Legalización del Aborto en Argentina: Rockefeller y Hitler con rostro progresista.

José Arturo Quarracino
José Arturo Quarracino

Finalmente el gobierno argentino, presidido por Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, envió al Congreso argentino el proyecto de “despenalización y legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo”, tal como se define eufemísticamente el aborto, que en realidad es el asesinato prenatal. Lo envía ocho meses después de haberlo anunciado en marzo de este año, pero que debió postergarse su tratamiento a causa de la ya famosa “pandemia” del Covid-19.

Por supuesto, esta iniciativa cuenta con el apoyo y respaldo de todo el “universo” progresista, en sus distintas expresiones, que van desde partidos políticos hasta movimientos sociales, agrupaciones feministas, etc., postulando que el aborto es un “derecho de toda persona gestante” (sic) y que es un avance “revolucionario”. Lo llamativo es que para impulsar la legalización de la pena de muerte prenatal estos sectores y personalidades progresistas “resucitan” las ideas y conceptos formulados por Adolfo Hitler en la década de 1930s y por John Davison Rockefeller III en los años 1972-1973. En su inmensa mayoría estos progresistas se proclaman ateos o agnósticos, pero no tienen problema en asumir y presentar como “revolucionarias” las ideas de la plutocracia financiera depredadora (Rockefeller) y eugenésicas (Hitler).

El aborto como problema de salud pública

Tal como vino afirmando en distintas oportunidades, el presidente Fernández y su coro de repetidores han reiterado que para ellos “el aborto es un tema de salud pública”: a pesar de la ley, hay mujeres que abortan y algunas mueren en el intento, por eso el Estado “debe brindarles las condiciones adecuadas y seguras” para que puedan matar a su hijo antes de que nazca.

Parece increible, pero éste es el argumento sobre el que se pretende justificar la legalización: si bien el aborto está tipificado como delito penal por la ley, ésta última “no ha impedido que haya abortos”,  entonces “hay que legalizar el [crimen del] aborto”. Según este razonamiento del presidente argentino, habría que legalizar todos los crímenes, porque ninguna ley ha impedido que hayan proliferado: violaciones, asesinato de mujeres, abusos sexuales a menores, secuestros seguidos de muerte, etc. El señor Alberto Fernández se percibe abogado, tiene el título, pero parece que no aprendió ni sabe que ninguna ley ha impedido nunca que se cometan delitos, siempre los castiga.

Además, este argumento de la salud pública fue inventado hace casi 50 años por John Davison Rockefeller III, el gran oligarca y plutócrata estadounidense, a quien el señor Fernández cita textualmente, aunque se perciba como un político liberal-progresista: “[…] la anticoncepción es el método de elección para prevenir un nacimiento no deseado. Creemos que el aborto no debe ser considerado un sustituto para el control de la natalidad, sino más bien como un elemento en un sistema general de cuidado de la salud materno-infantil[1].

Esta afinidad del presidente argentino con la ideología abortista de los Rockefeller se emparenta también con la práctica nazi llevada a cabo en los campos de concentración. El famoso psiquiatra austríaco Viktor Frankl cuenta en uno de sus libros –El hombre en busca de sentido- que todo prisionero que era ingresado en esos famosos campos perdía totalmente su identidad personal, simplemente pasaba a ser un número y así era llamado y así debía llamar a sus compañeros confinados. Se lo despersonalizaba totalmente.

Esta despersonalización también la practicó Alberto Fernández en su presentación del proyecto, cuando menciona las “3.300 mujeres que han muerto por abortos clandestinos desde el año 1984 a la fecha”. Pero nada dice de los 3.600.000 de bebés gestados que fueron asesinados antes de nacer, según las cifras que enuncia el mismo gobierno y algunos de sus ministros abortistas. Ni siquiera se los identifica númericamente, simplemente se los ignora, en una actitud peor que la del nazismo.

En esencia, se trata de la misma práctica de los grupos de tareas del último gobierno militar que padeció la Argentina: los bebés abortados padecen la desaparición forzada de personas, ignorados sin identificar y finalmente exterminados, como desaparecidos en democracia.

La objeción de conciencia

Que el aborto no es ninguna práctica médica curativa o sanadora, sino una acción criminal, lo reconoce el mismo proyecto de ley, ya que admite que los médicos que no aceptan el aborto pueden plantear objeción de conciencia, para no estar obligados a realizar abortos. Pero las instituciones sí deben asegurar la práctica, sus directivos no pueden alegar objeción de conciencia institucional.

Individualmente, el que no quiere matar no está obligado a hacerlo. Institucionalmente, toda establecimiento de salud está obligado a realizar abortos, más allá de su ideario institucional.

Parece progresista la argumentación, pero en realidad es el mismo esquema que utilizó Adolfo Hitler en Alemania, en 1933 (ley de esterilización forzosa para personas discapacitadas o disminuidas, 5 de diciembre) y en 1939 (ley de eutanasia, 1 de setiembre). En ambas ocasiones, ante la fuerte oposición de la Iglesia Católica y de la Iglesia Protestante, el nazismo reconoció a los médicos el derecho a la objeción de conciencia, pero no a las instituciones, que sí o sí debían brindar el “servicio”.

En definitiva, el presidente Fernández, la vicepresidente Cristina Kirchner y sus principales espadas ministeriales y legislativas “se perciben” progresitas y revolucionarios, pero en última instancia no son otra cosa que la reencarnación “nacional y popular” de la oligarquía financiera angloamericana y del nazismo purificador de la raza.

[1]Rockefeller Commission Report, Population Growth and the American Future, Chapter 11: Human Reproduction., New York 1972.

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