Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es nuestro ideal, el nuevo Adán, el modelo del hombre nuevo cuya forma de vivir fascinaba a todos. Estamos llamados, como cristianos, a alcanzar la estatura de Jesucristo que se convierte en nuestro máximo referente.
No se trata de explicar toda la fascinación que provocaba la vida de Nuestro Señor Jesucristo, señalando su origen divino. Más bien hay que destacar el carácter esencial del misterio de la encarnación que lo llevó a asumir por completo la vida de un ser humano, naciendo como un bebé y creciendo en el seno de una familia, así como insertándose en la historia dentro de la cultura concreta de un pueblo.
Al leer los evangelios nos podemos fijar en los relatos, en las enseñanzas y en las vivencias de Jesús donde se destaca su lado netamente humano. Para referirnos a este aspecto e ir delineando la personalidad de Jesucristo podemos recurrir al siguiente decálogo, que no es exhaustivo, pero que nos sitúa delante de la parte netamente humana del hijo de Dios.
1. Jesús sabía relacionarse con todos: con niños, hombres, mujeres, enfermos, pobres, pecadores y autoridades. Se sabe ubicar delante de cada persona y no pasa desapercibido delante de ellas, sobre todo por su estilo y por la gracia que tiene para interactuar con todos.
2. El Señor Jesús tenía una personalidad impactante por su carácter, bondad y libertad para vivir. La gente, sorprendida por su predicación y su forma de vivir, llegaba a decir: “¡Qué bien lo hace todo!” A otros el Señor dejaba atónitos cuando enseñaba o cuando respondía a los diversos cuestionamientos y algunos de plano no sabían qué decir o cómo reaccionar ante sus respuestas.
3. Se destacaba por la vivencia de las virtudes. Además de las teologales, Jesús ejercitaba las virtudes cardinales y morales. Lo suyo no eran acciones aisladas o prácticas repentinas de bondad, justicia y fortaleza, sino que lo respaldaba una vida virtuosa que le permitía mantener un estilo y una dinámica propia en todo lo que hacía.
4. Llama la atención un aspecto que no pasó desapercibido en los evangelios, sino que es visto con particular relevancia. Jesús disfrutaba ver las flores del campo y los pajarillos del cielo, que llega incluso a mencionar para explicarnos cómo la providencia de Dios llega a todas sus creaturas.
5. Jesús no era sólo una persona disciplinada sino necesitada de la cercanía con su padre del cielo. Por eso, se retiraba en todo momento para estar en la intimidad de la oración. Así lo vemos en distintos momentos: cuando se retiró cuarenta días al desierto y después de la multiplicación de los panes. Ante las complicaciones que se iban presentando no despotricaba, sino que oraba, como cuando eleva una oración después de echar en cara la falta de conversión de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm, Mt 11, 16-30.
6. Siempre lo vemos ir para adelante. Seguía firme en su misión, a pesar de la adversidad y las tribulaciones. Bastaría recordar las controversias con los grupos religiosos, los intentos de asesinarlo y los interrogatorios con autoridades que en ningún momento lo amedrentan.
7. Más bien, Jesús se mantenía consciente y centrado en su misión redentora sin caer en triunfalismos y protagonismos ante las multitudes que en algunos momentos querían proclamarlo rey, como sucedió después de la multiplicación de los panes. A los enfermos que cura siempre pide discreción y que no digan a nadie quién los sanó. No usa sus prerrogativas divinas para resolver dificultades serias o para sacar ventaja ante las adversidades. Se aleja por completo de actitudes protagónicas y no cae en el triunfalismo, al cual el enemigo lo empezó a empujar desde el momento de las tentaciones en el desierto.
8. Era una persona estable y tranquila con su conciencia, como cuando estaba durmiendo en la barca en plena tormenta en el lago de Tiberíades. Sabe guardar silencio, sopesar bien las cosas y responder de manera correcta a su debido tiempo. Es de admirar su fortaleza, su claridad mental y su templanza en los interrogatorios ante las autoridades. Sabe cuándo responder y cuándo quedarse callado.
9. No reprimía sus sentimientos. Tenía la libertad de echar en cara a la gente sus verdaderas intenciones, como cuando decía que sólo lo seguían por interés, por los milagros que hacía. Comparte la alegría y el descanso con los apóstoles y con sus amigos, como la familia de Betania. Tampoco era rencoroso. Siempre tuvo paciencia con los apóstoles, a pesar de sus inconsistencias, y después de la resurrección su trato y actitud hacia ellos fueron fascinantes.
10. Aceptaba y no se rebelaba ante el carácter ordinario y monótono de la vida. Ahí está su vida oculta en Nazaret y la obediencia que debía a sus padres.
Este decálogo que hemos destacado, podemos relacionarlo con la reflexión que hace K. Adam acerca del perfil de Jesús: “Lo primero que llama la atención al estudiar la fisonomía humana de Jesús es su clarividencia viril en la acción, su lealtad impresionante, su áspera sinceridad, en una palabra, el carácter heroico de su personalidad. Esto era, en primer término, lo que atraía a sus discípulos”.
Esto también lo podemos relacionar con la personalidad y la libertad de Jesús al llamar a los discípulos. Desde el primer momento quedaron fascinados con su persona y ya no quisieron separarse de él. San Juan se acuerda incluso de la hora exacta que conocieron a Jesús: “Eran las cuatro de la tarde”. Reflexiona Augusto Cury:
“Reflexioné sobre la angustia que seguramente sintieron al intentar explicar lo inexplicable a sus padres y amigos en Galilea. No podían decir que estaban involucrados en un gran proyecto, pues era un proyecto invisible. No podían comentar que seguían a un hombre poderoso, el Mesías, pues él quería anonimato. ¡Qué coraje para llamar y qué coraje para ser llamado!”
Para nosotros Jesús es el hombre perfecto, la persona más feliz y centrada que haya existido, sin negar por eso la tristeza, el sufrimiento y la soledad que experimentó, ante la incomprensión y la traición de algunos de sus seguidores, así como ante el odio, la persecución y el desprecio de tantas personas.
Al hablar de la madurez volteamos a ver a Jesús, nuestro máximo referente, así como a los santos que tuvieron grandes avances en este proceso. A los santos los vemos con cariño, admiración y devoción, casi de forma mística. Pero llegamos a amarlos más y a sorprendernos de lo que alcanzaron en su vida cuando bajamos a su realidad y los descubrimos como personas que tuvieron que luchar contra su carácter, sus defectos y muchas situaciones propias de su tiempo.
Partiendo de la vida de Jesús podemos ver que la felicidad y la santidad a las que aspiramos no están en una vida arreglada, en una existencia sin dolor, en el bienestar a toda costa, en la falta de contrariedades, en una vida cómoda, en el ideal de la ataraxia (como proponían los filósofos griegos del epicureísmo y el estoicismo), sino en la libertad, en el gozo, en el sentido de la vida y en saberse amados como hijos de Dios.
Este era precisamente el secreto en la vida de Jesús, lo que hacía posible su alegría, su bondad y su fortaleza para mantenerse con fidelidad en su misión: sentirse profundamente amado por su padre, saberse en el corazón del padre del cielo.
La alegría para un cristiano no es simplemente un sentimiento, es la memoria de saberse amados contra todo y contra todos. Al principio se descubre y experimenta esa capacidad que la fe cristiana tiene para transformar la vida; es como si de repente llenara el corazón y cambiara la forma de ver la vida. No es algo que se produce simplemente hacia afuera, sino que comienza como una experiencia interior de sentirse amados y perdonados por Dios, lo cual repercute en la forma de proyectar la propia existencia, de sobrellevar las dificultades y de ser perseverantes en nuestra misión.