Meditaciones: para hoy, viernes 31ª semana del tiempo ordinario

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* Reflexión para meditar el viernes de la semana treinta y uno del tiempo ordinario.
* Los temas propuestos son: implicarse personalmente en las cosas de Dios; la astucia del buen ladrón; tratar a Dios con una ambición de niños.

 


EN LA PARÁBOLA que cuenta hoy el Señor en el Evangelio, el administrador infiel aprovecha su despido inminente para renegociar las deudas y, así, ser admitido después en otros negocios. «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta» (Lc 16,6), dice a sus deudores. La persona sagaz prevé y previene las cosas. Jesús, en esta parábola, alaba a ese siervo que se ha adelantado; nos anima a tener con las cosas de su Padre, al menos, la misma sagacidad de quienes solo miran por sus negocios. El administrador infiel ha sido astuto y ha calculado minuciosamente qué era lo que más le convenía. Ha sabido prever lo que podía faltarle en el futuro. «Ante tal astucia mundana nosotros estamos llamados a responder con la astucia cristiana, que es un don del Espíritu Santo»[1]. A él queremos pedirle que infunda en nuestras inteligencias la creatividad y la decisión para hacer reales estos deseos del Señor.

San Agustín, al comentar este pasaje, se pregunta: «¿Mirando a qué vida tomó precauciones aquel mayordomo? Y si él se preocupó por la vida que tiene un fin, ¿tú no te preocuparás por tu vida eterna?»[2]. Lógicamente, Jesús no espera de sus discípulos la deslealtad de este administrador; desea que nuestra implicación y compromiso con su misión divina sean inteligentes, que pongamos en juego todos nuestros dones y talentos. No quiere que su Reino en nosotros sea algo impuesto desde fuera, sino que verdaderamente lo queramos, que descubramos que allí está nuestra felicidad. Nos gustaría que todo lo que es de Dios sea, a la vez, nuestro; queremos parecernos mucho más a su hijo, que al administrador de la parábola: «Amar es… no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada –decía san Josemaría–. No pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena… y a la vez propia»[3].


EN LA CIMA del Calvario hay un pobre ladrón que ha visto cómo el saco donde guardaba todos sus botines ha terminado por romperse. Se conforma con su suerte y se lo hace ver a su compañero, que no para de quejarse: «Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho» (Lc 23,41). Sin embargo, su profesión también le ha hecho astuto e intenta un último recurso. Mira a Jesús y le pide algo sorprendente: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). No se siente con fuerzas para exigir nada. Le basta un recuerdo. Quizá intuye que, si lo consigue, no estará solo allá donde la muerte le lleve. Jesús le responde : «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).

De alguna manera, este buen ladrón hace lo contrario que el administrador infiel. Ha errado muchas veces el camino, pero no está dispuesto a fallar de nuevo, solo le queda una oportunidad. Jesús conoce lo más profundo de sus deseos y los cumple con creces. Con Jesús es mejor ir de frente y sin rodeos. «Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa «astucia» (…). Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de «astucia» cuando, de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino»[4].

No queremos ser ingenuos y pensar que no existen peligros, que somos inexpugnables. Sabemos del atractivo de palacios como el de Herodes. Intuimos que el ladrón habrá sufrido una dolorosa conversión interior. Sin embargo, la sagacidad nos ayuda a buscar refugio donde nada puede alejarnos de nuestro amor, nos impulsa a no quedarnos en silencio ante Jesús, sino a manifestarle sin rodeos lo que tenemos en el fondo del alma.


EN NUESTRA relación con Dios, no podemos olvidar el consejo de San Pablo: «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Porque lo que uno siembra, eso recogerá: el que siembra en su carne, de la carne cosechará corrupción; y el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará la vida eterna» (Gal 6,7-8). Con Dios siempre merece la pena la sinceridad plena y la sencillez total, pues conoce lo más íntimo de nosotros mismos. Estas virtudes no son fáciles ya que en ocasiones suponen reconocernos vulnerables o equivocados.

Sin embargo, los frutos de este sano realismo, de esa franqueza con Dios, son inmediatos: «Al considerar ahora mismo mis miserias, Jesús, te he dicho: déjate engañar por tu hijo, como esos padres buenos –padrazos– que ponen en las manos de su niño el don que de ellos quieren recibir… porque muy bien saben que los niños nada tienen. Y, ¡qué alborozo el del padre y el del hijo, aunque los dos estén en el secreto!»[5]. Quien se acerca así no pide lo que merece, sino que ha abandonado esa lógica y no tiene reparos en pedir con una ambición santa. San Josemaría afirmaba que podemos aprender de los niños a tratar así a Dios: «Cuando trabajaba con niños, aprendí de ellos lo que he llamado vida de infancia (…). Aprendí de ellos, de su sencillez, de su inocencia, de su candor, de contemplar que pedían la luna y había que dársela. Yo tenía que pedirle a Dios la luna: ¡Dios mío, la luna!»[6].

«Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño»[7]. Queremos tener una sana astucia de niños para querer recibirlo todo de Dios, para apoyarnos más en su fuerza y menos en la nuestra. En esta tarea nos acompaña María, que nos muestra el buen camino para recorrerlo con sagacidad.


[1] Francisco, Ángelus, 18-IX-2016.

[2] San Agustín, Sermón 359A, 10.

[3] San Josemaría, Surco, n. 797.

[4] Francisco, Homilía, 6-I-2014.

[5] San Josemaría, Forja, n. 195.

[6] San Josemaría, Notas de una reunión con sacerdotes, 26-VII-1974.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.

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