para que el Señor pueda completar ahí, con la Pascua, su misión terrena y realizar el designio del Padre. La costumbre de celebrar en Cuaresma la Misa «estacional» se remonta a los siglos VII y VIII, cuando el Papa oficiaba la Santa Misa, asistido por todos los sacerdotes de las iglesias de Roma (para quienes era preceptivo acudir), en una de las cuarenta y tres basílicas estacionales de esa ciudad. También lo hacía con ocasión de las grandes fiestas.
Septuagésima es el noveno domingo antes de la Pascua de Resurrección, y debe su nombre a una simplificación de origen histórico: el primer domingo del tiempo de Carnaval que se introdujo en el calendario litúrgico fue el domingo de Quincuagésima (siglo VI). Posteriormente, se añadieron otros dos: el primero, que cae casi sesenta días antes de la Pascua, fue llamado domingo de Sexagésima (IV Concilio de Orleans, 541), y el segundo de Septuagésima (Sacramentario Gelasiano, 750). Septuagésima se conoce también como Dominica Circumdederunt, por la primera palabra del Introito de la Misa («Cercáronme angustias de muerte…»), tomada del Salmo 17. A partir de este domingo y hasta el domingo de Pascua, se deja de decir el cántico al Señor, el Aleluya, tanto en la Misa como en el oficio divino. Asimismo, en la Misa del domingo y de las ferias se omite por completo el Gloria y se añade un Tracto al Gradual. Su estación es la hoy basílica menor de San Lorenzo Extramuros, asignada antiguamente al Patriarca de Jerusalén.
Sexagésima es el octavo domingo anterior a la Pascua y el segundo antes de la Cuaresma, y se conoce también como Dominica Exsurge, por el comienzo del Introito («Levantaos, oh Señor…»), que corresponde al Salmo 43. Su estación es la basílica mayor San Pablo Extramuros, inicialmente la sede del Patriarca de Alejandría, y desde ahí la oración de la Iglesia invoca al Doctor de los Gentiles.
Quincuagésima es el domingo anterior al Miércoles de Ceniza, llamado Dominica Esto mihi, por las palabras iniciales del Introito («Sé para mí un Dios protector…») proveniente del Salmo 30. Su estación es la basílica mayor de San Pedro del Vaticano, de la que era titular el Patriarca de Constantinopla (recuérdese que la basílica del Papa es San Juan de Letrán). En muchos lugares, este domingo y los siguientes dos días eran usados para preparar la Cuaresma mediante una buena confesión. Como los días previos a la Cuaresma eran con frecuencia destinados al desenfreno, el papa Benedicto XIV (1675-1758), por medio de la constitución Inter Caetera (1 de enero de 1748), introdujo una especial «devoción de las cuarenta horas», para proteger a los fieles de las diversiones peligrosas y favorecer la reparación por los pecados cometidos. Con el mismo nombre se designa también el tiempo entre Pascua y Pentecostés, o entre el domingo siguiente a la Pascua (llamado también Domingo de la Divina Misericordia) y el domingo siguiente a Pentecostés. En este último caso se habla de Quinquagesima Paschae, paschalis o Laetitiae.
Con estas tres semanas se prepara, pues, la llegada del Miércoles de Ceniza y el inicio de ese tiempo de penitencia, limosna y oración que es la Cuaresma, el que hasta la reforma de san Gregorio Magno (540-604) comenzaba el domingo de Cuadragésima. De ahí que la estación del primer domingo de Cuaresma sea la basílica mayor de San Juan de Letrán, catedral de Roma y antigua sede del Patriarca de Occidente (título al que el papa Benedicto XVI renunció en 2006), que vuelve a comparecer el Domingo de Ramos y en la celebración de la Missae in Coena Domini y de la Vigilia Pascual. La estación correspondiente al Miércoles de Ceniza es la basílica de Santa Sabina, sita sobre el Aventino, desde la que el Sumo Pontífice imponía las cenizas a la curia y al pueblo de Roma. Como nos lo recordaba el Papa Emérito, S.S. Benedicto XVI, «el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es “hacerme semejante a él en su muerte” (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida […]. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo» (Mensaje para la Cuaresma 2011). Por eso, la sociedad cristiana suspendía antiguamente durante la Cuaresma los tribunales de justicia y las guerras, declarándose la Tregua de Dios. Era también tiempo prohibido para las bodas.
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