La Persona está por encima del ‘Humanismo’ y los ‘humanismos’. Y la Persona de Jesucristo es su máxima expresión: monseñor Guerra Campos.

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Un condiscípulo suyo en la Pontificia Universidad Gregoriana me ha dicho que, en el período de sus estudios en la Ciudad Eterna, era fama entre estudiantes y profesores que Don José Guerra “lo sabía todo”. También se ha dicho que ha sido el alumno más brillante que ha tenido el Colegio Español de Roma, en toda la historia centenaria de la institución. El Cardenal Don Marcelo González Martín, que fue Arzobispo de Toledo y Primado de España, dijo en la preciosa Oración Fúnebre de la Misa funeral que Don José Guerra juntó virtud y ciencia, llevando ambas a un grado eximio; por ello la ciencia se convirtió en él en Sabiduría. No utilizada para vano y estéril lucimiento personal sino para iluminar y hacer bien a los demás, dando así razón de su esperanza (cf. 1Pet 3, 15).

En efecto, su preparación científica -extraordinaria cultura religiosa, sociológica, histórica, arqueológica, filosófica y teológica- hizo de él uno de los más esclarecidos prelados del orbe católico. Por ello, todo ensayo de síntesis de la labor y la significación científicas de Monseñor Guerra Campos como “maestro” es fácilmente desalentador. Se requeriría un maestro para escribir sobre un maestro. Y, en el presente caso, es obvio que las objeciones a esta tarea son insuperables.

Por eso, sólo voy a proponer aquí un breve esquema de los puntos más recurrentes -y, por ello mismo, intuyo que más significativos para el mismo Don José Guerra, pues debían constituir la urdimbre más íntima de su reflexión y de su “teología”- que he podido descubrir estos días releyendo algunas de sus páginas más emblemáticas en el campo del pensamiento teológico.

Frente al Humanismo de exaltacióndecimonónico, pero perviviente, de signo optimista pelagianoy frente al Humanismo de depresiónde nuestros días, caracterizado por el pesimismo calvinistaarticula Monseñor Guerra Campos su concepción del hombre, como “persona”, es decir, como hijo de Dios. Para él, quizá la cuestión más radical para el hombre podría formularse así: “¿El universo, en el cual la ciencia descubre un sistema de fuerzas encadenadas con necesidad, está dominado por la ley fatal y ciega, o por una Persona?”. En este nivel, una respuesta afirmativa no es, todavía, suficiente, porque -sigue preguntando- “¿la Potencia Personal, que es Dios, ama a los hombres? Que es preguntar: ¿Podemos esperar que todas las cosas funcionen siempre, en último término, para nuestro bien?». El dilema que propone es el dilema del “sentido de todas las cosas”: “¿hay Inteligencia y Amor en la raíz misma del ser, o no hay más que fuerza brutal, sin más racionalidad que la admirable y terrible que captan las matemáticas?” (Teología de la perfección del cuerpo, 1959, 3). Hoy asistimos “al final de ese ciclo de ilusiones vanas. Cuanto más emprendedor y eficaz es el hombre, más siente en sí mismo el vacío. Se ha hecho evidente la imposibilidad de una esperanza que ilumine la totalidad de la vida; y no es compensada por la mezcla de prosperidad hedonista y de permisivismo irresponsable” (Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, 1990, 116).

Frente a la oposición dialéctica que los Humanismos consignados mantienen entre sí (habría que recordar aquí sus profundos análisis del marxismo y del ateísmo, que sorprendieron y maravillaron a propios y extraños), la Revelación cristiana “ilumina el sentido del hombre, en quien se resume el valor de todas las cosas». De este modo “la Teología viene a fructificar en el campo abonado de la antropología (Teología de la perfección del cuerpo, 1959, 9 y 5): ser persona es ser “templo para la comunicación con Dios” (Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, 1990, 115).

La síntesis de sentido, y el “templo” por antonomasia de la comunicación de Dios, es la persona de Jesucristo:

En Cristo se realiza la armonía total de la materia y el espíritu, de lo humano y de lo divino (La lección de Santo Tomás como intelectual santo, 1975, 13). Para Monseñor, el Cristianismo es Cristo. No se trata, pues, de una ideología, sino de la persona y la acción de Cristo. Por ello, el dogma no es sino la expresión del hecho viviente que es Cristo. Y, por ello también, la oposición entre vida y dogma parte de la ignorancia de lo que es la respuesta cristiana. El dogma cristiano es la expresión del “hecho de que el mismo Dios se nos hace visible en Cristo». Por ello, “si preguntamos qué debe subordinarse a qué, el dogma a la vida o la vida al dogma, la respuesta es obvia: la vida al dogma (…). Tenemos que subordinar a la inyección de vida superior la vida natural imperfecta, limitada a las posibilidades históricas, porque el Credo no es un conjunto de verdades abstractas, sino un conjunto de hechos, de realidades históricas salvadoras, en medio de las cuales brilla, de modo más sensible, la resurrección de Cristo, como prenda y garantía de nuestra propia resurrección” (El Octavo Día, 1973, 256-257). Por eso, en medio de un pensamiento pseudo-teológico que desvirtúa la resurrección de Cristo, Monseñor Guerra la caracteriza como la clave del Cristianismo: “Sólo en un amanecer, como el que estamos esperando, se encendió una luz más potente que todas las tinieblas, más poderosa que la muerte. Y no como ocurre entre los hombres -por medio de los poetas, los escritores y los pensadores-, una luz hecha de deseos, de aspiraciones y de palabras; sino una “luz de hechos”. Tenemos unos testigos admirables, porque eran sinceros. Porque los discípulos del Señor ni deseaban ni esperaban la resurrección. No les interesaba. Y una vez que la palparon, no la entendieron hasta pasado el tiempo. Mientras Jesús estuvo con ellos en la tierra no la entendieron. No entendieron la resurrección porque no entendían la muerte. Lo único que deseaban ansiosamente es que Jesús no hubiera muerto; y, una vez muerto, que volviese, como enmendando un error, a reanudar la vida temporal, para acometer empresas temporales; un poco según el estilo de la pascua judía, la liberación de Egipto; pero sin la profundidad y la eternidad de la liberación de Cristo Jesús. Se entiende esta luz como un hecho. Estos discípulos incrédulos sólo terminan aceptando a fuerza de hechos: porque pudieron decir finalmente “hemos comido y bebido con Él”. Entonces se rindieron incluso antes de entenderlo (Homilía en la Vigilia Pascual, 1996).

Cristo es la respuesta a la pregunta original y originante en el pensamiento de Guerra Campos; aquélla que nos permite esperar en una consumación feliz de todas las cosas. Permítaseme aún esta larga cita por lo enjundiosa: “La vida histórica de Cristo aparece como la vida de alguien que ciertamente es sobrehumano, siendo al mismo tiempo humano; aparece vinculada estrechamente con el poder divino, como alguien amado por el Padre y, sin embargo, abandonado a la misma situación de muerte, dolor, incomprensión, etc., de los demás hombres, a los cuales esta situación los incita a rebelarse, a pensar que no son centro de ningún amor; lo que induce a sospechar que el poder supremo no existe o existe de forma ciega o inconsciente o, si es consciente, no se interesa por nosotros, tiene otros planes, indiferente e impasible respecto de nuestras aspiraciones subjetivas. Por lo mismo, el hecho de que Jesús, solidarizándose fraternalmente con nosotros, asociando nuestro destino al suyo, viviendo implicado en nuestra situación y, sin embargo, dándonos muestras claras de que el Padre le ama y no le abandona con crueldad o pasividad indiferente, es la demostración única y suficiente de que el Padre también nos ama, de que el poder supremo, a pesar de apariencias contrarias, es para nosotros amor” (El Octavo Día, 1973, 258- 259). Lo cual viene a ser la respuesta adecuada al dilema planteado más arriba -en su conferencia de 1959-.

Por ello, la esperanza cristiana no depende de nuestros logros temporales. La esperanza cristiana es ultrahistórica. La ciudad celeste no es -dice expresamente Monseñor Guerra- simplemente el resultado terminal de la acumulación de logros de un largo proceso creador. Es el resultado de la comunión de las personas con Dios y de la llegada de éstas a aquel nivel altísimo de vida, ¡al que se llega en cualquier momento de la historia! Porque “Cristo es la realización, ya dada, de lo que nosotros esperamos todavía. La esperanza cristiana no está encadenada al tiempo de la eficacia y del éxito feliz; se realiza pasando por la muerte” (Cristo y el progreso humano, 1977, 56-57). Desechar a Cristo es exponerse a la ruina de las obras viejas, porque, a la piedra rechazada, los falsos arquitectos “se la encuentran como piedra de tropiezo. Y mientras ellos son estériles para la esperanza, millones de jóvenes hallan en Él la única fuente de esperanza, el manantial de la juventud verdadera” (Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, 1990, 117).

Existencia de un sentido de todas las cosas, fundado en Dios Creador y Providente, que se encarna en Jesucristo para revelarnos que el Poder supremo, a pesar de las apariencias, es para nosotros Amor, y que nos permite esperar en un eterno desenlace feliz, son -a mi entender, y junto a puntos tan entrañables para él, pero que no puedo más que citar de pasada, como Santa María o la Iglesia- los temas clave en el pensamiento y el magisterio teológico de Don José Guerra Campos.

Por eso, la esperanza de Monseñor Guerra, aquélla que cantó en la última conferencia que pronunció en este mundo -precisamente en el colegio Corazón Inmaculado de María- está ya realizada, pues “ha pasado por la muerte”. Tal vez sea la esperanza -como virtud teologal, no como vana aspiración intrahistórica- la última -¿la única?- gran lección que ha querido dejarnos Monseñor Guerra Campos. Él, como ningún otro, era consciente de aquella profunda verdad que estampó en palabras marmóreas un autor al que él admiraba mucho; porque Gilbert Keith Chesterton había dicho que el Cristianismo no empieza diciendo “había una vez”, sino “vendrá un día”.

P. José María Serra, mCR.

 

Infocatólica.

Javier Navascués Pérez.

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