¿Por qué seguir teniendo hijos carnalmente en una época de extinción y biotecnología?: aquí la respuesta.

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El brillante filósofo francés Fabrice Hadjadj ha concedido una entrevista en la que, a raíz de la publicación de un libro sobre la paternidad y san José –recordemos que estamos celebrando un año dedicado al padre putativo de Jesús-, reflexiona acerca de la figura paterna.

En un nuevo ensayo, tan brillante como lúdico, «Ser padre con San José. Pequeña guía del aventurero de los tiempos posmodernos» publicado por Éditions Magnificat, el escritor y filósofo Fabrice Hadjadj da testimonio de su experiencia de la paternidad y desarrolla una profunda reflexión sobre la figura del padre.

¿A quién va dirigido su libro? ¿Intenta justificarse por tener nueve hijos ante los adeptos del «childfree» (los que deciden no tener hijos) o del «one child, one planet» (un solo hijo para no contaminar)?

Es cierto que soy una genitor en serie. Peor que los asesinos en serie, según algunos: mientras los asesinos ponen remedio a la superpoblación y proporcionan un rico fertilizante, yo contribuyo al «suicidio del planeta». Para entender la intención de mi libro hay que remitirse al subtítulo: Pequeña guía del aventurero de los tiempos posmodernos. En su época, Charles Péguy hablaba de los «hombres casados» y de los «padres de familia» como de «los grandes aventureros del mundo moderno». Pero ya no estamos en la modernidad, sino en la posmodernidad. La modernidad fue progresista y humanista. La posmodernidad es catastrofista y posthumanista (ya se trate del antiespecismo, del transhumanismo o del fundamentalismo religioso).

Es cierto que el fantasma del Gran Día aún es utilizado, de forma residual, por el «Great reset» liberal y el «mundo de después» de la colapsología de izquierdas. Pero este fantasma no se aguanta ante la posibilidad real de la extinción. En la época de Péguy, por tanto, la aventura de la paternidad era sobre todo entrar en la carne de la historia para resistir al imperio del dinero y de la ideología. Hoy en día, esta aventura consiste en consentir dar vida a un mortal en una época en la que esto ya no se da por sentado. ¿Por qué seguir teniendo hijos carnalmente en una época de extinción y biotecnología? ¿Por qué convertirse en padre y no contentarse con ser un experto?

¿Echa de menos el «mundo de antes»?

Lo que digo no es ni reaccionario ni revolucionario. No echo de menos la paternidad tal y como la concebía el código napoleónico, donde se trataba de ser el gran propietario de tu mujer y de tus hijos y de ocuparse sobre todo del varón primogénito, por cuestiones menos paternales que patrimoniales. Creo que los desafíos que traen el neofeminismo, el individualismo, el tecnologismo o la esterilidad de los «childfree», son de una innegable utilidad. Derribamos la estatua del general. Nos libramos de los tópicos del hombre del saco y del padre gallina. Pero cuando los puntos de referencia se derrumban, la figura del padre puede aparecer en su desnudez.

Estoy hablando de la figura, no del rol. El papel de padre puede ser interpretado muy bien por una mujer, y con mayor eficacia porque se trata precisamente de una cuestión de actuación. Pero la paternidad humana no es una cuestión de rendimiento. Se logra a través de tus propios fallos. Es una aventura: el riesgo de un futuro para el otro, contra cualquier programa preconcebido. La pérdida de los puntos de referencia de antaño la hacen aún más sorprendente. En un mundo donde sólo hay drones, el pájaro más pequeño aparece como una maravilla de la gracia. Es posible que hoy, en un mundo de calculadoras y consumidores desencarnados, el padre más insignificante aparezca por fin en todo lo que de prodigioso tiene.

¿Qué puede, hoy en día, motivarte a elegir ser padre?

¿En qué sentido podemos hablar de una elección? Si un hombre recurre a una mujer para ser padre, la reduce a ser una porta-matriz, la convierte en la incubadora de su delfín. La paternidad es siempre oblicua. Sucede, comienza con algo distinto a sí misma, a saber, el deseo del otro sexo, un movimiento de integridad hacia su misterio, sin preservarse nada. Toda la moral sexual (y especialmente la de la Iglesia) se resume en este precepto: cuando lo hagas, hazlo a fondo. Sin retorno, por así decirlo. Ya sé que en los cursos de Sociales se presenta un vínculo mecánico entre el acto sexual y el engendramiento. Pero desde el punto de vista existencial, el hombre ama a su mujer y he aquí que se convierte en padre, como por arte de magia. Esa relación no tiene nada de evidente.

Jules Supervielle lo expresa en un poema: «Este niño puro, rosa de la castidad/ ¿Qué tiene que ver con la voluptuosidad?/ ¿Y era necesario que en lujo de inocencia/ terminara el furor de nuestros sentidos?» Además, la entrada en la paternidad no puede decidirse en función de las anticipaciones de un proyecto parental. Ningún hombre puede decirse a sí mismo: «Ya está, tengo todas las habilidades para ser un buen padre y hacer que mi hijo sea perfectamente feliz». Por eso, a propósito del padre, he desarrollado el concepto de «autoridad sin competencia». Un experto comunica lo que ha entendido en un ámbito muy concreto de la vida: es competente. Un padre transmite la vida entera, en la medida en que no la comprende, se le escapa, es entregado incluso a la muerte, al sufrimiento, a la injusticia…

¿Es entonces la paternidad siempre irresponsable?

La responsabilidad no es la capacidad de controlar, sino la capacidad de responder. Si para dar vida tuviéramos que controlarla, asegurarnos de que está libre de riesgos y defectos, nos conformaríamos con fabricar robots. El hombre responsable es el que responde a la vida que ha recibido para responder a la vida que va a transmitir. De hecho, la vida ya está siempre dada. Nos lo han transmitido nuestros padres. Decir sí a la vida que va a nacer es decir sí al hecho de haber nacido. La paternidad es, en primer lugar, el consentimiento a la vida recibida y entregada, aunque esta vida esté herida y expuesta al mal. El signo de esto es la transmisión del nombre de la familia: el padre da a sus hijos el nombre de sus padres, asume y en cierto modo agradece lo ya vivido hasta ahora.

¿Es por esta razón que escribe: «Renunciar a ser hijo es renunciar a ser padre»?

Es muy difícil ser hijo o hija de. Hay que ser bastante viejo y tener una gran conciencia de la historia. Un niño no se ve nunca completamente como el hijo de sus padres. De niño, yo creía que era un superhéroe abandonado en medio de una familia corriente. Más tarde, pensé que era el hijo de Nietzsche y no de Bernard y Danielle Hadjadj. En el fondo, fue al convertirme en padre cuando tomé conciencia de lo que había recibido de mis padres en mi ingratitud, y fue al creer en la providencia divina que me dije que no había nada mejor para mí que ser hijo de Bernard y Danielle. Es bastante curioso: me parece que hay que creer en un Dios creador y salvador para aceptar ser carnal; y hay que aceptar ser padre para ser plenamente hijo.

Hoy en día se habla de paternidad en general. ¿Qué nos dice la diferencia de sexos al respecto?

La mujer accede a la maternidad a través de una progresiva transformación física. Su vientre se dilata para formar la primera habitación de su pequeño hombre. Sus pechos se vuelven más pesados para producir la primera fuente de leche. Es una metamorfosis increíble que la convierte en morada y alimento. Además de los diversos inconvenientes del embarazo, porque ese florecimiento no está exento de náuseas, está también el difícil paso del parto, porque el feliz acontecimiento no está exento de dolor.

¿Y qué ocurre con el hombre? La paternidad no deja marca en su carne. Su cuerpo sigue siendo el mismo. Su participación en la fertilidad común ha sido breve, externa y agradable. En la sala de partos, maneja el ambientador o ajusta el volumen de la música relajante; en resumen, es ridículo. Así que la maternidad es un hecho físico, mientras que la paternidad no aparece nunca como algo físico. Te cae encima. Pasa a través de un acto de reconocimiento verbal. La teología cristiana identifica el Hijo con el Verbo. Esto también tiene un significado antropológico. Recuerda el famoso adagio del derecho romano: Mater certissima, pater semper incertus. La madre es segura, el padre es siempre incierto; desde el punto de vista de la evidencia sensible. Por lo tanto, es la madre la que instituye al padre: «Eres tú, te lo digo, créeme». El padre es reconocido en primer lugar por la mujer antes de reconocer al niño. Con la paternidad se pasa de un régimen de evidencia inmediata a un régimen de mediación por la palabra dada. El psicoanalista Charles Melman considera que, en relación con el matriarcado, el patriarcado constituye «un progreso espiritual, un progreso mental, ya que se pasa de las reglas de la evidencia a las de la creencia». Pero debemos recordar que este patriarcado se funda en la palabra de la madre.

Por lo tanto, ¿es el padre quien opera una separación?

Tradicionalmente, corta el cordón y da su nombre. El, que es tan nulo en el orden físico de la fecundidad, sólo puede asumir ser la bisagra entre la naturaleza y la cultura. Pero a través de él, el niño no sólo se separa de la madre, sino que también se separa del padre, e incluso de sí mismo. Yo no era más que un ser aún en gestación cuando ya era Fabrice Hadjadj. El apellido me vincula a un pasado que desborda la célula familiar. En cuanto al nombre de pila, que sin duda recuerda a La Cartuja de Parma, hace referencia al futuro: ¿quién está detrás de este nombre propio? Se necesita toda una vida bajo esta enseña para cumplir su misteriosa misión. Por último, si el padre es por supuesto guardián y protector, también es, más específicamente, quien expone al niño al mundo.

La madre forma un recinto. El padre abre la puerta y da la patada en el culo. Afirma la dimensión del riesgo, de la libertad, del sacrificio, de la aventura de la vida. En la Biblia, la primera vez que un hijo llama a quien le ha engendrado «padre» es en el momento del sacrificio de Abraham. Ambos caminaban juntos. Entonces Isaac, dirigiéndose a su padre Abraham, dijo: «¡Padre mío!» Y éste respondió: «¡Aquí estoy, hijo mío!» Isaac replica: «Aquí están el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». Abraham responde: «Dios mismo proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». El padre y el hijo suben juntos la montaña. El hijo tiene ante sus ojos todos los instrumentos del sacrificio; se pregunta para qué vino al mundo si es para sufrir y morir y perderse. El padre responde que por su parte no ve nada, pero que el Señor proveerá.

San Pablo resume este drama diciendo que Abraham (el padre de las naciones) esperó contra toda esperanza, y al hacerlo se convirtió en padre. Ésta es la fuerza, la virilidad del padre, que es lo contrario del funcionamiento mecánico: esperar contra toda la desesperación del mundo, relanzar la aventura de la vida recibida, y así sostener a la mujer y animar al niño.

¿Por qué ha elegido a José de Nazaret como ejemplo de padre, cuando precisamente no es padre más que muy imperfectamente?

O más que perfectamente. José no es un simple padre adoptivo. Un padre adoptivo se vincula al hijo de otro hombre. Ahora bien, aquí, no hay otro hombre. Y es Dios mismo, a través de su ángel, quien inviste a José con su paternidad. Yo soy padre por las fuerzas de la naturaleza, José es padre por el Creador de esas fuerzas de la naturaleza, y por lo tanto lo es más radicalmente que yo. Su ejemplaridad proviene sobre todo del hecho de que rompe la imagen del padre ideal. Su situación le impide por completo ser un experto o un pedagogo. La Madre y el Hijo le superan completamente. ¿Cómo hacerse obedecer por Dios (y sin gritarle)? ¿Cómo pretender que todo está bajo control con el Incomprensible en casa?

Es pues el aventurero por excelencia. Todo le cae encima, más allá de toda planificación, y debe responder sin cesar a este imprevisto. Sabe que el Hijo está condenado a muerte, pero también está seguro de que es Él, la Vida. Pienso en el verso de Philippe Jaccottet: «mi ocultamiento es mi forma de brillar». La gloria del padre, dice de modo similar,  San Juan, es que sus hijos e hijas den fruto. El padre se esconde empujando a sus hijos hacia adelante. Pero de forma oblicua, una vez más. Lo que más me gusta de la iconografía de San José es que no está vuelto hacia Jesús, sino hacia la tabla de carpintero. No sobreprotege al niño. Le muestra su trabajo de adulto y así le hace desear crecer y marcharse de casa para asumir su propia tarea en el mundo. Y luego está la gran escena de la pérdida de Jesús y de su hallazgo en el Templo. En ese intervalo, José siente que lo ha perdido todo: la misma alegría de la Pascua le ha abandonado, ha perdido al Hijo de Dios… Pero incluso cuando un padre falla, puede hacerlo mejor que cuando un experto triunfa: puede ponerse de rodillas, pedir perdón, dirigir a su hijo hacia el Padre de las misericordias, mostrar que aunque la vida sea dramática, no es menos bella.

 

Le Figaro/Aziliz Le Corre.

 

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