He hallado un secreto regocijo en una frase muy usada y muy temida. Pienso que hay expresiones populares que si bien hoy son populares, comenzaron por ser muy impopulares. Quiero decir que más bien soy partidario de creer que tuvieron origen en una suerte de “elite” que acuñó la idea y, más luego, la filtró por las venas del pueblo. Porque el pueblo en realidad nunca se centró mucho en las arrugas, y sí en conservar encendido el calor del hogar.
El título de este escrito, o sea, la frase que pretendo analizar, puede ser lanzada en tono de broma o puede ser objeto de que alguien la frecuente no sin amargura. Me detendré en esto último. Descalifico la enunciación cuando se la concibe como dedicación corporal excesiva, cuando ella se transforma para el hombre no solo en deseo de eterna juventud terrenal, sino también en una nostalgia perniciosa para quien ve lo vano de la lucha que sigue, ya que el tiempo no hace esas concesiones, es inexorable; y por ambas sendas el hombre se aflige hasta morir. En tal caso se teme al tiempo que amenaza de muerte al cuerpo, y para ello valen igualmente aquellas palabras: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo”. A poco que se reflexiona en lo dicho, se verá que en tal obsesivo interés hay algo de anormal, y, como diría G.K. Chesterton en su ‘Ortodoxia’, son las “personas anormales las que están siempre quejándose de la estupidez de la vida”.
Por lo que me enseña la experiencia, la expresión “los años no vienen solos”, genera en la mayoría de los que la pronuncian y de los que sin más le dan cabida, una especie, diría yo, de pesar, de desaliento. Esa cana que apareció entre todos los cabellos; esa arruga que se abrió camino sin pedir permiso; esas ojeras; son algunas de las cuestiones que llevan a ciertas personas a sostener que “los años no vienen solos”. Y una suerte de pesimismo existencial, de nostalgia superflua, se apodera de las vidas humanas. Si ha de usarse la frase “los años no vienen solos” para referirla a que aparecieron unas arrugas en la cara, realmente me veo en la obligación de manifestar que estamos frente a vidas cuyos años vinieron bastante solos; quiero decir que vinieron de la mano de una superficialidad notoria y abrumadora. Se trata de esa soledad en la que están sumergidas las almas a las que el hastío existencial desgarra en la trituradora de lo superficialidad. No es la vida la que está destinada a las arrugas, son las arrugas las que están destinadas a la vida; lo primero reduce hacia lo superficial, lo segundo amplia hacia lo esencial.
Ciertamente amo que los años no vengan solos, siempre y cuando sea bajo un significado positivo. Desde la panza de mamá podemos decir que los años no vinieron solos: porque vinieron con el amor materno que acaricia al hijo desde la panza; luego, trajeron la luz divina de la gracia mediante el bautismo que otorga la amistad entre el hombre y la augusta Trinidad; viene la educación, y un largo etcétera que indica claramente por qué nuestros años desde el albor de nuestra existencia no vienen solos.
La antigua pero tan nueva liturgia, santa y sapientísima, echada al olvido por quienes jamás deberían haberla echado, hace repetir hasta al hombre de 107 años aquello de: “Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat juventutem meam” (Subiré al altar de Dios, al Dios que es la alegría de mi juventud”). En el misterio valiosísimo de la trascendencia y lo esencial no se exalta una corteza inventada, y el espíritu se dedica a vivir en Dios la eterna juventud. El aggiornamento eligió la moda y la cáscara y, por eso mismo, como no podía ser de otra manera, dio frutos desoladores, que el jolgorio, la masividad, el número, la prensa, y la maquinaria humana de la apariencia y el fariseísmo, no pudieron tapar con barnices equilibristas, porque de causa vacua efecto huero. Está toda la vigencia de la advertencia: “Por los frutos se conoce el árbol”. El aggiornamento erró el camino, porque buscó la juventud en la fiesta, cuando ella estaba en el misterio; por eso también está condenado a morir porque carece de vitalidad, y porque como lo sostuviera Chesterton, “no es capaz de entender la naturaleza de la Iglesia, o la nota sonora del credo descendiendo de la antigüedad, quien no se dé cuenta de que el mundo entero estuvo prácticamente muerto en una ocasión a consecuencia de la abierta mentalidad y de la fraternidad de todas las religiones” (El Hombre Eterno, ed. Cristiandad, Madrid, 2011, p. 233). Aquí la paradoja estriba en que la juventud está en la raíz y no en el vegetal artificial, o, dicho de con las palabras de San Vicente de Lerins: “Si se empieza a mezclar lo nuevo con lo antiguo, lo extraño con lo que es familiar, lo profano con lo sagrado, en breve todo este desorden se difundirá por todas partes, y nada en la Iglesia permanecerá intacto, íntegro, sin mancha; y donde antes se levantaba el santuario de la verdad pura e incorrupta, precisamente en ese lugar, se levantará un lupanar de infamias y de torpes errores (El Conmonitorio, Apuntes para conocer la fe verdadera, ed. Palabra, Madrid, 1976, p. 90).
Qué formidable pensar que los años no vinieron solos porque vinieron trayendo la mistad; qué hermoso pensar que los años no vinieron solos porque vinieron a traer el amor de tu vida; que magnífico ver que los años no vinieron solos porque formaste una hermosa familia hasta la muerte; y cuánto deleite causa saber que los años no vinieron solos porque te trajeron hijos, sabiduría, ciencia, alegrías, dolores que enseñan, buenas lecturas, reflexiones, consejos, trabajos, y todo eso solo por enumerar algunas cosas que traen los años que verdaderamente vienen acompañados, y no, vividos en la insignificancia de tiempos muertos que se esfuman al modo en que la arena se desliza por nuestras manos hasta no quedar nada.
Prefiero las huellas de los ojos que sonríen, ellas me llevan al misterio de la grandeza de un alma. No vinieron solas: allí operó una hermosísima virtud invisible. Para ningún hombre debería ser un problema que “los años no vengan solos”, mas sí debería causarle preocupación si simplemente solo le vienen los años.