Lo primero que hay que saber es que lo que sucedió este lunes no es nada nuevo. Lleva sucediendo públicamente en Alemania y otros países centroeuropeos muchos, muchos años. Las bendiciones a parejas del mismo sexo, de divorciados o de hecho son habituales por allí y no llaman la atención. Desde hace bastantes décadas, en multitud de parroquias, seminarios y curias diocesanas de Alemania y los países cercanos se promueven el fin del celibato (y mientras tanto el arrejuntamiento de los sacerdotes), la homosexualidad (incluidos los sacerdotes y los miembros de consejos parroquiales), la ordenación de las mujeres (y, mientras tanto, su presencia en el altar revestidas, para acostumbrar a los fieles), los anticonceptivos, el divorcio, etcétera.
Esto que digo lo sabe todo el mundo, incluidos los obispos e incluido el Vaticano, porque se hace abiertamente, sin necesidad de ocultarlo. Nadie que conozca Alemania lo ignora. Y durante todas esas décadas, no se ha hecho nada real para evitarlo, más allá de palabras que se lleva el viento. Es más, diversos obispos alemanes lo han promovido activamente, mientras en el Vaticano, año tras año y década tras década, se seguían nombrando obispos (y cardenales) que favorecían todas esas prácticas.
En ese sentido, no tiene el más mínimo sentido escandalizarse ahora por algo que se ha tolerado o promovido durante medio siglo. ¿Cómo no van a tener ideas heterodoxas sobre moral los sacerdotes alemanes, si eso es lo que han aprendido de sus profesores y formadores como si fuera la enseñanza de la Iglesia? Es la tradición que han recibido y no conocen otra cosa. Eso es lo verdaderamente escandaloso.
La realidad es que durante los últimos cinco pontificados se ha permitido que esto sucediera. Las razones son complejas, pero, ante todo, hay que reconocer que esta situación solo ha sido posible en un ambiente eclesial en que la norma fundamental de facto ya no era la salvación de las almas, como dice el código, sino esa idea, ingenua hasta el absurdo, de que la Iglesia tenía que usar la medicina de la misericordia y no la de la severidad (como si misericordia y severidad, o caridad y justicia, fueran opuestas o como si Cristo solo usara una de ellas, en lugar de las dos). Esa idea, que es con gran diferencia lo que peor ha envejecido del Concilio Vaticano II y que se llevó a los extremos más disparatados, provocó que los fieles quedaran indefensos ante los que pervertían la fe y la moral, siempre impunes porque nadie se atrevía a ser severo con ellos. Es decir, una misericordia ingenua que, en realidad, era la más terrible falta de misericordia con los fieles y los pequeños.
¿Qué hay de diferente entonces en lo que sucedió el lunes en Alemania? Esta es la segunda cuestión que hay que tener en cuenta para entender este asunto: lo que ha cambiado es Amoris Laetitia.
Aquella exhortación postsinodal supone que Roma ha cedido no solo el campo disciplinar (cosa que, como hemos visto, hizo hace décadas), sino también el doctrinal. En efecto, si, según Amoris Laetitia, hay que acompañar a los divorciados que viven en adulterio, ¿por qué no a las parejas del mismo sexo o a los que conviven sin estar casados? Si a veces lo que Dios nos pide “en una situación concreta” es que adulteremos, ¿por qué no va a pedir a alguien que forme una pareja del mismo sexo o que rompa el celibato sacerdotal o que se ordene si es una mujer? Si Dios no siempre da la gracia para cumplir sus mandatos y, por lo tanto, no se puede reprochar su conducta a los que los incumplen, ¿por qué vamos a reprochar algo a esas dos señoras que tanto se quieren y a lo mejor no han recibido la gracia necesaria para hacer otra cosa? Si un señor y una señora que viven de forma pública en adulterio pueden recibir solemnemente el Cuerpo de Cristo con los parabienes de la Iglesia, ¿quién se atrevería a decir que una pareja del mismo sexo no puede recibir una mísera bendición?
Después de Amoris Laetitia ya no hay argumento doctrinal contra lo que hicieron los curas alemanes el otro día. No puede haberlo, porque la exhortación cortó la rama sobre la que estaba sentado el magisterio en materia de moral, que es la existencia de actos intrínsecamente malos. Si no hay actos intrínsecamente malos, tampoco lo son los actos homosexuales y, por lo tanto, deberían poder bendecirse, al menos en algunas circunstancias. Y los obispos alemanes lo saben. Cuando apoyaron militantemente Amoris Laetitia no fue por casualidad, sino porque sabían que sus afirmaciones constituían la puerta de entrada teórica a todo lo que llevaban cincuenta años promoviendo de hecho.
Es decir, el magisterio se ha quedado sin argumentos y, como hace décadas ya que se quedó también sin disciplina, lo único que resta son palabras vacías. Esto es terrible, lo sé, pero es la realidad y, para poder encontrar una solución, primero hay que aceptar la realidad, por terrible que sea. Si no lo hacemos, continuaremos engañándonos durante otro medio siglo, mientras todo sigue pudriéndose y pudriéndose.
Civitas Sancti tui facta est deserta, Sion deserta facta est, Ierúsalem desolata est. Y, sin embargo, sigue siendo la Esposa de nuestro Señor, fuera de la cual no hay salvación.
Bruno M..
Infocatólica.