Los herejes protestantes más activos y recalcitrantes sólo respiran para blasfemar y destruir la Iglesia católica, instituida por Nuestro Señor Jesucristo. Su odio a la verdadera fe y al catolicismo es su única «razón de ser».
Por otra parte, no estamos hablando de gente escrupulosa; no les importa idolatrar al «mesías» de su secta, Martín Lutero, un degenerado y desquiciado criminal que terminó sus días como Judas, esto es, suicidándose, al igual que lo hicieron muchos de sus secuaces. De hecho, lejos de repugnarles, a estos sectarios les atrae morbosa y obstinadamente la hediondez de las falsas doctrinas luteranas.
Debe quedar meridianamente claro, pues, que el protestantismo, inspirado por su padre, el Diablo, busca aniquilar la «obra de Dios», pero mediante el uso de la Biblia, previamente deformada y cercenada, por cierto, hecho que demuestra que su «perversión religiosa» surge ab imis fundamentis.
Asimismo, la «obra de Dios», objeto de su malsana obsesión destructiva, no se limita a la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, sino también al orden natural, por este motivo, el protestantismo ha sido pionero en justificar y bendecir varios vicios contranaturales.
La etiología de una gran parte de las calamidades que ha padecido la civilización occidental nos conduce irremediablemente al protestantismo y no al catolicismo, como pretende hacernos creer una legión de fanáticos pseudobiblistas, más cercanos, en este sentido, a los Testigos de Jehová que al catolicismo.
Es más, la decadencia que está experimentando la Iglesia católica hodierna se debe, en gran parte, al proceso de «protestantización» que impulsa la gran caterva de progresistas, agentes disolventes de la autodemolición eclesial. Aunque la destrucción de la Iglesia es metafísica y teológicamente imposible en el orden divino y sobrenatural, llega a realizarse, de facto, en el orden histórico y en su dimensión más humana.
En fin, además de rezar por la conversión de los protestantes en todas sus extravagantes y ridículas variantes, convendría también impugnarlos enérgicamente, pues, por su culpa, son muchas las almas que se están perdiendo.
Alguien me dirá que también debemos dialogar con ellos… ¡De ningún modo!
Con el error no se dialoga, al error se le combate.
De lo contrario, estaríamos degradando y humillando la Verdad que Cristo confió a su Santa Iglesia para que fielmente la custodiase y propagase en toda su pureza.

Por P. JAIME MERCANT SIMÓ.
Sacerdote, profesor, doctor en Estudios Tomísticos (Filosofía), doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Filosofía jurídica) y licenciado en Sagrada Teología.
MARTES 15 DE ABRIL D3 2025.