Las misas que sí predicaba el Padre Pío.

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Me ha impactado escuchar decir a varios testigos de las misas del Padre Pío de Pietrelcina que él nunca predicó ninguna homilía. Esto resulta chocante para un sacerdote de mi generación, a quienes se nos dice que debemos ser buenos “animadores litúrgicos” y, por tanto, que tenemos que ejercitar la mayor habilidad verbal y creatividad para atraer a las personas a la misa. Justo aquí es donde la figura del Padre Pío sigue teniendo mucho para enseñarnos a sacerdotes y fieles para no errar en quién ponemos nuestra atención al celebrar la Eucaristía.

No era por gusto personal que el Padre Pío no predicaba, sino por obediencia. Al él no le había sido concedida la patente de predicador, necesaria para este ministerio por disposición del Papa Honorio III sobre los fraticelli de San Francisco. Sin embargo, sí supo predicar del modo más radical y fecundo en que todo sacerdote lo debe hacer: lo hacía desde su configuración con Cristo crucificado, quien era el sujeto primero y último de su obediencia. Desde las llagas del Salvador impresas en su propia carne, el Padre Pío transparentaba el sacrificio que ofrecía en el altar. Y esa era su gran predicación. En unas misas de tres horas, “de espaldas y en una lengua que nadie entendía”, según se califica peyorativamente al rito tradicional, este fraile no tenía necesidad de explicar muchas cosas y, sin embargo, todos participaban plenamente de lo que se celebraba en cada misa.

Así nos lo cuenta el padre Gabriele Amorth, hijo espiritual y testigo excepcional de la santidad del Padre Pío: «[Su misa] era tan mesurada que no tenía nada de teatral. Pero ¿por qué llegaba gente de todo el mundo a un lugar de tan difícil acceso y a una hora tan insólita, para asistir a esta misa que no acababa nunca y que, cuando había acabado, se deseaba que continuara?»

Y se responde el mismo padre Amorth mostrando cómo se realizaba allí la configuración del sacerdote con el misterio celebrado y la participación activa y fructuosa de los fieles: «Cada misa era una agonía. Pero también era una lluvia de gracias, a menudo extraordinarias. No se necesitaban explicaciones: se veía que eso era un sacrificio, el sacrificio de Jesús al que se unía el sacrificio del celebrante y al que intentaban unirse todos los presentes».

Y es que el mismo Cristo en el Calvario tampoco pronunció un gran discurso cuando dio la más contundente predicación sobre de Dios, rico en Misericordia, y el hombre, herido por el pecado y necesitado de su gracia. Porque es Cristo elevado en la cruz quien atrae a todos hacia sí, y quien responde en la fe y el amor a este sacrificio recibe sus gracias. Por eso no llamamos aquí a los sacerdotes a no predicar durante la misa ni a descuidar la importancia de este momento. Todo lo contrario. Lo que necesitamos es no perder que el centro de la predicación debe ser la participación del sacrificio del Calvario que acontece en cada eucaristía. Porque los sacerdotes sí tenemos que predicar y debemos poner todo de nuestra parte para hacerlo bien. Pero el objetivo de nuestras palabras ha de ser llevar a todos a una más profunda experiencia del misterio que celebramos, viviéndolo ante todo en nosotros mismos y “transparentándolo”.

Se trata de no perder nunca ese sentido mistagógico que atravesaba toda la predicación de los Padres de la Iglesia y que cada sacerdote es impelido a vivir desde nuestra ordenación: «Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». Es allí donde la mesa de la palabra y la mesa eucarística encuentran su punto de unión, a cuyo servicio ha sido constituido el sacerdote como ministro del altar y también de la Palabra. Mientras mayor sea nuestra contemplación del Verbo hecho carne y de su carne hecha pan, así como nuestra consecuente configuración con Él, más elocuente será todo cuanto tengamos que decir y los silencios que guardemos.

Los testigos de las misas del Padre Pío cuentan que él si dirigía una breve exhortación a los fieles al concluir la celebración, como también sabemos que esas eucaristías antes de la salida del sol eran la fuente de toda su prolífica y consecuente predicación en el confesionario, sus cartas y sus acertadas palabras en los diálogos personales. Estos fueron los púlpitos más amplios de los que se valió el fraile de los estigmas, que también conviene que los sacerdotes de hoy redescubramos. Pero ese ya será tema de un siguiente artículo.

con información de Religión en Libertad/Christian Díaz Yepes

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