Siguiendo el ejemplo del cardenal McElroy, e ignorando las fuertes advertencias hechas, entre otros, por el arzobispo Aquila y el arzobispo Naumann, el cardenal Blase Cupich de Chicago escribió un editorial en su diario arquidiocesano pidiendo la inclusión total de los homosexuales activos en la iglesia.
En realidad, el cardenal no menciona la homosexualidad en su columna. Pero cualquiera que esté familiarizado con los debates actuales dentro de la Iglesia sabrá lo que quiere decir cuando lamenta que: “Hay voces que insisten en que la Iglesia debe excluir a los pecadores, de una participación más plena en la vida de la Iglesia, hasta que sean reformados, por respeto por la justicia de Dios».
El cardenal Cupich no llega a decir que los homosexuales activos deberían ser admitidos a la Comunión, pero su argumento lleva claramente a esta conclusión. Y, por supuesto, la misma lógica sugeriría dar la bienvenida a la Eucaristía a todos aquellos católicos que están divorciados y vueltos a casar, o que apoyan el aborto legal, o que se burlan de las enseñanzas de la Iglesia sobre otras cuestiones morales.
Por ahora, lamentablemente, estamos acostumbrados a escuchar a destacados líderes católicos cuestionar las enseñanzas fundamentales de la Iglesia y negarse a defender normas morales bien definidas. Sin embargo, esta intervención del cardenal Cupich es sorprendente porque descaradamente tergiversa los pensamientos de aquellos que defienden la tradición católica perenne, especialmente el difunto Papa Benedicto XVI.
El cardenal abre su editorial señalando que una creencia firme en el poder infinito de la gracia de Dios es uno de los «muchos puntos de convergencia entre el difunto Papa Benedicto XVI y el Papa Francisco».
Cierto, pero dado que esta convicción es un aspecto fundamental de la fe cristiana, no sorprende que dos Romanos Pontífices la compartan. ¿Por qué, entonces, el Cardenal Cupich se preocupa de invocar al Papa Benedicto? Esto se aclara unos párrafos más adelante.
Después de citar las advertencias del Papa Francisco contra la «lógica gnóstica fría y dura», el cardenal escribe:
“Entonces, un enfoque pastoral que excluye de manera preventiva a alguien de la vida de la Iglesia y su ministerio, es un asunto serio y debe ser cuestionado”.
¿Puede nombrar a alguien, cualquiera, que excluyera preventivamente a alguien de la vida de la Iglesia? No puede. La Iglesia Católica nos acoge a todos y, como todos somos pecadores, nos instruye sobre cómo crecer en la vida de la gracia. Al mismo tiempo, la Iglesia -siguiendo la admonición de San Pablo- nos advierte que perdemos esa gracia y ponemos en peligro nuestras almas, si recibimos la Eucaristía en estado de pecado grave.
El Cardenal Cupich no hace la distinción elemental entre invitar a alguien a unirse a la Iglesia en oración e invitar a esa persona a compartir la Eucaristía, quizás para su propia condenación.
¿Hemos olvidado que amonestar al pecador siempre ha sido considerado por la Iglesia una obra de misericordia?
No excluimos a alguien de la vida de la Iglesia cuando lo instamos a seguir las normas morales que nuestro Señor nos ha transmitido; lo estamos empujando hacia la plena comunión.
El cardenal Cupich, comprensible y correctamente, pone un gran énfasis en la misericordia de Dios. Es aquí donde invoca al Papa Benedicto, quien dijo que la misericordia de Dios, su disposición a perdonar, “es tan grande que vuelve a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia”.
Ese sugerente pasaje de Deus caritas est (n. 10), sin embargo, no niega las exigencias de la justicia divina. Dios está listo para perdonar, ansioso de perdonar, al pecador arrepentido. Pero seguramente no alentará al pecador a continuar por el camino de la autodestrucción.
De hecho, como bien sabe el cardenal Cupich, antes de su elección al trono pontificio, el cardenal Ratzinger era conocido por las declaraciones de advertencia que emitía desde la Congregación para la Doctrina de la Fe, advirtiendo de que no comulgaran los divorciados vueltos a casar ilícitamente o los que fueron destacados defensores del aborto legal. Entonces, la afirmación de que Ratzinger/Benedetto apoya el argumento de Cupich aquí es, en el mejor de los casos, engañosa.
Una descripción más honesta del pensamiento del Papa Benedicto no dejaría ninguna duda de que rechaza el razonamiento presentado por el cardenal Cupich. Considere el lenguaje sencillo de la declaración emitida por su congregación en 1986, “Sobre el cuidado pastoral de las personas homosexuales”:
“Sin embargo, un número cada vez mayor de personas hoy en día, incluso dentro de la Iglesia, están ejerciendo una enorme presión para que la Iglesia acepte la condición homosexual como si no fuera desordenada y condone la actividad homosexual… Los ministros de la Iglesia deben asegurarse de que las personas homosexuales confiadas a su cuidado no se dejen engañar por este punto de vista, tan profundamente contrario a la enseñanza de la Iglesia”.
(NdT – El texto está tomado del punto 8 de la citada carta a los Obispos. Para la carta completa ver aquí )
El cardenal Cupich no habría escrito estas palabras si hubiera escuchado el consejo ofrecido por el cardenal Ratzinger en ese mismo documento:
“En esta perspectiva, esta Congregación desea pedir a los obispos que sean especialmente cautelosos con cualquier programa que pretenda empujar a la Iglesia a cambiar su enseñanza, mientras afirma no hacerlo”.
El cardenal Cupich concluye su columna con un llamamiento a «una conversión para ser santos como Dios es santo, para amar perfectamente, como Dios ama perfectamente, volviéndose contra nosotros mismos y hacia el amor que perdona». Irónicamente, esa exhortación es a primera vista similar a la ofrecida por el cardenal Ratzinger en ese documento de 1986, en el que sugiere que los homosexuales deberían ser alentados a ser santos, a volverse contra sus impulsos y buscar el perdón de Dios.
La diferencia fundamental entre estas dos exhortaciones -una diferencia que es evidente en las declaraciones de Ratzinger, pero disfrazada en los escritos de Cupich- es que un prelado desafía a los pecadores a cambiar sus vidas y a entrar más plenamente en la vida de la Iglesia, mientras que el otro quiere cambiar no a los pecadores…sino a la Iglesia.
Por Phil Lawler.
Phil Lawler ha sido periodista católico durante más de 30 años. Ha editado varias revistas católicas y escrito ocho libros.
Traducción de Vincenzo Fedele.